“Más allá de toda vanidad”, por Felipe Benegas Lynch


En el estanque (Diario de un nadador), de AL Alvarez. Buenos Aires, Entropía, 2018, 288 págs.

Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso (...)
los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos,
decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura,
o por lo menos a mi literatura.
Mario Levrero

Este fragmento figura al comienzo de La novela luminosa, en la introducción que antecede al extenso “Diario de la beca”. Recién llegado a la escritura de Alvarez, me apoyo en este viejo conocido uruguayo para pensar el “Diario de un nadador”.
El diario es una escritura que se observa a sí misma, se cuestiona, se abisma, incluso se auto impugna. Eso ocurre tanto con Levrero como con el diario de Alvarez. A lo largo las páginas de Pondlife (ese es el título original en inglés) uno se cruza con frases de este tipo: “Ojalá escribir me resultara así de placentero” (243), “Cada vez me parece más improbable que termine de escribir este libro sobre la vejez”, “No escribo porque no tengo nada para decir ni deseos de decirlo” (246), “Hasta cuando intento escribir –como ahora– siento aversión, y eso se nota en la prosa” (274), “...este libro que no estoy logrando escribir” (232), etc. Así sigue hasta la frase final, que es una cita de Pancho Villa: “No me dejen morir así, digan que dije algo inteligente” (276).
En el ida y vuelta del castellano de Villa al inglés de Alvarez y del inglés de Alvarez al castellano de Nadalini (el traductor de esta edición), la frase se condimenta un poco. La versión original simplemente decía: “No me dejen morir así, digan que dije algo”. Tanto Alvarez como Levrero saben que han dicho algo, y algo inteligente. Ambos entretejen con el diario una coartada que, a fuerza de rutina y repetición, los libere de una inteligencia banal. Ambos saben que lo mejor que podrían lograr es ya no “decir” algo, sino que algo “se diga” en sus palabras más allá de su astucia.
El diario de Alvarez también tiene como centro una experiencia luminosa, pero a diferencia del de Levrero, esa experiencia no resulta esquiva, sino que ocupa prácticamente todo el diario. Es en esa luz oscura y ámbar de las aguas de los estanques a los que acude este nadador empedernido donde se revela oblicuamente la experiencia vital de alguien que envejece. Esa luz, sin embargo, es redentora, y cada zambullida lo devuelve a la superficie rozagante de vitalidad, luminoso:

El día está nublado y oscuro, pero el viento es ligero y el aire está mucho más templado que antes (unos diez grados). Tal vez por eso el agua parece así de fría: fría como la muerte, tan fría que me hace doler la mandíbula. Pero después salgo, el brillo se propaga y yo me siento genial. ¿Qué haría sin todo esto? (107-8)

Fría como la muerte, dice. Se hunde en la muerte y sale, como alguien que se dispone a nacer. No es la disolución tibia en las aguas uterinas: es el choque con el aire y la luz, la experiencia cruda de estar vivo en esta atmósfera.

Me encantan estas mañanas oscuras. Falta poco para el solsticio de invierno, a las nueve y media los autos todavía circulan con las luces prendidas, el Heath está desierto, el agua negra como el lago de Grendel, y muy fría. Cuando te zambullís todo se contrae hacia adentro para mantener calientes los órganos vitales, y al salir vuelve a fluir hacia afuera. De ahí ese rubor tipo langosta –también llamado brillo saludable–. Creo que esta determinación por sobreponerme a la adversidad es algo que adquirí de bebé, cuando me operaron, y que de ahí surgió también esta necesidad mía de ponerme a prueba todo el tiempo. Sea cual fuere la causa, hoy es un hábito que me hace sentir plenamente vivo –casi tanto como hacer el amor con Anne–. Los baños matutinos con agua fría a los que me obligaban en Oundle me inculcaron el gusto por el agua helada, costumbre que mantuve al año siguiente en esa cabañita congelada que compartí con el portero de la escuela mientras daba clases en Maidwell Hall. Escalar montañas –alimentar a la bestia– fue una evolución natural. (87)

Alimentar a la bestia es un vicio que lo ha dejado rengo e imposibilitado para las alturas. Las aguas heladas son un paliativo que calma a esa bestia que se empecina en asomarse al abismo de lo fatal. Es en ese irse hacia adentro que el cuerpo se animaliza (ese rubor tipo langosta, ese brillo saludable) y devuelve el ímpetu vital a un organismo que envejece. La escritura y el mundo intelectual se someten al ritmo de las estaciones, a las variaciones climáticas, a las miradas indiferentes y enigmáticas de los animales que lo observan en fugaces cruces en ese increíble entorno natural en medio de la urbe. Ahí radica el misterio. Ahí se encuentra la luminosidad que resignifica la mirada de un cuerpo agonizante:

Un misterio. El día está oscuro y lluvioso, las gaviotas de siempre vuelan bajo o se posan en las barandas y los trampolines; también hay un par de cormoranes melancólicos sobre las boyas. Salgo en diagonal hacia la izquierda, nadando rápido, y cuando emerjo en la otra punta para girar, ahí mismo, a unos veinte metros, sobre la boya que hay pasando la soga, está la garza: brillante, nítida, como iluminada por un reflector –gris y plateada, con una franja negra bajo el pecho y el pico de un amarillo intenso–. Me mira. Cuando vuelvo al muelle ya no está, y no hay ni rastros de ella en sus dominios habituales, las orillas más remotas del estanque. Una aparición que se desvanece sin dejar huella –ahora la ves, ahora no la ves–, como si me estuviera diciendo algo que no consigo entender. (182)

Algo de ese misterio y de esa luminosidad reverbera en las palabras de este atento narrador de aguas heladas. Algo del mundo circundante se dice en el discurrir de esta voz acoplada a la experiencia de nadar. Todo lo demás es ruido humano: “Papageno no le llega ni a los talones” (109), dice refiriéndose a un zorzal.
Alvarez declara que su vanidad “fue siempre física, no intelectual” (207) y que por eso hay cierta justicia en el martirio corporal que le toca vivir en su vejez. No es casual que el libro esté encabezado por un admonitorio fragmento del Eclesiastés.
Sin embargo, el narrador no renuncia, ni siquiera después de un ACV y de perder prácticamente la capacidad para caminar por el deterioro de su tobillo y de sus piernas, a visitar el estanque y hundirse en las aguas heladas. Es ahí donde se reconfigura su mirada más allá de toda vanidad: “el mundo es hermoso”, dice, “va a ser mejor que lo aproveche mientras pueda” (246).


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