"Las lágrimas de Handke", por Christian Martí-Menzel
"Cuida de no manchar tu lenguaje con el habla de las ideologías."
Consejos a un joven escritor, de Danilo Kiš
En ocasiones el compromiso del escritor con los tiempos que le han tocado vivir puede resultar muy saludable. Si éste es honesto puede llegar a iluminar esas sombras de duda que muchas veces se ciernen sobre nuestras sociedades, demostrando que la gran literatura es compatible con una actitud ciudadana crítica con los abusos e injusticias del poder. Me vienen a la memoria los casos de Ivan Turgueniev, Albert Camus o, actualmente, Javier Marías: son grandísimos escritores comprometidos con su sociedad. Sin embargo, bajar desde la «torre de marfil» a la realidad puede resultar peligroso, pues la falta de honestidad conduce al escritor hacia un terreno pantanoso peligroso y proceloso.
En los países de expresión alemana la figura del escritor comprometido disfruta de larga tradición. Peter Handke es uno de esos excelentes escritores, que desde los años noventa se ha propuesto denunciar la desinformación y la postura «hipócrita o como mínimo ignorante» de los medios de comunicación y las potencias occidentales frente a las guerras que finiquitaron la Yugoslavia moderna. En España se acaba de publicar, en traducción y con prólogo de Cecilia Dreymueller, su libro Preguntando entre lágrimas (editorial Alento). Es la única traducción de sus apuntes sobre sus viajes a Yugoslavia/Serbia y en torno al Tribunal de la Haya que ha visto la luz en todo el mundo, porque como él mismo denuncia, a raíz del «programa poético» por el que se guía su obra, los principales medios de comunicación occidentales, así como los políticos y buena parte de sus lectores, le han dado la espalda.
Handke se pregunta entre lágrimas por qué no hay justicia para el «pueblo serbio». En mi opinión, y aún cuando es muy loable su compromiso con la población de esta república ex yugoslava, el compromiso requiere, como ya he apuntado, de honestidad, y prácticamente todo lo que ha escrito Handke sobre la guerra en los Balcanes y sus consecuencias peca de hipocresía o como mínimo ignorancia y roza la frivolidad. Llama la atención, por ejemplo, que siendo un buen conocedor de la historia de la antigua Yugoslavia, Handke acuda a muchos de los mitos esgrimidos, aunque él afirme lo contrario, por buena parte de los medios de comunicación y gobiernos occidentales. El vacío de poder que se produjo en Yugoslavia con la muerte del mariscal Tito (1980) provocó que a las diásporas serbia y croata se les presentara la oportunidad de pasar factura por las cuentas pendientes de la Segunda Guerra Mundial y que en el interior del país el Partido Comunista de Yugoslavia necesitara reinventarse para sobrevivir (la opción nacionalista fue la más sencilla). Acusar, tal como hace Handke, a las potencias occidentales de apoyar con logística y armas a las diferentes agrupaciones nacionalistas ilegales (que ya disponían de sus fuentes para ello), suena a primitiva y manida teoría de la conspiración, a atribuir al exterior las propias culpas, por otra parte algo muy propio de los nacionalismos identitarios y de inspiración romántica.
Me pregunto por qué en sus frecuentes viajes a Yugoslavia durante los años ochenta, como intelectual de prestigio que era, Handke no llamó la atención de la comunidad internacional de lo que se estaba gestando en Belgrado: el recorte de la autonomía de Kosovo (más adelante también de Vojvodina), la octava sesión del Comité Central del Partido Comunista de Serbia de 1987, que Slobodan Milošević utilizó como trampolín en su campaña por hacerse con el poder de toda Yugoslavia, los despidos masivos de periodistas independientes de la radiotelevisión y de los principales diarios serbios a finales de los ochenta y principios de los noventa... Ese incremento de la violencia verbal (Zlatko Dizdarević afirmó en una visita a Barcelona, que si en su momento se hubiera juzgado a todos los irresponsables que incitaron a la violencia con sus palabras la guerra no habría sido posible) no fue producto de la presión de los medios internacionales y las cancillerías occidentales, tal como él denuncia, pues éstos apenas sabían poner en el mapa Yugoslavia y cuál era su realidad. ¡Handke hace suya una «verdad» defendida a principios de los años noventa por casi toda la izquierda europea y muchos medios de comunicación de que Yugoslavia se desintegró por voluntad de las potencias imperialistas y que Slobodan Milošević sólo quiso salvarla del nacionalismo croata de inspiración filofascista y del integrismo islámico de los bosnios musulmanes!
