“Siniestro souvenir: crónica del robo de las manos del General Perón” por Jimena Néspolo
Hace un tiempo me compré una bicicleta de paseo. Roja, con una canastita delante: una bicicleta muy de señora burguesa con la que iba de aquí para allá. Fue en una visita a la casa de mis padres donde recordé una escena venida del fondo de los tiempos. Con un pie en la tierra y otro apoyado en el improvisado palenque que separa las rústicas baldosas del camino, ahí estaba yo, en mi bicicleta frente a la casa de mi infancia, cuando se me vino Jimmy a la cabeza. Es sábado, seguramente, porque estamos todos en casa; me veo a mí y a mis hermanos en el linde entre la infancia y la adolescencia asistiendo a la escena, para nada extraordinaria, de que Jimmy y Marilé caigan en casa sin avisar. Lo que sí es extraordinario e imanta nuestra atención es que Jimmy saca de la canasta de su bicicleta de paseo, de tipo inglesa de color negro, una pequeña arma, que cabe en la palma de la mano, oculta entre alguna prenda y, en el mismo tono afable con el que suele conversar con mi viejo, cuenta que está amenazado de muerte.
Esa fue la última vez que vi a Jaime Far Suau, el juez que llevaba la causa del robo de las manos de Juan Domingo Perón. Parecerá incleíble pero recién mucho tiempo después, logré unir al Jimmy de mi infancia que me regaló una camiseta de fútbol de Ferrocarril Oeste con aquella misteriosa causa que conmocionó a Argentina. Durante años, cuando salía la conversación mi viejo cambiaba de tema. Ahora veo y escucho a Jimmy otra vez hablar, en la serie documental Hermes Iai y los 13. El robo de las manos de Perón, dirigida por Juan Fernández Gebauer y Laura Durán, que la plataforma Flow acaba de estrenar, y me pregunto por qué extraño esoterismo esta historia vuelve regularmente a mí.
La profanación
La profanación del cadáver de Perón se produjo durante la presidencia radical de Raúl Alfonsín, en junio de 1987, en plena campaña electoral que terminó llevando al peronismo a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, con Antonio Cafiero al frente. Con su viuda María Estela Martínez de Perón residiendo en España, el asalto a la tumba del tres veces presidente constitucional argentino y la demanda de un rescate de ocho millones de dólares por sus manos no sólo conmocionó al país sino también a la prensa internacional. Muchos recordaron la temprana advertencia realizada por Winston Churchill, frente a la Cámara de los Comunes, cuando el cadáver de Eva Perón, profanado y desaparecido por los golpistas de la Revolución Fusiladora de 1955 empezaba su largo exilio: “La caída del tirano Perón en Argentina es la mejor reparación al orgullo del Imperio y tiene para mí tanta importancia como la victoria de la Segunda Guerra Mundial, y las fuerzas del Imperio inglés no le darán tregua, cuartel ni descanso (a Perón) en vida ni tampoco después de muerto”.
El líder justicialista murió el 1° de julio de 1974, durante su tercera presidencia, a raíz de un infarto. Lo sucedió su vicepresidenta y viuda, apodada “Isabel” Martínez de Perón, quien hizo construir un templo en la quinta presidencial de Olivos para albergar al cuerpo del general. Posteriormente, la dictadura de Jorge Rafael Videla ordenó el traslado de los restos al cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires. El 26 de junio de 1987, tres altos dirigentes peronistas (Carlos Grosso, en ese entonces titular del Partido Justicialista porteño; Vicente Saadi, dirigente del PJ a nivel nacional y exsenador de la República; y Saúl Ubaldini, secretario general de la Confederación General del Trabajo) recibieron una carta mecanografiada –bajo la firma de “Hermes IAI y los 13”– donde se informaba la profanación de la tumba y se exigía el pago de un rescate por una supuesta deuda del exmandatario. La causa cayó en el juzgado de Jaime Far Suau quien, al inspeccionar el mausoleo en compañía de dos efectivos policiales y peritos, corroboró que la mano derecha había sido cortada a la altura de la muñeca y la mano izquierda a la altura del antebrazo, y que faltaba además del sable un poema manuscrito dejado por su viuda.
El caso conmocionó al país y ganó difusión en los medios del mundo; con el correr de los días, se multiplicaron las hipótesis desplegadas. Junto a la ola de atentados con explosivos a locales partidarios y personalidades políticas, la profanación agudizó el enfrentamiento entre el gobierno radical y la oposición, y aceleró la caída de Raúl Alfonsín. En lo cultural, generó terror, abonó el relato necromaníaco antiperonista y colaboró a crear un clima de tensión interna, similar al que la extremaderecha desplegaba por aquel entonces en otros países.
