“Las islas del decir” por Analía de la Fuente





Archipiélago. Conjunto de islas unidas por lo que las separa de Mariana Palomino. Buenos Aires, Echinopsis editorial, 2025, 70 páginas.


Algunas islas se reúnen sin un porqué. Tal vez obedecen al arduo trabajo de los elementos. Tal vez sea la erosión, en sus distintas versiones, la causa de ese acercarse sutil y paradójico. 

Las de este Archipiélago están envueltas en “aire de cristal”, bañadas por un “océano de plata”. Pueden devenir travesía y ser el destino que nos aguarda si abrimos este primer poemario de Mariana Palomino. Hay en él “pescadoras sin puerto, almas llenas de mariscos” y un “rebaño de especies síncopa de luz”. 

Todo es palpable en los versos. La invitación es una odisea por los sentidos. La arenga, animarnos, descubrir lo que duerme dentro de nuestro más profundo ser: el costado primal y atávico. Un llamado al tacto incesante y la mirada que acecha, al olfato y al paladeo en el recinto del buche. Al oído aguzado. No es posible escribir poesía sin la amalgama sensorial de la que estamos hechos, parece advertir el conjunto de los versos.

El lenguaje es una criatura frágil y controvertida. La poeta la aúpa. Se encandila en un vaivén delicado. Ofrece, en la tibieza de sus brazos, sinceridad y coraje. Sólo así debería escribirse, me dice una voz arenosa mientras leo y permanezco en esta naturaleza a cielo abierto. Sólo en la búsqueda de esa unidad que hila el porvenir en un telar más amplio: el de la devoción por la lengua madre en todos sus tiempos y espacios. Conciliando nuestra herencia de ofrendas, de heridas y de límites.  

La exploración recoge del camino lo que puede, con suma tranquilidad, y llega, sin ambages, a los espacios olvidados del cuerpo, tan difíciles de poner en palabras. Construye una casa escurridiza e inhallable, a veces tramposa, a la que siempre estamos yendo. Pero, además, silabea el deseo guardado muy al fondo de lo que somos cuando los años pasan, la vida crece y nuestros preceptos viajan su abandono, uno por uno, caen como hojas ambarinas en otoño. 

Hay en este libro una suerte de biografía. Cifrada, sí. Aunque no escondida, sino abrevada en la materia. Mariana esboza su linaje, su alegría, el duelo y lo epifánico en lo tangible. Como advirtiéndonos que hemos llegado al mundo para habitar este cuerpo que va y viene, que nos lleva y nos trae, y que, tan a menudo, desoímos sin un argumento que valga la pena. Y, en cada isla de palabras que construye, la escucha es atención múltiple y presente puro, tiempo real, capaz de capturar en fotogramas las instantáneas de la dicha y las formas de lo perdido. 

Hay una voz fornida, ríspida, entrenada para “rebotar como una pelota” en medio de cualquier caprichoso encierro. Mide y traduce en el lenguaje las escenas de lo cotidiano. Sabe sembrar en el vacío de los días. Y transforma, con la música del idioma, los sacudones que nos mueven el suelo. Si quedamos en el aire, cayendo por el miedo, como en un sueño, en la poesía de Mariana, algo nos enseña a aletear y la caída pierde peso, desaparece con la gravedad. 


| Esta voz se percibe a sí misma afónica, ardida, moradora del “lado espeso del mundo” |


Esta voz se percibe a sí misma afónica, ardida, moradora del “lado espeso del mundo”. Y, sin embargo, pese a su “deslizarse por lo opaco”, baila, tamborilea, percute transpirada y sonriente. Canta. Trae consigo amuletos inverosímiles que forman una especie de aleph de este siglo: “una cola de luciérnaga”, su “hibisco taormina”, la “luz redonda de un faro”, una “osa pequeña, negra y suave”, que duerme entre dos amantes que están por dejar de serlo, “una ola que crece”. Tararea y ríe vigorosa. Comprende, mastica, desde su “semilla de locura en el entrecejo”, y bosqueja un festín para desentendidos. Llama a la acción, como en el célebre poema de Mary Oliver que pregunta: “Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje, preciosa vida?”. 

Mariana, como Mary en “El día de verano”, o como Susana Thénon en el emblemático “Fundación” donde pide “dioses menos grandes y lejanos, más breves y primarios”, ampara.  Su poema “agua” es una tierra prometida. En su oleaje ocurre lo improbable. Una suerte de manifiesto, arte poética o declaración de principios que, sin proponérselo, nos llama a zambullirnos en él para desear lo que sea que palpite dentro de nosotros. La voz puente de Mariana cincela con la “corteza de sus dedos” una plegaria acuática, transparente. Un susurro marino que, acaso, sea la más frágil y rotunda fuerza de nuestro paso por el reino de este mundo. Un pedido inevitable que hay que poder encontrar: “(…) brío / para ocupar flexible/ el lugar de una casa/ donde quiera que esté”.

Mariana Palomino, ave y pez, mueve sus piernas de sirena para invitarnos al océano que contiene, en la paradójica dupla de lo cercano y lo distante, las islas de su decir.    


Comentarios