“Los invisibles”, por Natalia Gelós
El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco, Buenos Aires, 2010, 108 págs.
Respiramos palabras. Muchas veces, palabras ya usadas, masticadas, ya maltrechas. Repetimos palabras. Las naturalizamos. Nos naturalizamos. El asesino de chanchos, el libro de relatos de Luciano Lamberti, ha sido cubierto de halagos, un montón de palabras elogiosas que pueden jugarle tanto a favor como en contra. La crítica de ese pueblo chico que es el mundillo de los suplementos culturales nacionales ha coincidido en decir que se trata, el suyo, de uno de los mejores libros de relatos de los últimos tiempos. Eso lo salva. Eso lo condena.
Juega a favor. Uno posa el ojo. Al abrir la linda edición, tan rosada como la piel de chancho que el título sugiere –o la subjetividad supone–, seremos carneados: las cartas fueron echadas. Se logró la atención. Se capturó la mirada. Luego queda el camino de la verdad –el que sólo se descubre con la lectura.
Juega en contra. La promesa de “mejor relato de los últimos tiempos” puede ser una piedra atada al pie en mar abierto. Puede ser más peso del que se necesite. Porque sobrecarga las expectativas. Lo mejor entonces es tratar de obviar, si es que eso es posible, todas las lecturas que rodean al libro y, sin más, leerlo. En ese ejercicio, lo que surgen son un puñado de historias contadas con buen ritmo, escenarios bien marcados y el retrato de unos seres que rondan los treinta años, perdidos en el correr de las horas y que tratan de engancharse en una vida que va más rápido de lo que pueden afrontar. En el libro de Lamberti aparecen también personajes de una intelectualidad a media marcha; cierto neo hippismo que, en última instancia, sólo se preocupa por un buen sexo y algo de sueño.
Los de Lamberti son personajes construidos a través de los objetos. Su universo parece un bazar de pueblo, en el que aparecen una caja de fósforos, un poster de Guns and Roses, un mate, unas calzas ajustadas. Objetos que describen personajes, que pintan ambientes, que usurpan la escena. En principio, eso podría asfixiar al relato, tal es su presencia en el texto, sin embargo, los cuentos escapan con éxito de esa potencial trampa. Visual en su escritura, el autor muestra un territorio cotidiano, desordenado, algo que no es siquiera marginal, escenas tan habituales que se nos vuelven invisibles y que él nombra.
“El asesino de chanchos”, “El arquero”, “Agua Viva”, “Febrero”, “El cazador, los galgos, la liebre”, “Monocigótico”, “La tortuga”, “Una casa llena de insectos” y “Una visita al Señor”: Nueve cuentos que de a ratos recuerdan al universo de John Cheever, en donde se desparrama la tristeza y lo único que moviliza es la necesidad de llegar al día siguiente; también se filtra por ahí la sombra de Raymond Carver, aunque la tensión juega de otro modo, con otro registro. La supuesta calma chicha. El realismo trash. Son historias de sujetos medios que no habitan siquiera los bordes. Un joven sigue de cerca la nota periodística de un asesino de chanchos mientras pasa los días en la casa de Mara, especie de parador para viajantes crónicos; un muchacho que comparte mujer con su hermanastro; Marcos, un treintañero que vuelve a la camita de una plaza en la casa de sus padres luego de una separación; un albañil que adopta un perro y deposita en él su falta de afecto y sus frustraciones…
Otra cuestión que se presenta en el libro de Lamberti es la de un interior urbano, una urbe que duerme la siesta, una manera de escribir en y desde ese territorio que nunca se acaba llamado “el interior”. Aquí es Córdoba; pero podría ser cualquier ciudad de provincia, donde la violencia de lo aglomerado se camufla en un latido perezoso. En este libro de cuentos hay una mirada, un Interior, una manera de abrir el juego.
El escritor ha reconocido varias veces que ciertas reiteraciones son parte de ese punto ciego que acompaña a todo autor, que funciona como trade mark inconsciente. Los relatos de El asesino de chanchos son parejos, mantienen la tensión y a veces, explotan, pintan un universo con sello de autor y retratan una época, la de una Argentina desganada, con la furia contenida, que todavía no logra hacer pie, pero tampoco besa la lona.
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