“Lumbre sobre la materia”, por Analía de la Fuente

Meteoro, de Julián López. Buenos Aires, Random House, 2020.

  

Meteoro es el cuarto libro publicado de Julián López. Su segundo poemario. Tras la publicación de Bienamado, Una muchacha muy bella y La ilusión de los mamíferos, López retorna a su lugar de origen: el poema.

Si en Bienamado (2004) el poema no daba espacio al vacío entre la incansable sucesión de figuras retóricas plagadas de sensualidad, en Meteoro, tres lustros después, la voz lírica se muestra sin la cáscara barroca para dejar ante el lector la pura pulpa del decir en la armonía del ritmo, un ritmo que danza y va cobrando sentido junto a la palabra. El libro se abre con una pregunta precisa: “Qué era entonces la belleza/un hilo que me ataba la mirada/ a lo que habías visto/a lo que habías amado”. Quizás podamos responder el interrogante al atravesar el recorrido de versos que Meteoro propone, descolocándonos una y otra vez, mediante lo sutil de las imágenes que entrama.

Se trata de 36 poemas protagonizados por la luz (su trayectoria, su caída sobre las cosas): “lo que veo es la luz/que en la huida/ se agarra como a tientos/débil a la base de las nubes de la última hora”; y por el mundo sensual: “quiero que todo tenga masa y esté frito/ que tenga queso derretido y queso rallado/ que tenga sal y chorree grasa/que todo escurra crema y sea liso, crocante”. Lo sensitivo, empero, no estará exento de su contraparte simbólica (sagrada), porque es la misma voz, en el mismo poema, la que se expresa deseante cuando extiende su catálogo de horizontes: “que todo sea una experiencia y esa experiencia/ sea inmanente, inmarcesible, incomprensible/ indubitable, idiota y trascendente (i dio ta)/ y tenga ruidito a cebollas sobre el aceite en la sartén”. Lo sublime convive con lo cotidiano, y el poeta lo sabe. Por eso describe manjares al tiempo que busca un sentido crucial a sus días (sus luces) y vacila: “si sos vos o si en verdad el amor/ es una cosa que atraviesa los cuerpos, cuerpos,/ que se chocan en medio del horror.”.

El arco meteórico puede ser trazado(leído) entre la casa del origen y el devenir (amoroso, amatorio) de la voz poética. El amor (sus contradicciones) como forma de alimento habita(n) este poemario. El amor, también, como causa primordial y originaria de un modo de ver el mundo, como intercambio iniciático entre unx y las cosas. El extrañamiento es aquí un don. Nada se da por sentado. Todo se descubre epifánicamente: “recuerdo la tarde en que un trueno/astilló el cielo y tras el gruñido mi madre/ miró la hilera de ropa recién colgada”. En lo contingente, esa condición impredecible de lo cotidiano, puede residir lo fatal. La gravedad cae sobre el claroscuro de la rutina sin anticipos. De ese modo es como devenimos extraños (migrantes o exiliados) incluso en nuestros hábitos de mayor arraigo. Y pese a todo hay lugar para la entrega aun en la incredulidad: “son mis besos, ciervito/ existen/ sobre la nada que existe”. Las capas del credo se superponen unas a otras, unas sobre otras, en su ascenso y descenso por el tiempo que vaivenea entre su expresión propia y su contraparte enajenada. Es el tiempo propio, en este caso, el que se encima a la nada de la alienación, cuando los cuerpos se enfrentan despojados para unirse desprendiéndose del tic tac de las máquinas.

El hombre, la especie en la historia, su pequeñez infinita, su ignorancia suprema, su accionar ínfimo en los mecanismos de la vida y sus órdenes son parte del blanco de esta búsqueda. Entonces aparece la escritura, como ruido o sostén, como asilo de lo extraordinario o anclaje de algún exilio. La queja aparece cuando la lengua propia es incapaz de hallar su comunión con lo real: “Pero no hay cómo lidiar con lo que pasa/ el poema es un ruido insuficiente”. El hacedor reconoce sus límites: “Voy a dejar este poema acá/porque la mano se me enredó/ en lo que expulsa el río”.

Qué hace la luz con las cosas, se pregunta el poeta. Y es capaz de adentrarse en la caída de ésta sobre la materia. De sentir como ella. De ser ella. Y deviene. Fenómeno del fuego. Incandescencia divina. Iluminación cuyo trabajo no es otro que el de escoger y dar lumbre a aquello que se quiere, caprichosa, involuntariamente, destacar.  

Un meteoro es, al fin y al cabo, una imprecisión, una señal entre la incertidumbre del cielo. López logra moverse en la atmósfera como poeta del aire y de la luz. Reconoce tanto “el aire atravesado de mundos infinitos”, como “la angurria del aire y sus múltiples sistemas”. Es testigo López. Y artesano. Canta aquello que, en lo inestable, trasciende, marca y sella con fuego la memoria, pero, también, los cuerpos en los que la misma memoria se asila y resguarda. La paradoja es la permanencia del canto más allá de los cuerpos y su degradación. Su viaje desde la entraña de la percepción hacia el otre. 

En medio del cielo, azaroso, viaja la verdad encriptada, parece tararearnos, como un niño cauteloso y atrevido, este poemario. Y nos invita, insistente, a adivinarla.  

 

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