“El atajo I. A propósito de las letras y las armas” por Florencia Eva González
El 22 de junio se cumplen 4 años de la muerte de mi padre, Horacio González.
Los aniversarios necesariamente predisponen al recuerdo. Se ha escrito mucho sobre su figura, se han analizado sus libros, se repiten frases que se le atribuyen y lo califican con adjetivos superlativos que no puedo ni me corresponde sopesar. Otras personas, en tono más ìntimo, me hacen saber que sigue presente en sus recuerdos por alguna anécdota que llega a la Fundación [1] que lleva su nombre.
En este marco se abre mi propio recuerdo.
Una día después de dejarlo en Chacarita, mi padre se presenta en un sueño y me habla del Eternauta. Estaba sentado en un sillón con una camisa blanca, jeans y una campera marrón de gamuza tal cual usaba en los años 90, cuando rondaba por la calle Marcelo T., en el bastión del aula 310 de Sociales, en su ejercicio estelar como profesor de la carrera de Sociología. En los pasillos humeantes por el cigarrillo o en las escaleras de esa antigua maternidad devenida Facultad, se escuchaba su nombre y sus originales clases.
En el sueño, lo miraba mientras de sus palabras salía un subtitulado en español, como si estuviera en la televisión o se expresara en otro idioma. Pienso mientras sigue el sueño que su aparición nocturna se asemeja a la de Juan Salvo cuando se corporiza frente a Oesterheld, en las primeras páginas de la historieta. Los pensamientos se entremezclan con sus palabras y me dice que le parece “una obra increíble”, que “en esa obra está dios”, y acota como quien pensó en eso muchas veces: “no me había dado cuenta”. Me desperté y escribí estas mismas líneas pensando que nunca lo había escuchado hablar de dios, ni siquiera recuerdo que pronunciara ese vocablo de manera significativa, ni de ninguna otra. Dios. Entonces entendí que había nacido un padre en mí que decía cosas que nunca me había dicho.
Es coherente que ante un paisaje apocalíptico de nieve mortífera mundial se invoque a dios, cosa que no sucede en la historieta ni existe alusión en ninguno de sus personajes aunque más no sea para maldecirlo. Pero sí en un capítulo de la serie, cuando los cascarudos ーmonstruos torpes y enajenadosー invaden una iglesia que sirve de último refugio. Envuelta en fuego igual que sus crucifijos, mientras las imágenes de los santos se desploman, surge el amparo de una voz. Es Mercedes Sosa jurando en la Misa Criolla que “cree en dios” y recordando que, hasta al más agnóstico de este mundo, lo asisten las más variadas de las creencias.
El recuerdo de la aparición me lleva a Oesterheld, quien se piensa como personaje de su propia historia. Era evidente que debía ser dibujado y así lo hicieron sus dibujantes. Solano López, el más evidente, con formas algo geométricas que conseguían ser tiernas, y Alberto Breccia, con figuras un tanto esperpénticas, sometidas a detalles tétricos que no escondían cierta ironía.
Juan Salvo, el Eternauta, se le aparece en una noche fría; ante sus ojos se corporiza en una silla frente a su escritorio, presentándose como una aparición justamente a él, al guionista de la historieta que está desaparecido, junto a otros integrantes de su familia.
La serie ーpor ahora, en la primer temporadaー no presenta a ningún Oesterheld, pieza fundamental pues es quien descubre la desincronización de tiempos cuando el Eternauta, luego de contarle su historia, se retira tal cual vino y el guionista se queda solo, frente a la silla vacía, y con la historia de una nieve mortífera e invasión, ocurrida en 1963.
“Pero estamos en 1959. ¿Entonces la catástrofe aún no sucedió? ¿Será posible?”
La edición de la historieta se multiplica y, en 1976, se publica su última obra antes de ser detenido-desaparecido por la dictadura cívico-militar argentina: El Eternauta II. Para entonces, Oesterheld estaba en la clandestinidad, militando en Montoneros.
