“Desde la memoria”, por Rosana Koch


Todos éramos hijos, de María Rosa Lojo. Buenos Aires, Sudamericana, 2014, 249 págs.


“Este libro, más cerca de la memoria que de la Historia, transcurre sobre todo en ciertos escenarios reconocibles cuyos nombres no se han cambiado”, explica María Rosa Lojo para dar comienzo a su novela Todos éramos hijos. La Historia, que a partir del personaje de Frik, teje una trama cuyo punto de partida son los ensayos de las alumnas del colegio Sagrado Corazón de Jesús con los alumnos del Instituto Inmaculada, ambos religiosos, de Castelar, para representar la obra de Arthur Miller Todos eran mis hijos. Los tres actos de la novela (al igual que la obra a representar) son el escenario progresivo para recomponer, con vocación testimonial, la historia de estos jóvenes amigos, que en la Argentina de los años 70 ( momento en que la radicalización política y la inmensidad de la represión se hacen presentes e irreconciliables), con su escaso registro de la experiencia, en el filo de la vida y la emoción, “se perdieron ellos mismos, o fueron encontrados a la luz del sol y arrastrados al fondo de otro escenario oscuro donde los esperaba la boca de la muerte”. El colegio Sagrado Corazón de Jesús que “se había convertido en blanco de inspecciones intempestivas” instaura un discurso en que la iglesia, entre el sermón religioso y político, se debate a sí misma a partir de los cambios producidos por el Concilio Vaticano II de 1962  y los Documentos de Medellín de 1968. La novela deja testimonio, en la figura de Juan Aguirre, sacerdote del Sagrado Corazón y miembro del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, de esa iglesia perseguida, militante, la de la opción preferencial por los pobres, cuyos miembros, con el único recurso de la acción social,  han entregado su vida para cumplir con el compromiso cristiano.  Una grieta abierta que hace emerger deliberadamente las muertes del padre Carlos Mugica, el sacerdote francés Longueville y el fraile franciscano Dios Murias, el Obispo Enrique Angelelli, y las monjas francesas Léonie Duquet, catequista del Sagrado Corazón, quien 28 años después de desaparecer, “las olas que dicen la verdad” devolvieron su cadáver y pudieron identificarla. “Alice Domon (Caty), que quizá voló más lejos o cayó más profundo, permanece desaparecida en el mar que brama”.
No hay lugar de destiempo: la memoria de la Historia se desdobla simultáneamente en el espacio autobiográfico para retomar y completar los hilos narrativos de Árbol de familia, en el que la voz narrativa “suspendida” entre dos aguas, la española y la argentina, continúa presa en un lugar fronterizo de una tierra prestada con un apodo impuesto y  pegadizo, Frik.  La narradora, que camina en la casa de la memoria, va tejiendo un diálogo de acuerdos con su padre, Antonio, árbol fundador de su vida y de desacuerdos con su madre, Ana, la bella. Hija del exilio, en su condición de nómade, arrastra el peso de la nostalgia de ambos padres quienes juntos “emergían entre un millón de muertos  y habían cruzado el océano para ser otra vez, en otra parte. Pero no habían pasado el Río del Olvido que podía permitirles, verdaderamente, nacer de nuevo. La vida como segunda oportunidad no había sido bastante para ellos”.
A lo largo de la lectura de Todos éramos hijos se van configurando dos imágenes maternas: una política, que apela a una memoria colectiva y que pluraliza en el relato la voz de una madre que abarca al conjunto de los hijos de una nación. Así, la tragedia personal adquiere un carácter social y político. Y por el otro lado, una madre personal, que construye su maternidad con su propio pasado de hija. La perspectiva de la hija, en este caso de Frik, será un lugar de construcción que responde a la imagen que el espejo de la mirada materna configuró: traslúcida y pequeña “se veía vivir, extraña entre extraños, en un mundo incomprensible que solo a los ciegos podía parecerles sin enigmas, normal y rutinario”, “baqueana de sí misma”, quien desde muy pronta edad, por su timidez  se “acostumbró a asomarse al exterior desde su casa de palabras”, y como un viaje iniciático que comienza en la adolescencia en el colegio Sacré Coeur, convertirá ese lugar de “tránsito suspendido”, mediante las aguas de la ficción –donde sus ojos claros siempre se reflejaron con nitidez– en refugio de sus propios pasos. “Soy gajo del árbol caído/ que no sé dónde cayó/ ¿Dónde están mis raíces? Después de reparar en el espacio textual el diálogo interrumpido entre madre e hija, el dibujo de la tapa del libro logra ser la metáfora exacta de cómo las ramas se entrelazan y adhieren al muro de la vida tras haber golpeado las Puertas del Cielo…

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