“De absurdo en absurdo: la ética del escritor”, por Felipe Benegas Lynch

El mármol, de César Aira. Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011, 152 págs.

“Cuando saltamos al vacío quedó demostrado que el supermercado era un medio, no un fin.
Su realidad era indiscutible, pero no se agotaba en sí misma.”

Una vez más la novelita airiana se encarga de morderle los tobillos a la Novela. Se trata de ser novedoso, original, de desarrollar un estilo particular e identificable dentro del supermercado genérico donde todo tiende a la uniformidad, a la clasificación tranquilizadora y necesaria para la mercantilización.
El mármol es la búsqueda de un relato a partir de una imagen, de una sensación. El narrador verifica la permanencia de sus partes íntimas sentado desnudo sobre una placa de mármol, pero no recuerda en qué circunstancias fue que lo hizo. La evocación de esa historia es la novela, que se estructura a partir del despliegue y la recolección, como si de un soneto se tratara, de una serie de “gadgets provindenciales” que marcarán el devenir de la historia hasta arribar a la escena inicial, que no es otra cosa que el final.
Estos gadgets son: pilas, un ojo de goma, una tabla de proteínas, una hebilla dorada, una cucharita lupa, un anillo de plástico dorado y una cámara fotográfica del tamaño de un dado. Así avanza, “de absurdo en absurdo”, entregándose a la “velocidad de la aventura”. Porque todo vale en el afán folletinesco de contar: esa es la forma de diluir el mármol (la Novela con mayúscula), de poder contar desde la simplicidad del propio cuerpo, desde el placer de pronunciar una palabra, “mármol”, y dejar que en la porosidad del verbo trabaje la imaginación.  
Hay una imagen que inicia el viaje y es la que ordena la proliferación que vendrá. Pero uno no acumula “imágenes porque sí, por hobby”, hay una ética y una responsabilidad frente a ese torbellino que todo lo arrastra, hay consecuencias para considerar: “¿Quién podía asegurarme que Jonathan habría salido indemne de la fragmentación de las imágenes? O debería decir: de la irresponsabilidad de las imágenes. La superficialidad de las imágenes. Las imágenes sin función, juguetonas, saltarinas, cubistas, abstractas... Eso las hacía aptas como vehículo a través de la identidad de los mundos, pero nada garantizaba su aptitud, más bien todo lo contrario, para reconfigurar un organismo que funcionara (...) Mi responsabilidad ante el mundo se trasladó, sin reducirse a este chico chino que el destino había puesto en mi camino.”
Así Aira crea mundos: desde lo general, lo banal, lo que nos rodea más inmediatamente, pero siempre ejerciendo su derecho a desmitificar, a decodificar aquello que parece inalterable. De este modo va procesando estereotipos, géneros, refranes, metáforas, medios de comunicación, conciencia de clase. Nunca deja de buscar el “doblez” de la palabra en los vaivenes de lo figurado y lo literal.
En este caso el mármol (el de los monumentos, de Carrara, de los bustos de grandes escritores, de las lápidas) es diluido hasta ser proto-mármol, la forma más pequeña del cambio en un supermercado chino y al mismo tiempo un experimento extraterrestre digno de la más disparatada ciencia ficción.
Sin embargo el narrador, que se declara devoto de Mi planta de naranja lima, aborrece la ciencia ficción  y hace todo lo posible por no caer bajo la impostura de ese género. Concientemente tuerce la trama, a pesar de que invoca extraterrestres, para evitar a la “susodicha ficción popular”.
Como un alienígena Aira descifra y desarticula los códigos culturales para introducir el virus de lo nuevo, de lo pequeño, de lo enloquecedor que genera escritura siempre, como sea, desde el aburrimiento, la resignación o la inspiración, siempre esgrimiendo la lucidez del que delira y que en cualquier momento dirá algo esclarecedor.
Como si una estatua cobrara vida.
Como si un carrito de supermercado se dispusiera a hablar.
La novelita airiana viene a resucitar lo que se ha petrificado en el mármol de la Novela. El mármol es la lápida de la muerte, aquello contra lo que se rebela la vida (la escritura) en su afán por subsistir. De ahí la lucha por lo inclasificable, por lo infinitamente particular, por encontrar una “diferencia en lo idéntico” que nos reintroduzca en el reino del tiempo donde la nostalgia es una realidad.

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