Perros muertos que hablan
¿Por qué recuerdo tanto a Jimmy en los últimos tiempos? Desde el 10 de diciembre de 2023 tenemos un presidente que habla con su perro muerto y recibe mensajes del mundo extraterrenal para gobernar. También tenemos una ex presidente que fue víctima de un atentado del que dice haberse salvado gracias a Dios y a la Virgen, que impidieron que la bala asesina saliera disparada del arma. Quizá Jimmy me esté enviando mensajes del más allá. Es una posibilidad, pienso. Estamos en la Argentina del siglo 21: la sensatez y el sentido común han sido derrotados.
Es domingo y no puedo dormir bien desde hace días. Me despierto en la madrugada con escenas de infancia extrañamente olvidadas. Tengo demasiadas preguntas y una necesidad imperiosa de confrontar mis recuerdos infantiles. Así que voy a la casa de mis padres.
¿Cómo fue que conocieron a Jaime Far Suau? Estamos sentados en la galería, una brisa fresca surca el aire aunque sea la hora en que el sol alcanza su cenit. Las regulares lluvias tornan benévolo al verano.
–Por los dóbermans –dice Pepe–. Sería a fines de los 70… teníamos el criadero con el cartel en la ruta y él se detuvo, quería hacer servir a su perra.
Cuando mis viejos se vinieron a instalar a la granja de Pilar, en la provincia de Buenos Aires, acaecido el Golpe de Estado de 1976, se trajeron al Artus y a la Sise: con esa primera pareja de dóbermans empezó el criadero. Recuerdo estar todo el tiempo rodeada de perros, los que criábamos y vendíamos, más los que dejaban en la guardería. Porque la granja también alojaba a animales de distintas razas que quedaban atados en algún frutal, a la espera de que sus dueños vinieran a buscarlos.
–Después, cuando la perra de Jimmy tuvo sus cachorros, yo fui a su casa a cortarles la cola… La perra se puso loca y me mordió. Qué se yo, nos hicimos amigos.
El proceso de cortarle la cola a los dóbermans lo conozco bien. Pepe hacía que nosotros se los sostuviéramos mientras daba el golpe seco con una gran cuchilla y la cola caía al piso, como una lombriz inservible, cipaya de su especie, incapaz de regenerarse. Entonces, con otro cuchillo que mantenía al rojo vivo sobre la hornalla de la cocina, le cauterizaba la herida al perrito mientras chillaba a más no poder. El proceso debía hacerse a las pocas semanas de nacer, porque luego era más doloroso y la capacidad de manipulación del animal se complicaba. Vendía los cachorros con la cola cortada. De cortarle las orejas, a fin de que quedaran en punta, en ese estado de alerta permanente que es característico de la raza, debía hacerse cargo el nuevo dueño, porque se realizaba cuando el animal ya había alcanzado su máximo crecimiento. El criadero de dóbermans de mi viejo llegó a ser bastante conocido en la zona y funcionó desde que nos mudamos hasta bien entrada la década de 1980.
| Estamos en la Argentina del siglo 21: la sensatez y el sentido común han sido derrotados |
Pero no he venido hasta aquí para hablar de perros, así que les pregunto cúando fue la última vez que vieron a Jimmy. –Vino a saludar –dice Alicia–. Se estaba por ir al sur, dijo que estaba amenazado. Tenía custodía y…
–Jimmy tenía el teléfono conectado directamente a la comisaría –inturrempe mi viejo–, a tal punto lo tenían amenazado. Lo mataron, sí… Pero esa vez nos lo dijo bien claro: ustedes no me conocen, no saben nada, no vieron nada.
Es el año 1988. Se casa mi hermana: en el pequeño festejo que armaron mis viejos estaba Marilé, con noticias y saludos de Jimmy que se encontraba de viaje. Confrontando la cronología del caso con el diario familiar, observo que para ese entonces el Juez se entrevistaba con Isabel Martínez de Perón, en Madrid. Ahí está la foto, en el documental, que lo muestra bajo un sol meridiano, junto a la viuda y el comisario Zunino. De la información recogida en esas entrevistas, poco y nada pudo sumar a la causa. A partir de entonces, todo se acelera, se empantana, se descompone.
El 22 de noviembre de ese año, Jimmy encuentra la muerte en la ruta junto a Susana Guaita; los acompañaba el hijo quien era entonces su pareja que resulta gravemente herido.
Pero, ¿será posible que mis viejos estén mezclando recuerdos, con cosas vistas, oídas o sabidas luego? Cuando murió yo tenía quince años. Todas las vivencias de entonces forman una masa confusa, indiferenciada, extrema. Le pregunto a mis viejos si fueron al sepelio.
