“Los peligros del canto”, por Felipe Benegas Lynch
[Texto leído en la presentación del libro ¿Quién mató a Cafrune? Crónica de la muerte de la canción militante, de Jimena Néspolo (Buenos Aires, Tinta Limón ediciones, 2018). En La Tucumanita, Pilar, el 6 de diciembre de 2018.]
Victoria Mora, Jimena Néspolo y Felipe Benegas Lynch |
Toda crónica
es un cruce de caminos: cierta información se cruza con cierto sujeto. La
investigación, el cuento y el canto hacen el resto.
El prólogo
de la crónica que nos convoca dice que la investigación:
intenta horadar más que en los hechos en sí, no del todo
dilucidados (...), en ese magma de significaciones que acompañan la leyenda de
una muerte y que encuentra en la canción militante de una década radicalizada
el rico manantial donde abrevar. (9-10)
Acá vemos la
presentación de los parámetros de la pesquisa: la leyenda de la muerte de un
cantor popular, la canción militante y detrás de ella la tradición folklórica
de una época que llega hasta el fin de esa década radicalizada. Unos párrafos
más adelante se manifiesta claramente el anclaje subjetivo de la crónica:
La figura
de Jorge Cafrune anida hondo en mi infancia, amalgamando quizá demasiados
recuerdos: solo hace falta que su voz gruesa desoville cualquier cinta
interpretando Luna cautiva o La rubia moreno y ya siento que en mí se
dispara el sueño campero de mi padre, el sabor a pastizales, el olor a caballo
sudado después de galopar toda la tarde por la tosquera junto a mis hermanos y
aquella pandilla de amigos que teníamos en la zona. Ojalá estas páginas lleguen
a ellos y a tantos otros que alguna vez se preguntaron, o quizá todavía se
pregunten: ¿quién mató a Cafrune?
La pregunta se expande
como una invocación, un santo y seña en busca de entendidos. La crónica
delimita una zona donde Cafrune y Jimena se cruzan y los lectores nos
sumergimos en las inflexiones de una voz fascinada con otra.
Cafrune salta de un
hemisferio a otro: pesa más de cien kilos pero tiene la destreza de un
acróbata, de un saltimbanqui, de un colibrí. Y cuando recita el poema A Roosevelt parece que fuera el mismo
Rubén Darío que con su voz de fuego hablara solo para mí. (86)
En efecto, Cafrune
viaja alrededor del mundo, pero también pasa del hemisferio analítico de la
cronista a la fibra más emocional, “amalgamando quizá demasiados recuerdos”...
Si lo que abre y cierra
el texto es el sueño campero del padre, es el centro gravitacional de la madre
enferma lo que moviliza los pasos y la voz. Encontramos así al tercer
componente de la crónica: el canto, el encantamiento que pone en marcha el
relato:
Llego a la
granja de mis padres buscando alguna pista de Cafrune. Unos años antes de que
Pepe y Alicia se mudaran, el Turco se hizo de unas hectáreas a veinte
kilómetros de acá. He venido caminando, así que trepo la tranquera y salto sin
anunciarme. Los perros salen a recibirme: los dos border collies, la shar pei y
la pléyade de salchichas que han quedado sin vender del viejo criadero. Veo que
la shar pei tuerta y retacona está más fiera que nunca: le falta una de las
orejas y tiene media cabeza rociada con el spray plateado del cura-bicheras.
“Qué hacés, nena. ¿Venís a ver a tu madre?” Hace dos años, desde que se jubiló
en el colegio, que Alicia apenas si se levanta de la cama. Le digo que sí y me
siento en la galería, a conversar un rato. Pregunto por los animales. La perra
de mi madre siempre anda con algún problema. (13)
Leo maliciosamente esta
última oración y desovillo de esa “perra” (insulto homérico si los hay) el
canto que pone en marcha el cuento: la madre es una sirena que llama con sus
lamentos. Y lo que se cuenta es, por un lado, el encuentro con Cafrune en la
infancia y la pesquisa por venir, pero también el encuentro con Pepe y Alicia,
esos padres que se comportan como hijos desde siempre, no solo en la vejez que
ahora los deja necesitados y vulnerables frente al acecho de la muerte.