En su estupendo y estremecedor libro «1941, el año que retorna» Slavko Goldstein, historiador croata, y como él mismo afirma, en su condición de judío poco sospechoso de ser un «nacionalcatólico croata», recuerda la advertencia que le hizo en octubre de 1988, participando como editor en la Feria del Libro de Belgrado, el coronel general en la reserva Pavle Jakšić, serbio de la Krajina croata, al que conocía desde 1944, cuando Jakšić dirigía el Ejército de Liberación Nacional en Croacia: «Slavko, tú eres para mí un croata que trabaja para los eslovenos y eso es lo peor que podrías ser. Pero también eres judío y fuiste un buen pequeño partisano, por ello te hablo como a un amigo: diles a tus croatas y eslovenos que los serbios los hemos liberado dos veces durante este siglo, pero que si tenemos que volver a hacerlo una tercera vez nunca más nadie tendrá que ocuparse de ello. ¿Me entiendes?» Handke nos exhorta a no demonizar a Slobodan Milošević y a su mujer Mira Marković, pues los otros señores de la guerra, como los denominó Predrag Matvejević, Franjo Tudjman y Alija Izetbegović, son igual de responsables. Ciertamente fueron la otra cara de la misma moneda: el primero, antiguo partisano, el general más joven del Ejército Popular Yugoslavo, presidente en los años cincuenta del club de fútbol belgradiense Partizan, creó su partido nacionalista (HDZ) en 1989, cuando vio la oportunidad de convertirse en el fundador de la nueva Croacia y para ello no tuvo reparos en utilizar cualquier ideología que sirviera a sus propósitos. El segundo, que durante el gobierno de Tito estuvo en prisión por defender sus tesis islamistas y por actividades anticomunistas, fundó su partido (SDA) en 1990 y, entre sus muchos pecados, está el de no reaccionar cuando el Ejército Popular Yugoslavo cruzaba Bosnia para hacer la guerra en Eslavonia y Croacia. Todos ellos fueron responsables, pero como en el caso de la Alemania nazi, hubo uno (que no dudó pactar con Tudjman para repartirse Bosnia) que incendió la mecha del polvorín, y es para ese, y para el «pueblo serbio», que lo apoyó mayoritariamente desde finales de los años ochenta, para quien pide justicia Handke.
Danilo Kiš ya advertía en su Lección de anatomía (1978) del peligro de caer en la mediocridad y la banalidad en la creación literaria. Asignándose el papel de poeta heroico (como ha afirmado Juan Villoro), Handke recurre siempre en su «programa poético» a las etnias, los pueblos, las religiones... Así, por ejemplo, nos relata su asistencia a los servicios religiosos ortodoxos (tras la guerra en todas las repúblicas ex yugoslavas el fervor religioso subió como la espuma, ahora ya se va atenuando) y sus viajes por toda Serbia y la República Serbia de Bosnia (gobernada aún por otro pirómano nacionalista como Milorad Dodik). En su narcisismo llega a sorprendernos por la banalidad de ciertos paisajes (y no por sus burdas provocaciones cuando llega a comparar el sufrimiento de los serbios con el del pueblo judío, de lo que se retractó, o cuando ironiza sobre la existencia de las mezquitas bosnias), como si el solo hecho de estar inmerso en la vida cotidiana justificara cualquier atrocidad. En la página 57 de la edición española se lee: «En esta curva de la carretera experimento de nuevo, como en ocasiones anteriores, una sensación de llegada, como ocurre a menudo en los viajes con lugares que, sin ser propiamente la meta, se hallan próximos a ella. Sin embargo, hoy, y pese a la tranquilidad imperante, algo se inmiscuía en los sembrados, pastos y viñedos, algo que, según Robert Walser, permanece escondido incluso en el más bello y pacífico de los paisajes, una suerte de diablillo, si bien el diminutivo no cabe en este caso, para esto de aquí no cabe ninguna expresión. Se trata de algo imposible de captar, invisible, indescriptible, y así y todo malvado, algo que te deja sin habla, y que se desprende de la guerra, del estado de guerra, más allá de sus objetivos, de sus escenarios reales.»
