“Lo bueno breve”, por Felipe Benegas Lynch
Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky.
Entropía, 2016, 91 págs.
Tres niñas juegan alrededor
de un ombú en el centro de una plaza. ¿O será un gomero gigante? Más bien un
ombú: parecería hueco, o por lo menos su tronco enorme, rico en pliegues y
aristas, tiene recovecos que le permiten esconderse entre gritos y risas,
llamándose unas a otras. Están vestidas con modestia y decoro, zoquetes blancos
les cubren los tobillos y sólo permiten ver unos centímetros de pierna: las
faldas tableadas llegan más abajo de las rodillas. Son hermanas.
Repasa, como ante la
pantalla del monitor durante el montaje de un film, ese recuerdo de su madre,
de un momento feliz de su infancia. (31)
¿Quién repasa? Él. Es en la distancia de esa tercera persona que
el observador puede ser también lo observado. No es que ocurra algo distinto
con el “yo”, pero Cozarinsy enfatiza el gesto: se permite el “yo” en la breve
elegía del comienzo y luego se observa a sí mismo como “él”: “Una noche, hará
un par de años, soñó que estaba en Entre Ríos” (13). Así reza el comienzo de
“Rastros”, el primero de los fragmentos luego de esa elegía introductoria.
Quien haya visto Carta a un padre
(Cozarinsky, 2014) recordará haber escuchado esas palabras en el film. Al final
del libro también nos encontramos con Cozarinsky citándose a sí mismo:
Ningún viajero vuelve al
lugar de donde se fue. Las ciudades cambian no menos que los individuos (...)
Algo subsiste, sí, pero escondido en repliegues y rincones adonde no llega la
luz enceguecedora de la actualidad. Y está bien que así sea. Cuando no estemos
para reconocer esa huella, esta se desvanecerá. E. C. (89)
El escritor, así como el
cineasta, es, en este sentido, un punto de anclaje para la luz. Pero se trata
de un punto dinámico y consciente, que va reconfigurando esa huella en perpetuo
devenir. Y esa huella se compone de sueños y recuerdos, propios y ajenos.
Aunque hablar de propiedad aquí tal vez no sea pertinente: la escritura
objetiva un punto de confluencia: de linajes, culturas, sensibilidades. Tal vez
por eso es que abuso de los dos puntos para presentar mi argumento: esa marca
es un pequeño umbral para la reconfiguración permanente, la compuerta abierta
de un caudal incesante.
Cozarinsy invoca al niño
para que le “devuelva una mirada que descubra el mundo” (9). “Él odia al niño
que fue” (9), quisiera pedirle “que viva más allá de los años una infancia no
domada, sin sumisión ni escondite” (9). Esa tercera persona no es una huida ni
un escondite: es un artilugio para captar la luz en los repliegues de la
palabra. Hay bondad en ese gesto porque implica una reconciliación del sujeto
con el mundo que habita. Lo invita a reconocer sus ruinas y sus enterramientos,
sus muertos y sus paisajes.
Ni “yo” ni “él”: un niño
enterrado pero no muerto, que se afana por ver. De ese modo se reconfigura el
odio en algo más. Niño enterrado es
un librito inmensamente breve, como la infancia o la felicidad.
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