“Ida, terruño y reencuentro” por Analía de la Fuente


Quebrada, de Mariana Travacio. Buenos Aires, Tusquets, 178 págs.



Quebrada es una novela, el fluir de la conciencia de algunos de sus personajes, pero, sobre todo, un tejido de múltiples capas en el que las voces, una vez superpuestas, permiten armar el rompecabezas de sus destinos. Es, a su vez, el adjetivo que guarda en su polisemia el movimiento en tándem de una geografía que encapsula y de su palimpsesto coral. El canto es allí réquiem y memoria, memoria y escarpado presente. El adjetivo que titula el libro nombra de algún modo el encuentro (y el choque) entre el relieve y la voz, entre la voz y las vivencias. Hablamos de un sitio en el que nada pasa. Hablamos de aridez, de altura, de un estrecho valle rodeado de Gigantes: las montañas encajonan la hondonada y la acorralan con cercos de soledad y sequía, distancia y silencio. Habrá que enfrentar esas moles para tramar una historia. Por último, el adjetivo alude también al cordón umbilical de algunos de sus personajes, al lazo primigenio del que proceden. Leer será una secuencia de ecos que viajan cuerpoadentro desplazándose hacia tiempos lejanos y porvenires inciertos. Profundizar en la lectura, una odisea desde la zona identitaria de lo propio hacia el misterio donde el deseo, la decisión y la errancia se entrecruzan.

Sendas poetas preceden las historias que componen el libro. Alfonsina Storni y Sophia de Mello Breyner. Su hallazgo no es fortuito. Ambas hablan del desierto, del no lugar, del cuerpo. Sus versos sintetizan y alumbran algo del vínculo hostil que puede darse entre el hábitat y los seres que lo sobreviven, como si lo cotidiano fuera, en ocasiones, una guerra en tiempo real. Y ellas, sus nombres, nos llevan instantáneamente al territorio del poema. Al sentido quebrado gracias al trabajo del canto y al ritmo como compañía necesaria para subsistir. De este modo, Mariana Travacio enmarca su historia en la de la poesía, comparte con los lectores esa suerte de filiación literaria que puede apreciarse de inmediato en su escritura. Quebrada se destaca por el trabajo incansable de su cadencia. Cada voz es el espacio que la contiene. La geografía es una caja de resonancia como lo es el cuerpo humano que la atraviesa. La producción de sentido fluye en los personajes entre pausas continuas y necesarias, las mismas pausas a las que obliga un largo camino de pendiente. En cada crónica (en cada epístola en medio del silencio) de la trinidad tonal que compone este coro nos enfrentaremos a las condiciones materiales de sus vidas. Son tres los narradores a cargo y, para cada uno, el tempo será una expresión primordial.

Es difícil avanzar en el páramo sin detenernos en la latencia de las subjetividades a medida que estas cruzan su enunciación: en el primer relato las voces de Lina y de Relicario −mujer que migra de la adversidad vernácula y doméstica, marido que permanece en su comarca para velar por sus muertos−se van dando paso como en una danza sosegada y tenaz, como el aquí y el ahora de dos que se alejan y en ese alejarse no logran sino la añoranza del reencuentro. En la contraparte, como revés del tapiz, estará Rulfino: un joven sobreviviente de una retahíla de infiernos personales cuya historia va a develarnos pormenores sobre una primera migración, la del Tala y Camilo, hijo y hermano de Lina Ramos.

Lina, mujer ya madura, deviene sujeto de su propia historia gracias a la decisión de alejarse. Relicario se abraza a su tierra como un Atlas que cubre en vez de sostener, y envuelve a sus muertos con devoción, es la piedad de la sangre por la sangre, el respeto a los lares: tanto se aboca a ellos que es capaz de ofrecérnoslos vivos, en el acto de hablarles los hospeda en su presente y en el nuestro.

Desposeída como está, Lina encarna la versión femenina de la ida: si Fierro decide cruzar la frontera, si elige su voluntad antes que dejarse cooptar por una lucha que no lo representa, en Lina Ramos atestiguamos la obstinación del deseo de partir porque en su tierra “solo crecen yuyos tristes, llenos de espinas que arañan el viento”. Entonces pide a su marido por la partida, pronuncia su ansia, insiste. Ante la negativa (él es incapaz, dijimos, de dejar a sus muertos al abrigo de la intemperie y el olvido), deja su rancho para buscar el mar. El primer relato es también su doblez, un diálogo en ausencia que se transforma en el monólogo de quienes se han separado: capítulo a capítulo avanzamos en un vaivén entre el ir y el permanecer de dos que han sido familia y entre quienes la distancia se hace cuerpo, pensar y palabra. La soledad del marido torna narrable aquello que era silencio. Y todo acontece para ambos. Si Relicario es, como Antígona o como Eneas, el héroe ético dispuesto a soportarlo todo para defender su fe; Lina será la heroína lúcida de su deseo, suerte de Casandra de su entendimiento más íntimo. Si él es el héroe pío de sus muertos, ella será quien vele por el encuentro con sus vivos. El hijo de ambos ha migrado hace catorce años y nunca más han sabido de él. La decisión de Lina hace eco y quiebra la fe de Relicario: porque su hombre vende todo para ir a buscarla, deja el rancho y esa nada que tienen, pero se lleva consigo, y con el burro que le dan como parte de pago, a sus padres. Con Relicario y su ida (que es la de Lina, y es también la del Tala y la de tantos más: ábside de una diáspora obligada) hallaremos algunos de los mejores momentos de la novela: sus diálogos con padre y madre, y su vínculo con Jumento (el burro que carga los restos sagrados de su linaje), son capaces de dar imagen a la ternura.

La novela de Mariana Travacio trabaja zonas sutiles de la velocidad de las cosas, excava en los sentidos de la migración y sus hallazgos, va del todo a la nada en el efecto de oralidad de sus personajes: porque Lina, Relicario y Rulfino nos hablan bajo, saboreando las pausas, sabiendo que la palabra necesita un ritmo prudente para esbozar aquello que el sentido muchas veces desconoce y que solo podremos entender a través de la música.

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