“Rugidos del mar pasado”, por Sandra Gasparini

 La caracola, de Graciela Batticuore. Buenos Aires, Conejos, 2021, 178 págs.


La rebeldía comienza en la lengua y Nina lo sabe bien: “Yo me guardaba bien de hablar la lengua de mis padres. O tal vez tendría que decir de mi mamá, porque ella era la soberana”. Con esta decisión, la protagonista de La caracola, la segunda novela (integrante de una anunciada trilogía) de Graciela Batticuore, se construye una identidad, a la vez enfrentada al mundo materno e integrada díscolamente en las severas formas del afecto que asfixia y cobija. Si en Marea (2019) la memoria hace pie en algunos episodios de la infancia de Nina –se ancla principalmente en el presente, de cara a la niñez de Julia, su hija, y en su peculiar relación afectiva con M., caracterizada por la variedad de escenarios y países lejanos desde los que llegan los mensajes por celular–, en La caracola esa temporalidad espiralada fluye desde la exploración de la propia infancia. El pasado no tan lejano con H., ex pareja que en el texto anterior juega también el papel de hijo, queda en segundo plano ya. La actriz exitosa en la que se ha convertido Nina está en todos los juegos, los simulacros y los deseos de aquel primer tiempo, contenido en la caracola que M. le regala y escande la narración.
La escena de escritura de Marea está espejada en esta novela, que se plantea como anterior. Anunciada como al descuido, La caracola emerge en la mención de lo idéntico, lo coincidente, lo duplicado: “Ahora mismo escribe ella en su notebook (…) (la escena es idéntica al día en que empezó a escribir La caracola, hace varios años atrás” (p. 71). Con este segundo libro –en cuanto al orden de publicación–, Batticuore se posiciona más atrás en el tiempo en la memoria de Nina: la infancia es un lugar, una casa, un conjunto de sociabilidades vinculadas a la comunidad de italianos emigrados de la Segunda Guerra Mundial; es una afectividad endogámica que busca un resquicio por el que escaparse.
Un mundo de mujeres se teje alrededor de la protagonista y de su madre: la hermana mayor, que le dará una sobrina con quien jugar y ensayarse frente al mundo, su amiga Sandra, Gabriela –hija de una pareja que frecuentaba a sus padres–, las primas, las mayores de la familia, que circulan en relatos ultramarinos y fotos. Como un universo paralelo, el de los hombres, el del padre: el de “la calle”, a la que su progenitora le rehúye y que por eso misma ella desea. En la casa de Santita, la vecina, hay libros, ausentes en el hogar de Nina. Y esos libros se roban, se apropian: la ladrona será puesta al descubierto pero la iniciación está en marcha y es imparable. Es un modo en el que Nina reescribe una de las máximas de su padre: “hay que hacer lo que hay que hacer”.
La caracola narra una búsqueda, una sed, la de encontrarse en la escritura en otra lengua que no es la materna (un italiano salpicado de localismos que lo opacan), sino la del afuera (que aprende en la escuela), pero también la de lo íntimo. En reflexiones constantes sobre cómo escribir(se), Nina ya se preguntaba, como Batticuore, en Marea, por qué no descorrer el velo de la ficción y hacer emerger lo autobiográfico: de “las gradaciones del yo” surge la magia de la escritura. Y esa es la magia de esta novela, ordenar los recuerdos desordenados en el texto que se teje en primera persona, que luego se discontinúa en la temporalidad intermitente del “Diario de Nina” (“las poses actuales del yo”) y se fragmenta en “Stellaria solaris (las escrituras)”, segunda y tercera parte del libro. Las formas helicoidales del caracol y del oído, apunta Nina, remiten a los ecos y a las resonancias, a los sedimentos de la escritura, a los materiales con los que se monta una identidad. En el último tramo, la narración fluye y se entrecorta en el relato de sueños y en la selección de imágenes sedimentarias que parecen volverse un comienzo, se vierte hacia un pasado reconstruido en la historia de una foto familiar. Otra vez dos mujeres, un despojo de disfraces, y el mar crudo y salino que las envuelve como signo de futuro y tribulaciones.
Batticuore combina en La caracola sus preocupaciones ensayísticas sobre intimidad, autobiografía y género –que ha distribuido en numerosas y valiosas publicaciones sobre escritoras (y lectoras) argentinas como Juana Manuela Gorriti, Mariquita Sánchez de Thompson y Eduarda Mansilla, entre otras– con una historia potente sobre abrirse paso entre los ancestros textuales y biológicos, y logra una escritura de una gran luminosidad y equilibrio.

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