“Un sutil aleteo por la muerte”, por Natalia Gelós

Recuerdos de un callejón sin salida, de Banana Yoshimoto. Traducción de Gabriel Álvarez Martínez. Buenos Aires, Tusquets, 2011, 216 páginas.


“¿Por qué ahora se me da por escribir cosas tristes, que tanto me cuestan?”, se pregunta Banana Yoshimoto en el epílogo de Recuerdos de un callejón sin salida. La autora de Kitchen (1987), novela que escribió cuando tenía 23 años, presenta ahora cinco relatos impregnados todos de una tristeza pulcra, de un aleteo melancólico que motoriza la acción. En estas historias, la escritora japonesa teje mundos que, distantes entre sí, se encuentran en la figura de sus protagonistas: mujeres jóvenes, independientes, preocupadas por el sentido de la vida. Y es quizás ahí, en la manera explícita en la que se lo cuestionan, que los relatos de Yoshimoto se debilitan. Más allá de esa introspección a veces un tanto almidonada, al leer estos cuentos queda claro que esta mujer es una narradora efectiva. Sus historias, en las que a veces gana la amargura, a veces, una felicidad templada, transcurren con agilidad. Son cuentos narrados con destreza.
En “La casa de los fantasmas”, Yoshimoto cuenta una historia de amor entre dos jóvenes. No es una historia pasional, es, por el contrario, algo que se cuece a fuego lento, a través de años y de distintos cambios en el cielo. Son Secchan e Iwakura, un chico y una chica hijos de dueños de restaurantes, que se debaten entre seguir o no con el designio familiar. Eso los une en una relación que en principio es anodina, y luego adquiere intensidad, que crece a partir de encuentros en la casa del chico, en un viejo edificio habitado por fantasmas. En "¡Mamáaa!", Masuoka, que trabaja en una editorial, se intoxica con alguna comida y, cerca de la muerte, repasa su infancia y, por supuesto, su lugar en el mundo. “La luz que hay dentro de las personas”, por su parte, es la historia de una Mitsuyo, una joven escritora que recuerda su amistad con Makoto, un niño rico –obviamente, triste– hijo de un pastelero. La suya fue una amistad infantil en la que la tragedia quiebra su ritmo taciturno y muestra cómo los caminos que se desbarrancan, lo inevitable sucede y, muchas veces, se presiente. “La felicidad de Tomo-Chan” muestra cómo Tomo-Chan, la chica en cuestión, intenta ser feliz, conocer el amor, casi con obstinación, si se examinan las cartas que le han tocado a lo largo de su vida: una violación, la separación de sus padres, la muerte de su madre.  Pese a todo ello, la muchacha se alimenta de una ilusión, de vuelo bajo, pero ilusión al fin. Por último, en “Recuerdo de un callejón sin salida”, Mimi-chan, otra chica triste del mundo Yoshimoto, se refugia en Niyishama, un joven de esos que no conocen de ataduras, que se mueven libres por el mundo, un joven de esos que –ella lo sabe– nunca pertenecerán a nadie más que a sí mismos. Esta es una historia de desengaños, de dolores de antaño, de amarguras presentes…
En este callejón están presentes la buena comida, la infancia, por lo general, una infancia traumática, de padres separados; un puñado de muchachos diáfanos y de mujeres que asumen el punto de vista en el relato, mujeres que en cierto punto no se conforman con lo que tienen, que se conmueven por la candidez de los otros, a veces con una sensibilidad que empalaga, a veces con lograda sutileza.
Se dice que esta autora tiene el mérito de representar la nueva generación de mujeres japonesas. Yoshimoto dice que estos cinco cuentos autobiográficos son su manera de exorcizar los malos pensamientos, antes de la llegada de su primer hijo. Su particular manera de barrer la muerte, de ahuyentarla. Y lo hace de una manera afable, casi con un soplido.

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