¿Por qué, además, Handke no viajó por otras repúblicas de la ex Yugoslavia? Podría haber intercambiado opiniones con, entre otros muchos, Tomica B., de Zagreb, excelente poeta y escritor, que se alistó en el HVO croata y luchó durante cuatro años para defender la libertad (no la que representaba Tudjman, sino la de su propia familia y amigos, muchos de los cuales perdió en la guerra); o con el novelista Nenad V., de Sarajevo, que en lugar de emigrar a Belgrado quiso quedarse en su ciudad natal y defenderla de la agresión fascista que partía desde las montañas que rodean la ciudad (Bogdan Bogdanović, antiguo alcalde de Belgrado, ya apuntó que se trataba de una guerra de lo rural contra lo urbano); o con el músico Orhan M., de Mostar, que se alistó en la Armija bosnia con sólo catorce años y después rechazó la pensión que le ofrecía el gobierno, pues no considera que matar sea algo de encomio. O, como mínimo, podría haberse leído, en lugar del Memorándum de la Academia de las Ciencias Serbia, la literatura de los disidentes serbios: la correspondencia entre Mirko Kovač y Filip David de 1992 a 1995, El burdel de los guerreros de Ivan Čolović o el revelador ensayo de Radomir Konstantinović Filosofía de la provincia, que disecciona el nazismo serbio en los Balcanes.
Si bien es cierto que en los últimos años en Serbia vuelve a repuntar la población que se declara yugoslava y que prefiere no elegir una nacionalidad específica, Milošević pasará a la historia por bloquear toda posibilidad de reformas federales en una Yugoslavia agotada económicamente y de conducir el país hacia la guerra. Handke parece olvidar además que uno de los principales instigadores del conflicto armado durante los años ochenta, y que tras la guerra aún seguía gobernando, enriquecido a costa de su «pueblo» y recibido por todos los gobiernos del mundo, fue el principal responsable de los bombardeos de su Yugoslavia en 1999. ¿No fue acaso A.H. el máximo y último responsable de los salvajes bombardeos de las ciudades alemanas y de la expulsión de más de catorce millones de Auslandsdeutsche del Este de Europa en los años cuarenta del pasado siglo?
Una cosa es defender la Yugoslavia comunista (que no olvidemos era una dictadura, pero que ciertamente de alguna manera integraba a diferentes culturas y religiones) y otra muy diferente defender al siniestro funcionario de banca, aficionado al whisky y a las pastillas, que quiso convencer al mundo de que eso era lo que él quería preservar a toda costa, una Yugoslavia hermanada, y no su gran trozo de pastel. Una cosa es criticar las intervenciones sin razón de EE.UU. y de la OTAN en todo el mundo (está claro que el bombardeo en 1999 de Belgrado y Kosovo estaba fuera de lugar y que pagaron justos por pecadores) y otra muy diferente es hablar de una conjura internacional para finiquitar el proyecto yugoslavo. En sus tesis Handke utiliza el mismo lenguaje identitario que han venido utilizando y utilizan los nacionalistas balcánicos, los funcionarios de la UE que viajaron a los Balcanes a crear la Suiza de los cantones balcánica, los enviados de EE.UU. y buena parte de los medios de comunicación. Si desde los años ochenta se hubiera hablado de ciudadanos en lugar de etnias y religiones se habría marcado una clara frontera entre el discurso nacionalista más agresivo y los derechos de todos los ex yugoslavos, que sufrieron directa e indirectamente (y siguen sufriendo) las consecuencias de sus líderes pirómanos y de la estulta diplomacia internacional.
En su ejercicio de relativismo moral Handke recurre en muchos casos a la ironía, pero no a esa ironía mordaz y negra de su paisano Thomas Bernhard, sino a la ironía del que se cree garante de la verdad, inamovible, cínica en algún momento, unida además a un burdo sentimentalismo, que le hacen caer en la misma ingenuidad y simplicidad que los mandos militares holandeses que brindaban con aguardiente con Karadžić y Mladić en Bosnia. Y Cecilia Dreymueller (que según me informa ella misma nunca estuvo en la ex Yugoslavia, al contrario de Isabel Núñez, que para escribir su «mitificador» libro Si un árbol cae sí que se recorrió toda la ex Yugoslavia) quiere transmitirnos las lágrimas de Handke ante la injusticia que comete el mundo por intentar buscar la verdad, hasta el punto de visitar a Milošević en La Haya y asistir a su entierro para «mirar, escuchar, percibir… y para estar al lado del pueblo serbio». Y yo me pregunto, ¿a qué pueblo serbio representaba Milošević? Bien haría Peter Handke en volver a su «torre de marfil».
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