“La llave maestra”, por Jimena Néspolo


La Argentina manuscrita: La cautiva en la conciencia social, de Horacio González. Buenos Aires, Colihue, 2018, 256 págs.

 Dentro de los mitos que abonaron la conformación de la Argentina moderna, refulge impertérrito a lo largo de las épocas y las consignas escolares el que muestra la conformación del pueblo como “crisol de razas”, especie de paraíso tornasolado donde el inmigrante (europeo, masculino, heterosexual) podía procrear a sus anchas en infinitas fusiones, nunca totalmente declaradas. Para conjurar la barbarie había que nutrirse de savia puritana –predicaba el incansable Sarmiento–; y si en vez de lo sajón, se expandió la sangre latina y con ella la denuncia de falsía o impostura del “inmigrante-transa” –como llamaríamos hoy a algunos personajes de las novelas de Eugenio Cambaceres– fue porque el deseo femenino seguía constituyéndose como problema dentro de las regulaciones patriarcales hispanocriollas que bregaban por consolidar un modelo de propiedad y de familia. 
Toda intervención crítica que se precie nace de una interrogación sobre el presente. En el caso del prolífico Horacio González, el disparador de su último ensayo pareciera formularse a pocas páginas de iniciada la lectura:

Tanto el cautiverio, como el secuestro, las figuras del rehén, del prisionero o del perseguido, tienen honda actualidad. Y esto me permite decir que mucho más la tienen los numerosos movimientos de reivindicación femenina que recorren el mundo, con efectos de invitación a la reflexión profunda sobre la vida en común y las tensiones pasmosas entre ritos sociales de vasallajes, precondiciones culturales del orbe biológico y el pedestal derruido de las antecedencias (10).
Aspira también a ser este libro, sin serlo directamente, un intento de acompañar la gran reflexión que en todo el mundo ha abierto el gran movimiento de mujeres. No por decir aquello que necesariamente coincida en un programa fundamental y sumamente desafiante. Sino por tomar desde uno de sus ángulos ese desafío, cual es la meditación más amplia sobre el cautiverio y, en especial, los rasgos históricos que adquirió el cautiverio de mujeres. Se impone así una pregunta crucial. ¿Qué es el patriarcalismo y cómo podemos apreciarlo para luego cuestionarlo, en estos relatos primigenios? (12)

Regido por la urgencia y la premeditación, La Argentina manuscrita: La cautiva en la conciencia social bucea en el acervo literario patrio en pos de descular el misterio de un mito. ¿Un  mito? Sí, pero no El mito gaucho de Carlos Astrada, sino el de Lucía Miranda, la cautiva de destino trágico cuya historia se encuentra narrada en La Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzman, reaparece en La Argentina de Martín del Barco Centenera, sufre sucesivas reelaboraciones en la voz de los historiadores jesuitas en los siglos XVII y XVIII para activarse como ficción folletinesca en el siglo XIX y bien entrado el siglo XX. González se sumerge pues en algunas de esas versiones, con la certeza de que tanto en el plano iconográfico como en el literario hay una escena recurrente que desde la Conquista atraviesa la patena magra de nuestra historia (¡no es una Malinche ni un Macunaíma!) para gravitar hoy como “conciencia social”. En esa escena recurrente una y mil veces contada, hay un indio deseante, hay una comunidad levantada, y hay una cautiva sufriente, desposeída de su cuerpo y de su voz, que no se deja cautivar. 
Montado sobre esa certeza el ensayo de González se desarrolla a partir tres libros centrales –las respectivas ediciones críticas realizadas por Silvia Tieffemberg (Ruy Díaz de Guzmán, Historia del Descubrimiento y Conquista del Rio de la Plata) y María Rosa Lojo (Eduarda Mansilla, Lucía Miranda), y el libro de Cristina Iglesia Conquista y mito blanco–, suda las páginas y colecciona cautivas: La cautiva de Echeverría, la del Martín Fierro, la de Lavardén, las versiones de Eduarda Mansilla y de Felipe Boero, de Jorge Luis Borges y César Aira, hasta a la cautiva de Gabriela Cabezón Cámara se le atreve (Las aventuras de la China Iron, 2018). Si deja escapar alguna no es tanto por descuido sino más bien porque supone que no hay esencialismo alguno capaz de justificar la existencia singular de una escritura de mujeres. No obstante, sólo basta comparar la Lucía Miranda de la sensiblera Rosa Guerra (1860) con la del hirsuto Hugo Wast (1929), para comprobar que una y otra versión se abisman en la distancia que trama el deseo: frente al indio fiero y bárbaro que dibuja el director de la Biblioteca Nacional por casi un cuarto de siglo, el timbú de Guerra aparece “adornado con sus vistosos plumajes, con su diadema llena de piedras preciosas, y ricas sartas de coral y perlas que rodeaban su cuello” resulta hermoso e imponente, “más que un hombre era un ángel exterminador”, al punto que Lucía, “al verlo, dio un grito y cayó desmayada”. Es que las versiones de Eduarda Mansilla y de Rosa Guerra comulgan en la erotización gustosa del indio. Ya sea que se vista con plumajes o con un lenguaje templado al calor de la mitología y la literatura occidental, lleno citas eruditas y de floreos variopintos, no es sobre el relato de estas mujeres –mal que le pese a los capellanes del canon– que se tramó la Campaña del Desierto.    
Urgido por esta sospecha, el ensayo de Horacio González se sumerge en pos de un interrogante clave: ¿Qué puede el deseo? Pero sintonizando con las representaciones transgresivas de una época que se solaza en las figuraciones del mal, concluye leyendo la novela El traductor (1998) de Salvador Benesdra en diálogo con el ensayo de Silvia Schwarzböck Los espantos (2017), para cerrarse sobre sí y al fin, en la última página, preguntarse: “hasta dónde puedo llevar la sumisión del prójimo, hasta dónde esta se halla en el modo en que todo lenguaje protocolar esconde su origen en la necesidad de simulación o daño, es una pregunta de la literatura de la cautiva” (249). 


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