La segunda parte comienza con las mismas preguntas que terminó la primera.
| “¿Es una alucinación o me volví loco? ¿Cómo todo puede desvanecerse en tan poco tiempo? ¿Es real lo que estamos viviendo?” |
Con el relato que le acaba de contar el Eternauta en la cabeza, decide ir a la casa de Juan Salvo a aclarar la situación aunque lo tomen por loco. La casa queda a pocas cuadras. Llega caminando y Juan Salvo lo recibe, pero lo desconoce. Es viernes de truco y también se encuentran Favalli, Elena, Martita, Lucas, Polsky. Los reconoce a todos. Amablemente lo intentan convencer que su historia es imposible, pero ahí está Favalli, el físico, para recordar que el tiempo no fluye de manera regular y que posiblemente haya entrado en un continuum del espacio. Virtualidades, tiempos paralelos. Las visiones de futuro características del protagonista ahora son las del guionista que en 1957 ve publicarse varias veces la historia que le contó el Eternauta, la última vez en 1976.
Logran convencerlo de que todo es una confusión, un mal sueño. Lo invitan a jugar al truco, la escuela tramoyista argentina, y con 33 de mano y el ancho en la primera vuelta suspira por primera vez tranquilo, pero mira por la ventana y un bola luminosa cruza el cielo. Sobreviene inmediatamente la memoria de la nevada. Juan Salvo en ese mismo instante también recuerda y exclama: Esto es peor. ¡Mucho peor!
¿Qué podría ser peor?
Al segundo lo comprendemos. Lo que nunca pensamos que podía pasar, pasa; lo que no podía estar destruido, lo está; la historia que parecía terminar, recién está comenzando: la “Resistencia” vuelve a activarse.
En el remolino de los tiempos por donde navega el Eternauta, en un abrir y cerrar de ojos, el paisaje queda completamente arrasado. Una vez más, la catástrofe no se vio venir. Solamente la casa de Juan Salvo ー¿el nombre es destino?ー, que se transforma nuevamente en El Eternauta, se mantiene en pie como una isla en medio del océano, y en ella, quedan Juan Salvo, Elena, Martita, y… Oesterheld.
Otra vez, salen de la casa a indagar ese nuevo mundo devastado, el Eternauta junto con el guionista, devenido ahora no sólo en quien escucha una historia sino en un activo personaje en el nuevo panorama. Allí descubren animales superpoderosos por los efectos de la radiación, un Gurbo perdido y al “pueblo de las cuevas”, con los que organizan la resistencia. ¿Estamos en el año 1957? Quizá sea 1976, el año 510, el 2000 también, o en la danza temporal, un 2100, exhibiendo la arbitrariedad de su número redondo.
En el transcurso de la segunda parte de la historieta, Oesterheld vive y reflexiona a su paso, como personaje, lo que apenas unos meses después sentirá en carne propia: la posibilidad de que estén todos muertos.
Desaparecido el 27 de abril de 1977, nunca más se supo de él ni de sus cuatro hijas, dos embarazadas: Diana, Beatriz, Estela y Marina, y sus maridos. La única sobreviviente fue Elsa Sánchez, esposa de Héctor. Después del secuestro de toda su familia, se unió a Abuelas de Plaza de Mayo para continuar su búsqueda por Memoria, Verdad y Justicia. Murió en 2015, a los 90 años. Poco antes, junto a sus nietos Martín Mórtola Oesterheld ーcoproductor de la serie y responsable de que se filmara en Argentinaー y Fernando Araldi, donó a la Biblioteca Nacional, cuando HG era director, una valija con textos manuscritos y proyectos de su marido.
