“Un poeta nómade”, por Ivonne Bordelois
[Texto
leído en la presentación de la antología poética Era el único planeta que cantaba, de Leopoldo Castilla (Madrid,
Visor Libros, 2016), el miércoles 8 de junio, en la Casa de la Provincia de
Salta en Buenos Aires, a las 19 hs.]
¿Quién
es Leopoldo Castilla, el Teuco? Alguien que interroga el mundo y desde ese
asombro construye un lenguaje que tiene la forma de una pregunta
desplegada, espiralándose en sí misma,
desembocando en más y más preguntas. Una pregunta abierta, inacabable: es como
si Leopoldo Castilla precisara la lectura de todos los paisajes de todas las
comarcas de la tierra para comprenderse y saberse a sí mismo, y por eso su búsqueda se vuelve insaciable,
interminable. Pero hay una brújula:
“Para cruzar el infinito / hace falta una infancia”.
Y de
esa mirada inocente, de esa exploración infatigable, surgen animales emblemáticos,
como el loro, esa “flor sacrílega” que habla; aparecen ciudades que son vastos
cementerios –“mis hijos corren entre las tumbas/ del patio de mi casa”–. Y
ocurren muertes tan sobrecogedoras y
harapientas como las de “Nunca”: “su
deseo toca los desalmados / cabellos/ de su mujer dormida”. En los primeros
libros se instala una visión incisiva de un mundo al alcance de la mano; pero
desde Baiano empieza a tomar vuelo
una visión poderosa que nos va llevando a Bangkok, al Taj Mahal (“esa luna que
un hombre arrancó a la noche”) o a Benares. Y luego viajamos por Egipto,
en Bambú
nos encontramos con Laos, y con Cuba en El Amanecido, mientras Manada es el caminar de la especie por las sendas
misteriosas de la
evolución. Y se siguen los libros con nombres enigmáticos: Coirón, Durián, Guarán, Ngorongoro, trazando
países y continentes que conocemos pero que se transfiguran en una geografía inesperada. El planeta que describe Leopoldo
Castilla es territorio enemigo de todo afán de tarjeta postal: es enorme,
desamparado, deslumbrante, indescifrable, todo a la vez. Produce
terror y admiración, éxtasis y rechazo,
pavor y amistad, y nos deja iluminados y
transformados al mismo tiempo.
Pero
también se infiltra la historia en los intersticios de este despliegue cósmico:
una historia sin héroes ni patriotismos, sin utopías ni retóricos compromisos
sociales, una historia desnuda y a veces aterradora, que se atreve a la pobreza
más pobre, a la intemperie más descampada, al desconsuelo de los más ignorados,
de los más abandonados. Al impronunciable terror de Auschwitz –“en esta mancha del jergón de paja/ se
disolvió el niño/ al mamar la tiniebla de su madre”.
El
pincel de Leopoldo Castilla no es ni quiere ser épico; no asume la talla celebratoria de Neruda, ni prosigue el sabio
y persuasivo lirismo terrenal de su padre, el gran poeta Manuel Castilla. Es
únicamente suyo: un gigantesco ademán estrictamente contemporáneo que inquiere,
a través de los viajes, las guerras, la biología, la física y la metafísica de
nuestros días, el nuevo rostro del mundo que vendrá. Está solo en su dimensión
de vigía del futuro; ajeno a toda moda, a todo amaneramiento, a toda imitación,
está solo en su música diferente, como redoble de tambores inmensos en un
horizonte que se esconde.
No es
un azar, por lo tanto, el que su figura
sea más reconocida en el extranjero que en su propia casa, porque de algún modo
se ha consagrado como extranjero radical, desde una mirada insobornablemente
distinta. A pesar de su no renegada pertenencia a su Salta natal, a pesar de su
acento inconfundiblemente sudamericano, Leopoldo Castilla es hombre del
Universo, peregrino de una indecible
aventura de absoluto. No se le reconocen influencias, no se le descubren
escapatorias; los premios merecidamente cosechados no lo han convertido en
monigote mediático ni en árbitro supremo entre los frívolos. Ir escalando su
antología es avistar un panorama de esperanza en la tan desdichada poesía de
nuestro tiempo, tan enredada en cálculos
mercantiles y en falsos prestigios prefabricados. Hay una ráfaga de pureza y novedad inconfundible que nos viene de estos
versos, como si una aurora austral nos devolviera la confianza en la palabra.
La poesía no puede salvar al mundo, pero puede acompañarlo en su destino más
profundo y más alto. Y ésa es, precisamente,
la virtud que resplandece en la obra insoslayable del Leopoldo Castilla.
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