–Claro –dice Pepe–. Lo velaron a cajón cerrado, en el departamento que tenían en pleno Belgrano R, sobre la calle Zapiola.
Tengo imágenes de ese departamento, aunque no haya ido al velorio. ¿Cómo puede ser? La pregunta viene rondándome desde hace rato, porque adonde solíamos ir era a la quinta de Pilar, en la que pasaban los fines de semana.
–Fue cuando fuimos a ver la muestra de caballos andaluces en la Rural –dice Pepe y se le ilumina el rostro, en una sonrisa que se obstina en quedar un rato, atrás del humo del cigarrillo–. Nos amontonamos en el auto y después fuimos a comer al departamento.
Quisiera ahuecar mi memoria en busca de ese paseo, pero me resulta imposible, debería ser muy chica. Recuerdo, más bien, el clima afable de ese departamento, una luz tenue de la que emana una sensación de protección y bienestar.
–En esa época teníamos la camioneta –agrega mi madre–. Nos vino a buscar porque en la Ford no entrábamos todos. Hicimos el paseo, comimos en su casa y después nos trajo. ¡Jimmy era así!
La investigación
Sucede con aquellas personas que conocemos de cerca y luego la figura pública nos muestra otro rostro. Sentimos que aquella imagen resulta escueta, apocada, que no da cuenta de la intensidad de esa vida. El documental no es sobre Far Suau, desde luego, es sobre la profanación del cuerpo de un líder político. Pero al finalizar los cuatro capítulos, correctamente documentados, donde el material cinematográfico de archivo se luce junto al testimonio de diversos especialistas (el historiador Luis Alberto Romero, la antropóloga Irina Podgorny y un puñado de periodistas y juristas prestigiados), se impone la pregunta sobre esas muertes que rodearon la investigación y el deseo de mantener vivo el recuerdo.
Al momento, hay dos investigaciones importantes dedicadas al caso: La profanación. El robo de las manos de Perón, el secreto mejor guardado de la Argentina, de Claudio Negrete y Juan Carlos Iglesias, publicado en 2002 y reeditado en 2017. La otra pesquisa de fuste es la que realizaron David Cox y Damián Nabot en sucesivos libros: Perón, la otra muerte. El robo de las manos del General (1997) y La segunda muerte. Quiénes, cómo y por qué robaron las manos de Perón, publicado en 2006. El documental se nutre de estas dos investigaciones, aunque sólo sume los testimonios de Nabot y de Cox. Si bien Hermes Iai y los 13 no tiene la estructura de thriller político, el balance final de los materiales presentados se inclina por la resolución que estos periodistas aportan: la profanación habría sido parte de una venganza de la logia masónica Propaganda Due, liderada por Licio Gelli, quien le habría facilitado fondos y relaciones a Perón, en ocasión de su regreso a la Argentina, a cambio de una bolsa de negocios que resultó impaga. En suma, al apelar al hermetismo para explicar el hurto como parte de un crimen ritual se desdibuja la otra línea investigativa que mantienen Negrete e Iglesias en su libro, que propone –más bien– detenerse en los vínculos locales, las múltiples estructuras mafiosas asociadas a sectores de la política y de inteligencia del Estado, que posibilitaron el crimen y aseguraron la impunidad.
El documental se desarrolla al ritmo de cómo se fue sucediendo la investigación de Far Suau, apelando a la profusa cobertura televisiva que tuvo el caso. Las imágenes de archivo y los testimonios convocados se disponen al ritmo de cómo se fueron desplegando las distintas líneas de una pesquisa que desplegó hipótesis de todo tipo: desde extraños ritos esotéricos, a un plan para acceder a una caja fuerte en Suiza donde –supuestamente– Perón había acopiado su fortuna, la presión por parte de facciones del ejército ligadas a la dictadura para que cesaran los Juicios que se estaban desarrollando (en el marco del NUNCA MÁS), mensajes mafiosos de la poderosa logia italiana Propaganda Due, y el accionar de servicios de inteligencia internos actuando bajo las órdenes de la CIA a fin de horadar la incipiente democracia argentina.