Juan Salvo esta vez se comporta como un líder de una agrupación guerrillera. Sus decisiones y sus razonamientos responden a lógicas que tienen que ver con el sacrificio de unos para salvar a las mayorías, al funcionamiento de las vanguardias como carnada y a no dudar en matar o morir. El personaje ha crecido en su convicción y no vacila en actuar en pos de la organización, más allá de que implique arriesgar a otros e incluso dejarlos morir, incluyendo a Elena y Martita, si está en juego la victoria final contra el invasor. Oesterheld, igual que el propio Eternauta, ha adquirido una fuerte conciencia política. Esa mística retorna con más fuerza para encarnar la liberación y echar a los “Ellos”, que sojuzgan a la Tierra hace 200 años. Los invasores superan ampliamente en número, armamento y técnica al “pueblo de las cuevas”. Pero Juan Salvo tiene una idea: organizarse militarmente. La casa solitaria en medio de la nada, teletransportada junto con los personajes sobrevivientes desde el pasado, contiene un tesoro: libros, guías con direcciones y viejos planos de la ciudad. Con esos datos, podrán buscar en los sótanos, insumos para hacer armas, instrucciones para construir máquinas que puedan ser útiles. La Resistencia se organiza en torno a antiguos rastros que conducen a arsenales y bibliotecas. Guerra y libros; las letras y las armas. Esa búsqueda resulta un gesto analógico que los podría llevar al triunfo.
En el juego del tiempo circular, el destino existe pero es un no saber.
Para atrás, un expendio de hechos que no podrían haberse producido por fuera de la voluntad social, en parte o en su todo, para que las dotes de la imaginación hagan nuevamente su trabajo hacia algún lado.
Las pruebas contrafácticas son imposibles.
Es imposible imaginar ーni lo queremosー nuestra historia sin combate, sin libros ni “resistencias". No son solo los combates del Eternauta, el de River Plate o el de General Paz. El tema asedia porque la imaginación existe para reunir en su nuevo capricho a los acontecimientos que parecen tranquilamente alojados en bóvedas diferentes.
En toda sociedad hay herencias activas que no se imponen como un mecanismo esclavo en la conciencia de las personas, tal como actuaban en la historieta esos “otros” extranjeros de humanidad capturados en el cosmos, con aparatos de órdenes incrustadas en su cerebro ーalarmante actualidadー, brindando un drama de infiltración, conversión y disidencia en una bisagra generacional. Difícilmente alguien ingrese a los términos más severos de una identificación sin que en algún recodo no lo espere la figura acechante del converso. No hay identidad sin disidencia. Incluso existe el “Ello” rebelde, que sin conocer nunca sus motivos, se revela y trae al Eternauta al nuevo tiempo para que haga justicia y libere a los humanos.
La historia, que alude a relatos que giran alrededor de un vacío y a un manejo de los matices de la lengua nacional, resulta una reflexión sobre el destino en escenas martirológicas que se espejan en innumerables tendencias críticas y en cierta hibridación de géneros enfrascados en ejercicios algo melancólicos, que laboran con un trasfondo de tragedia.
En el 2007, la Biblioteca Nacional, por idea de su director Horacio González, edita una addenda de la historieta de El Eternauta, de Héctor G. Osterheld. Con guión de Juan Sasturain y dibujos de Solano López ーel dibujante del relato original, bisnieto del Mariscal Solano López de la Guerra del Paraguayー, se relata un giro de la narración por el cual los resistentes que iban por avenida Santa Fé hacia la Plaza del Congreso, se desvían por la calle Agüero hacia el norte y se topan con el actual edificio de la Biblioteca Nacional. La fantasmagoría resulta un hallazgo.
Un nuevo remolino de tiempos y combates.
El edificio actual, construido bajo las órdenes de Clorindo Testa, a comienzos de la década del noventa, es erigido en el predio que había sido bombardeado por hallarse la antigua casa presidencial donde murió Eva Perón. La primera edición de El Eternauta en Hora Cero se efectúa a cinco años de la muerte de Eva, a dos de los Bombardeos a la Plaza de Mayo y de comenzada la autodenominada “Revolución Libertadora”. Un ayer cercano.
Entonces se libra “La batalla de la Biblioteca Nacional”: El atajo.
[1] Armamos la Fundación Horacio Gonzalez, en torno de la construcción de la Biblioteca González que concentra su obra, parte de su biblioteca personal y la de otrxs intelectuales que nos han donado sus “tesoros”. Este proyecto lo pensamos como un espacio abierto, con vocación popular, para compartir libros e incitar al encuentro y al debate de temas políticos, culturales y artísticos de nuestro aquí y ahora.
Comentarios
Publicar un comentario