“Una pausa en los ladridos”, por Mauro Peverelli

  
Entre 1974 y 1978 John Berger escribe Puerca tierra, la primera parte de la trilogía titulada De sus fatigas. Este grupo de relatos y poemas, donde se explora el desarrollo evolutivo del campesinado europeo del siglo XX (y que la editorial alfaguara reedita con traducción de Pilar Vázquez), traza el mapa de una dramática transformación en los sectores rurales del viejo continente. El avance de la industrialización y del mundo de los servicios comienza a modificar el orden de las necesidades de una sociedad que, lentamente, ingresa en un contexto cultural que ya aparece claramente estigmatizado por las marcas imborrables que le imprimen las dos grandes guerras y sus respectivos exterminios. Sin una directa alusión a ello, salvo en breves episodios, las historias se suceden en la descripción, sobre todo, de las relaciones que mantienen las actividades rurales (muchas de ellas en crisis de desaparición) con un tipo de desarrollo social y cultural que atraviesa siglos de historia europea. En ese desarrollo, en las actividades y costumbres que trae aparejada la vida campesina, con sus connotaciones positivas y negativas, el autor encuentra las claves de una identidad que las nuevas dinámicas del progreso, que sólo contemplan los aspectos económicos, amenazan con erosionar.
Las historias son en su mayoría breves y simples; sus personajes, casi todos mujeres y hombres mayores, que simbolizan de alguna manera el otoño de una cultura en retirada, aparecen involucrados en las problemáticas cotidianas de la vida rural, desde la escasez del agua por problemas en las tuberías que vierten el deshielo en los hogares montañeses, pasando por los aparentes caprichos de no aceptar la ayuda de un tractor que remplaza al viejo caballo y así simplificar y cualificar el trabajo, hasta una vaca que atraviesa campos y rompe cercos en la búsqueda ciega de un toro que debe servirla, todas ellas, también la entrañable “Las tres vidas de Lucie Carbol” –que es la historia más larga y con la que se cierra esta primera parte de la trilogía–, hacen foco en el paso del tiempo, pero no en aquello que la cronología inexorablemente borra, hace desaparecer, sino, por el contrario, en aquellas sutiles claves que determinada forma de vida, determinada cultura mantienen vigentes, perpetúan: “En las montañas el pasado nunca se queda atrás; siempre está al lado de uno. Bajas al anochecer desde el bosque, y un perro se pone a ladrar en un caserío. Hace un siglo, en el mismo lugar, a la misma hora, un perro se puso a ladrar al oír a un hombre que bajaba por el bosque, y el intervalo entre los dos momentos no es más que una pausa en los ladridos.”
El concepto que sobrevuela la obra completa, más allá de las singularidades y riquezas que se exhiben en cada una de las piezas por separado, es el de la resistencia que ofrecen la totalidad de los personajes, a los argumentos con que se propone el avance de lo técnico, de lo tecnológico, y de los que deviene un contexto cultural al que se avizora adverso; pero no existe, en dicha resistencia, un caprichoso conservadurismo de los actos, ni la pobreza de una actitud y unos recursos con los cuales enfrentar lo nuevo, sino, por el contrario, lo que el autor consigue hacer emerger de la atmosfera lograda a través de las caracterizaciones y los sucesos: una sutil destreza para intuir que allí, detrás del resplandor con que se ofrecen los supuestos progresos de la vida moderna, se esconde la imposibilidad de un desarrollo de lo humano tal como la vida y la cultura del trabajo hasta entonces lo habían proporcionado.       

Comentarios