“Pretoria: un imaginario”, por Rosana Koch

Desierto sonoro, de Valeria Luiselli. Buenos Aires, Editorial Sigilo, 2020, 475 páginas.


Partir es morir un poco.

Llegar nunca es llegar definitivo

Oración del migrante

 

Valeria Luiselli vivió varios años de su infancia en Pretoria, Sudáfrica. Su padre fue enviado como observador internacional en las elecciones de Mandela y luego se instaló como primer embajador mexicano en ese país. Eran los años noventa, época del post apartheid, había casi seis millones de infectados de sida y las mujeres sudafricanas tenían más posibilidades de ser violadas que de aprender a leer y escribir, cuenta Luiselli. Sam Bomba, el chofer que la llevaba todos los días al colegio de señoritas, le enseñó a cantar el himno nacional (el Nkosi Sikelele) y en un concierto de Pavarotti en la embajada italiana, la joven de 12 años ya le había revelado a Mandela su propósito de ser escritora cuando fuera grande.

La biografía de Luiselli estuvo marcada tempranamente por la errancia, especialmente por el cargo diplomático de su padre. Su infancia y adolescencia transcurrieron en Corea del Sur, Sudáfrica, India, Costa Rica. Tal vez haya sido el contexto de su nacimiento, México, su país natal, el que haya signado más profundamente una vida a la intemperie. Tan solo tenía dos años, cuando el terremoto de 1985 de México destruyó su ciudad. Toda una generación de escritores –apunta la autora– estuvo marcada por esa sensación de fragilidad, testigos lúcidos de cómo “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Ahora bien, quiero detenerme en la casa de la infancia en Pretoria, donde la fabulación cartográfica va urdiendo un imaginario: “Desde niña aprendí a leer mapas”, tapizaban todas las paredes del estudio donde su padre durante años preparaba una tesis doctoral sobre el desarrollo urbano de la Ciudad de México: mapas geológicos, diseños de planificación urbanos de países europeos, mapas históricos en orden cronológico, algunos bosquejados a mano. La niña ingresaba a escondidas para robarle lápices y se quedaba observando y leyendo esos espacios encapsulados con diferentes trazados.

Muchos años después, las paredes del estudio de Valeria Luiselli, en Harlem, Estados Unidos, también están empapeladas de mapas, salvo que su archivo cartográfico va recorriendo otras direcciones: las fronteras entre Estados Unidos y México, añadiendo puntos rojos, resultados del registro satelital que localizan los cadáveres de los niños encontrados en el desierto de Arizona (Reportes de Mortalidad de Migrantes). De modo que los mapas no solamente activan en su escritura un imaginario espacial, una forma de observar el exterior como una extranjera, sino que también nos direccionan a una geografía afectiva, a un archivo personal e íntimo que propone pensar los modos en que el pasado deviene presente.

“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”: Luiselli propone otra forma de “habitar”, porque concibe el espacio no como algo contenido entre paredes, sino que se desliza, transcurre, a partir de recorridos y caminos. Tanto Los niños perdidos (2014) como Desierto sonoro (2020) configuran una misma construcción cartográfica que cuentan historias de rutas migratorias: niños deportados al cruzar la frontera de México hacia Estados Unidos que permanecen detenidos “en el limbo de la ley migratoria” (37).  

“Supongo que todas las historias comienzan y terminan con un desplazamiento; que todas las historias son en el fondo una historia de traslado” (49), dice la narradora de Desierto sonoro ni bien emprende el viaje que lleva a su familia ensamblada desde Estados Unidos hacia Arizona con el objetivo de llevar a cabo un proyecto laboral: el marido va a registrar los ecos espectrales que sobrevuelan en el territorio diezmado de los pueblos apaches; y la narradora, documentalista, planea entrevistar a los niños que cruzan la frontera en plena crisis migratoria. Ambos proyectos sonoros “tenían que encontrar sonidos, grabarlos, meterlos en una computadora y luego ordenarlos para que contaran una historia” (248). El niño de 10 años y la niña de 5 años, hijos de la pareja, sentados atrás en el auto, se abren atentos a las palabras del mundo de los adultos: disfrutan los cuentos de valientes caciques que va relatando el padre, escuchan la radio con las noticias de los niños migrantes que se pierden y mueren en el desierto, observan los bares y estaciones deshabitadas, juegan en hoteles fantasmas donde se hospedan. “Nunca está del todo claro qué convierte un espacio en un hogar” (25), pero resulta evidente que ese recorrido familiar, en su afán insistente de documentarlo todo, se encamina a su propia desintegración.

La madre, voz narradora, la que configura el relato y el espacio por más de la mitad de la novela, lleva durante todo el trayecto un mapa para guiar el recorrido por las rutas, desatendiendo el GPS. A medida que los kilómetros en el auto van progresando, las distancias se van profundizando entre los espacios recorridos y las relaciones intersubjetivas. Los padres dejan de comunicarse, amarse y toman conciencia del precipicio por el que está atravesando la pareja. Del mismo modo, el hijo mayor, preocupado por ayudar a su madre a encontrar a los niños perdidos en el desierto, una mañana, a escondidas, abre el baúl del auto, saca el mapa con anotaciones de su madre y, junto con su hermana menor, se adentran en el desierto, en realidad, para perderse... Si bien el mapa cumple su función como dispositivo de orientación, a medida que los personajes se van adentrando en el espacio abierto del desierto, opera como agente de dispersión y desterritorialización subjetiva.

Dentro del baúl del auto, reposan las siete cajas a partir de las cuales se organizan los capítulos de la novela. Su inventario funciona como un gran archivo de materiales que intervienen estratégicamente en la arquitectura y proceso de composición de la obra. Fotografías, mapas de ruta, mapas intervenidos con anotaciones y puntos rojos, grabaciones (de ecos del desierto, de trenes), dibujos, anotaciones de libros de autores como Ezra Pound, Joseph Conrad, T. S. Eliot, Juan Rulfo, El paisaje sonoro de R. Murray Schafer, entre otros, se despliegan en las diferentes capas concéntricas que estructuran la novela. Especialmente, Elegías para los niños perdidos, un libro que se va intercalando progresivamente con el universo íntimo de la familia, compartiendo el escenario que están atravesando, el desierto: un dispositivo que se carga políticamente de conceptos como genocidio, éxodo, exclusión, limpieza étnica, guerra y sangre. Elegías para los niños perdidos testimonia la tragedia y muerte de miles de decenas de niños que migran forzosamente desde Guatemala, Honduras, El Salvador, que “viajan solos, en trenes o a pie. Viajan sin sus padres, sin sus madres, sin maletas, sin pasaportes. Viajan siempre sin mapas. Tienen que atravesar fronteras nacionales, ríos, desiertos, infiernos” (68).

“¿Recuerdas esa canción? ¿Y nuestro juego? Después de caminar sobre la luna viene la parte que más nos gusta” (440), le dice al final de la novela el hermano, apodado Pluma Ligera, a su hermanita Menphis, a quien le regalará todas las grabaciones y fotos Polaroid que fue documentando para ella en secreto durante la travesía. Así, la memoria amnésica y atemporal de esa niña que aún se chupa el dedo, podrá recordar en un futuro que algún día ellos cuatro formaron una familia, que hicieron un largo viaje en auto por el desierto de Arizona, antes de que ese mundo compartido de la infancia no deje huellas en su vida.

 


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