"Otros textículos", por Ana Ojeda

Comunicación

Era un colectivo en hora pico.
Era una multitud encochetada pugnando por avanzar a fuerza de bocinazo limpio.
Era un joven en flor con un teléfono en la mano.
Era un susurro de amor, sensualidad hecha palabra, incitación y galanteo que caían en la oreja de una delicada muchacha apostada a centímetros de él, los pies entre los suyos, los ojos en su boca, mezcolanza de brazos y mochilas, bolsos, sacos y camperas.
Era una declaración interminable, preñada de algarabía y promesas, fantasías y mimos a la oreja y el corazón.
Era el amor y su suave delirio incontrolable, su prosa encendida de emociones.
Era ella, que temblaba la oreja en su boca, el corazón al galope, navegando las emociones agolpadas en su garganta.
Fue Humberto I y Entre Ríos, y él bajándose el teléfono todavía en la oreja, el amor saliéndole a borbotones de los labios.
Fue un verlo alejarse forcejeando entre la multitud y un ella sintiéndose un poco más sola ahora que conocía esa dulzura, esa vibrante emoción.


Instrumentos de aire

Escuchar una chacarera y pensar en polvo. Nubes de tierra que se levantan festivas tras el paso de una carreta en algún lejano camino del norte. Retumbe de piso, maderas que se zarandean, se dislocan, vibran bajo el peso del viril zapateo masculino. Sonido vuelto corriente de un aire que enlaza cinturas, caderas, muslos y brazos, que los mueve de izquierda a derecha, que pone chasquidos en los dedos. Que inyecta talones con la imperativa necesidad del golpe, que nos convierte en instrumentos de aire: una bocanada basta para alumbrar una verdadera orquesta, ensamble de sonidos que ya no podrá detenerse, ritmo que aborda y domina, que señorea, comanda, maneja, subyuga. Deseo de saberse la letra –¿por qué, siempre, lo único que queda es el estribillo?–, de entonarla, desgarrarla, de lograr una voz aguardentosa a la altura de ese talón que golpetea en un rapto de éxtasis rítmico.
Puede ser también un malambo, una saya, una zamba o un takirari. El resultado es el mismo: aire que entra, sale convertido en mil ruiditos, dejando en el cuerpo un éxtasis que viene de tiempos sin memoria y purifica, renueva, revolea por los aires la necesidad de una razón.


Dostoievski

Enquistada en un enorme coral con más de 15.000.000 de individuos, cada día me topo con cientos de mis congéneres, pequeñas células idiotoides que circulan encerradas en su burbuja de música privada, sus conversaciones portables, sus videojuegos última generación. Las veo, admiro o rechazo; hago cambios potenciales en su manera de caminar o su forma de vestir. Imagino cómo serán de adelante si avanzo detrás de ellas, qué tonada modulará sus preguntas si están calladas, cómo será una cara de sorpresa, si se encuentran arrumbadas junto a la parada de un colectivo. Infligirles transformaciones imaginarias me divierte, y me convierte en una más, moviendo mis piecitos apurada, perdiéndome en lo tupido del carnaval, encerrada en mi burbuja insonora de imaginación prepotente.


Mala Strana

En su conocido opúsculo Ante la ley (traducción libre de su título original, Langeweile gegen den Wand, cuya primera traducción al inglés fue –como nadie desconoce– Saturday night fever), Franz Kafka expuso con notable economía de recursos su idea de que la ley no nace –como el resto de nosotros– naturalmente. Vale decir, que su poder surge del que le otorgamos, de manera voluntaria y sin más coerción que su supuesta presencia, siempre en un lejano más allá. Sin historia, sin principio ni fin, las disposiciones que nos rigen nacen siendo y así permanecen.
Esto, al menos, es lo que sucede en el percudido núcleo duro de Occidente. Aquí en el Sur, en cambio, todo es relativo y también la ley. Cruzarás por la línea peatonal sostiene la regla y no hay porteño que le otorgue voluntariamente nada, más bien al contrario: el placer de cruzar por la mitad de la calle, zigzagueando con indolencia entre todo tipo de caños de escape, es principalísimo a la hora de salir a pasear por la ciudad. Respetarás la luz roja es otra muy milenaria y muy poco respetada.
Si en lugar de deambular torturado por las calles de Praga, Franz lo hubiese hecho por las de Boedo, San Cristóbal o Almagro, disfrutando de nuestros cálidos vientos primaverales, nuestro bochornoso verano y nuestros olvidables inviernos, la literatura universal hubiese sin duda perdido una gran obra.

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