Jimmy debió soportar presiones políticas, amenazas, ataques y jurys, hasta que, diecisiete meses después de sucedida la profanación, su auto sufrió un atentado en la ruta que le costó la vida. Pocos días antes, el comisario Carlos Zunino, su mano derecha en la investigación, recibía un balazo en la cabeza; y pocos días después del atentado a Far Suau, el jefe de policía comisario Eduardo Pirker, moría en su despacho, por supuestas causas naturales, pero desaparecía también el contenido de su caja fuerte. Un sepulturero de la Chacarita y una señora que le llevaba diariamente flores a la tumba del General Perón, que vieron y denunciaron extraños movimientos en el panteón, fueron cruelmente asesinados. Del otro lado del Atlántico, en Madrid, donde se hallaba instalada la viuda del exmandatario, se producía otro atentado de carácter mafioso y con alusiones esotéricas: el saqueo de la quinta y el cercenamiento de las manos de todas las imágenes crísticas de la vivienda, mientras que a las imágenes de la Virgen María le cortan los pechos, tal y como hicieran con el cadáver de Eva Perón. Pechos y manos, identificados como el vértice del poder peronista, en la comunicación y contrucción de autoridad del líder con su pueblo, y en la capacidad del movimiento para generar beneficios a las masas trabajadoras, son los blancos a atacar.
Luego de la Ley de Punto Final, que ponía coto a los Juicios y liberaba a los a los genocidas, la causa es cerrada. Recién en 1994, un exsecretario de Far Suau, devenido juez, la vuelve a abrir. De haber aparecido los culpables o, cuanto menos, los trozos del General seccionados, el caso podría haber pasado a engrosar la lista de excentricidades gore argentas. Pero eso no ha sucedido: las manos de Perón no han aparecido, los responsables de la profanación no han sido juzgados. Las muertes que rodean a este caso siguen impunes.
Imágenes de piedra
Ahora veo, en el documental Hermes Iai y los 13, a Agustín Far Suau hablar de su padre: trata de no quebrarse. Entre las fotos que el exacto montaje va mechando en el recuerdo, hay una de Jimmy al volante de ese estrafalario auto que se había armado, rodeado de chicos, entre los cuales identifico a mi hermano.
–Una vez me vino a buscar al colegio en el arenero –cuenta mi madre– y se paseó, así pintón como era, de aquí para allá. Estaban todos los pendejos a la salida de la escuela alrededor del auto ese, y yo lo despaché porque todavía tenía que trabajar otro turno. Después me la pasé explicando no sé cuánto tiempo que era un amigo de la familia…
Tengo muy fresca en mi memoria la imagen de ese arenero, tipo buggy. Me recuerdo subida atrás junto a una montonera de chicos, después de estar toda la tarde en la pileta, con Jimmy al volante y mi viejo al lado, yendo quién sabe adónde. Alicia y Pepe están sentados frente a mí, bajo el tinglado de chapa de la galería. Algo de lo que fueron a la edad que yo tengo ahora se deja entrever, para componer el puzzle de esos años.
Hay un lazo invisible que nos une a las personas que conocimos y tratamos, que no se debilita con los años, más bien se retuerce o se tensiona, proyectando nuestro presente hacia un pasado al que sólo podemos asomarnos como si fuéramos espectadores de un teatro de sombras. Ajenos al espectáculo de quienes fuimos, vemos el juego de la luz a la distancia, en continua sucesión de capas que el tiempo vuelve más fascinantes cuanto más ajenas. De pronto, en el documental, veo asomar al Jimmy que conocimos; algo risueño y lanzado interrumpe al periodista que lo interpela a la salida del Palacio de Tribunales. Quiere reírse, pero se contiene. Esta causa es absurda y siniestra; lo sospecha, lo sabe. Lo que no sabe es que a partir de su muerte habrán de sucederse, en Argentina, una ristra de causas políticas irresueltas.
Ahora lo veo sentado bajo la mora gigante que estaba frente a la entrada de la casa de mis viejos. Tengo entre ocho o nueve años, están las dos familias reunidas y Jimmy me llama aparte. Me invita a irme de vacaciones con ellos a la playa. Mi madre pone el grito en el cielo. Debo haber llorado de indignación, ante el increíble plan que de pronto se me escurría de las manos; el sueño de la niña gótica y peliculera que yo era: tener una familia de reemplazo, que me llevaba a conocer el mar y que tenía ojos sólo para mí.
–Jimmy fue quien les regaló las bicicletas –agrega mi madre, interrumpiendo mis recuerdos. Ella no sabe que estoy escribiendo esta crónica que empieza con una escena sobre ruedas; pero cual Medusa que de pronto hace bailar frente a mí las serpientes de la memoria no va a parar hasta dejarme de piedra. Las bicicletas fueron “el” regalo de nuestra infancia y cayeron en Navidad: una verde y otra naranja, con la que mis hermanos y yo aprendimos a andar.
Hermosa crónica de esos momentos en que, sin darnos cuenta, nuestra historia doméstica, personal, se cruza con la Historia sin que nos demos cuenta. Tomamos conciencia cuando, como la autora ahora, somos adultos y nos damos vuelta a observar o un acontecimiento como este documental nos obliga a detenernos y hacemos ese fantástico "click".
ResponderEliminarExcelente, voy a buscar el documental
ResponderEliminar