“Richard Ford en el desierto”, por Fabián Soberón

Flores en las grietas. Autobiografía y literatura, de Richard Ford. Barcelona, Anagrama, 2012, págs. 224.

Una noche, Raymond Carver y Richard Ford se encuentran y leen juntos un cuento de Chejov bajo la terca luz amarillenta. Richard le da su meditada opinión sobre el cuento y después se va a su casa y anota, sigiloso y sereno, unos versos simples y contundentes. A la madrugaba, con la nimia claridad del alba, Carver lo llama por teléfono y le cuenta que ha escrito un cuento sobre el mítico dramaturgo ruso. Ese cuento se llama “Tres rosas amarillas”.
Richard Ford recupera esa experiencia y narra en Flores en las grietas cómo se inició la amistad entre él y Carver. Este texto atípico es una lección narrativa. Muchos de los que imitan a Carver deberían leerlo. Ford no solo toma la lección de narración lenta, minuciosa y parca de Carver sino que procesa esa herencia y logra un relato intimidante y evocativo. Es una extraña crónica autobiográfica y es un claro homenaje que retrata una pasión. Es un disparo que entrega el fuego de una mirada precisa sobre los cuentos de Carver.
El relato de Ford da en la tecla. No es una mera melodía: es una elegía, una lección de humildad y una búsqueda nostálgica y misteriosa para recuperar al amigo muerto en los mínimos detalles. Tal como dice de Chejov, el relato de Ford es sutil: muestra en los recovecos minúsculos y suculentos el sentido o el sinsentido de la vida.
Ford ha jugado al golf, ha vivido en un hotel, ha golpeado a mucha gente en la cara y se dedica a la caza. Flores en las grietas muestra las huellas de esa vocación atípica y deportiva.
Sobre el golf ha escrito una crónica-relato con un suspenso demorado y contenido, al mejor estilo Carver. Ford narra su iniciación como aburrido jugador de golf. Uno de los empleados en el hotel del abuelo era el negro Chester Mathews. Este hombre alto y gordo lo llevó a un campo de golf que estaba en el límite de un bosque. Más allá de la extraña cancha, había un hospital psiquiátrico. Cada tanto, los internos se paseaban como fantasmas en el perímetro. Cuando Ford estaba ensayando un golpe estratégico, uno de los fantasmas del hospital empezó a gritar. El grito no era un mero alarido sino una burla.  El paciente decía que era la primera vez que veía a un maestro negro con un discípulo blanco. Ford cuenta la escena sin estridencias. El relato aspira a la sutil denuncia social. Pero no hay nada en el relato que lo diga. Al contrario, el relato fluye y todo parece indicar que el objetivo es evocar sólo una sombra de la nostalgia.
A la par de su vocación deportiva, Ford recuerda el inicio de su actividad como lector. En “La lectura”, narra una escena de iniciación. En el año 69, él se dio cuenta de que, a pesar del arduo recorrido por las aulas universitarias, no sabía leer. Con cierto temor al fracaso, se acercó una noche crucial a la oficina de Howard Babb, “un yanqui corpulento, al final de los cuarenta, con acento de Maine”. Babb era un profesor inteligente y abierto que, a diferencia de los expertos profesores universitarios, era un hábil lector. Ford narra minuciosamente la inolvidable noche con Howard Babb y cuenta cómo éste le dio las claves para leer en profundidad un cuento de Sherwood Anderson. La crónica evocativa es un ensayo autobiográfico. El encanto del texto radica en el modo sinuoso y melancólico de narrar como si fuera el episodio de una novela.
Una de las perlas del libro es “El hotel”. Allí, recuerda el viejo y hermoso hotel de su abuelo y cuenta que él vivió allí. ¿Cuánto ha influido la “vida anormal” del hotel en su escritura? “El hotel se llamaba Marion y no era pequeño”, dice Ford. “Little Rock era una ciudad descolorida y baja sobre un río lento y el hotel su lugar más moderno y lujoso”. En la crónica aparecen los personajes del hotel: Harry Truman y Jack Dempsey y coquetas señoras del Delta. “Los vendedores alquilaban habitaciones donde podían mostrar sus mercancías. Los suicidas, habitaciones individuales”. Era evidente que se trataba de una vida rara, con un sentido diferente de la privacidad. Los clientes tenían su propia excentricidad y todos eran adultos. Ford tenía once años y un padre enfermo que viajaba mucho. Como si fuera una confesión que aclara el sentido de la escritura, Ford anota: “ahora sé que la vida normal es la que se puede explicar en una frase. La que no requiere preguntas”.  
Ford es un gran novelista, un narrador prodigioso y elocuente. Ha publicado una trilogía que ya forma parte de la historia. En Flores en las grietas ha cultivado el relato de vida, la crónica que entrecruza la memoria, la ficción, el hábil recorte autobiográfico y el olvido. Sí, el olvido. Él no sólo escribe lo que su memoria inventa sino aquello que le quita al olvido.
Los mejores momentos del libro son aquellos en los que narra escenas de iniciación, de convivencia, de lectura. Esos relatos prodigiosos y encantadores navegan y oscilan entre el recuerdo y la construcción narrativa, entre la invención y la pericia sinuosa y melancólica para armar el pasado. Sus recuerdos como deportista frustrado, como boxeador impulsivo e irracional, como un niño que observa la decadencia iridiscente y rampante de un pueblo pequeño forman parte de una autobiografía ejemplar. Flores en las grietas es una lección de cómo narrar por otros medios con el oficio del novelista experto.

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