El relato funciona
entonces como conjuro frente a la muerte. La muerte de Cafrune reverbera en el
presente y achica la distancia entre La Matilde (esas diez hectáreas que
Cafrune compró en Cardales) y La Esperanza, la granja donde Pepe y Alicia
criaron a sus hijos. En su momento, Cafrune también respondió al llamado de un
padre enfermo:
Fue al enterarse de que
su padre estaba gravemente enfermo, que Cafrune decidió adelantar su viaje a la
Argentina, previsto para fines de 1977. Arribó a Buenos Aires los primeros días
de septiembre, junto a Lourdes, su nueva pareja, y su hijo Facundo de un año y
medio. El día 15 su padre fallece. Los meses siguientes se instala en Salta,
junto a su madre. Visita amigos y pergeña un nuevo proyecto ciertamente
suicida: realizar una marcha en homenaje al General José de San Martín. ¿Por
qué de todos los proyectos y giras que tenía planteados se prende de uno? La
muerte del padre instala la pregunta liminar. ¿Cómo morir? ¿Es posible domar la
muerte, clavarle las espuelas, direccionar el sentido? Mi muerte mía. (88)
La cronista
redirecciona el sentido y hace de la muerte de Cafrune algo propio: “mi muerte
mía”, dice, y la pregunta queda flotando: ¿cómo morir? ¿Cómo acercarse a la
muerte sin morir? La pesquisa se vuelve sobre su propia vida y sus límites.
El paisaje
que une estos destinos parece ser tan mítico como la lengua gauchesca que
Cafrune buscaba preservar. Pilar, Cardales, la ruta 27: ese gran mojón de
tierra conecta pasado y presente, vida y muerte, desgracia y prosperidad. Ahí
mismo está el abismo hacia el que avanza este relato: el sexo anciano de la
madre que se muestra impúdicamente con los desvaríos de la vejez.
“No hay
heroísmo en la vejez” (88), dice la cronista cuando cuenta cómo fue a levantar
a su madre postrada una vez más y cómo la llevó al baño. La cronista no quiere
más, está cansada. En esos encuentros se asoma a un imposible más allá que trae
a escena algo incómodo y violento: la senilidad, la muerte y también un país
que, como los padres, parece resistirse a cambiar. El insulto vernáculo brota
entonces, casi naturalmente: “la concha de mi madre”. Lo dice el texto. Lo
dicen Jimena y Cafrune. Lo dicen la crónica y el lector, que sin buscarlo está
leyendo en el anexo final del libro otra vez testimonios del Nunca Más. Como si no hubiera salida de
ese eterno retorno de lo terrible. La concha de mi madre.
Y sin
embargo el lector agradece el sacudón y el trabajo bien logrado. Quién mató a Cafrune es un texto lleno
de hallazgos que despliega la propia vida y el mapa del folklore de una época
con erudición y audacia. Vale destacar el análisis fonético de la dicción de
Cafrune, la exhaustiva discografía, las consideraciones con respecto a la
“autoría desplazada” que desconcertaba a Yupanqui, el gusto y la habilidad para
rastrear y generar polémicas y un repertorio de cruces que expanden e iluminan
el cruce inicial: el de Cafrune con Mercedes Sosa, el de Mercedes Sosa con
Gieco, el de Gieco con Cafrune, el de Jimena con Puan y Cortazar, el de
Cortazar con el folklore, etc.
¿Quién mató a Cafrune? es un texto riguroso y
sentido, repleto de hallazgos que hacen honor al género: a la investigación, al
cuento y al canto. Salud.
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