“Haciendas”, por Jimena Néspolo

Sobre Cuadernos LIRICO. Revista de la red interuniversitaria de estudio de las literaturas contemporáneas del Río de la Plata en Francia. "Juan José Saer: archivo, memoria y crítica". Actas del Coloquio internacional, Maison de l´Argentine, Cité Universitaire, 4 y 5 de junio de 2010. Nro.6, Nueva época, diciembre 2011. Director de la publicación: Julio Premat.
  

Djorik estaba demasiado preocupado para disfrutar de aquel día en familia y con amigos que su mujer había cuidadosamente dispuesto ese domingo de otoño. La carne de belcebú de horneada casera se le antojaba dura, de pellejo cansino, y las hortalizas cocidas al agua de manera sencilla a fin de mantener los sabores puros se le deshacían en la boca sin dejar rastro alguno de placer. Las mujeres lidiaban con los niños, trataban de que terminaran de comer antes de que la urgencia del juego los arrebatara de la mesa de tamaño pequeño, improvisada para la ocasión junto al ventanal desde el cual se observaban las nubes y el impetuoso paisaje desértico. Los adultos, tres hombres de edad madura acodados en la grande (la gran mesa oval que coronaba el centro del comedor), mantenían un diálogo acalorado, mientras la pareja de ancianos que se encontraba sentada en la orilla oriental del recinto atendía embelesada. Djorik, sustraído de la escena, observaba el hacer de las cuatro mujeres ante la mesa de los niños y el ventanal y el desierto, sin llegar a participar en la escucha de la discusión que ahora mantenían los hombres. Toda la semana había sufrido esa presión en las sienes, ese dolor sordo y constante cuyo origen no llegaba a identificar y que por tanto persistía como un río de movimiento continuo y descompuesto, extendiéndose ya hacía sus piernas cansadas, ya hacia sus manos nerviosas o hacia su pecho y allí instalaba su agua dura, tal como si fuera una mariposa negra que batiera frenética sus alas, desesperada por salir de su carne. Entonces Djorik se encerraba en los viejos galpones y allí pasaba las tardes, ordenando el caos que por años la producción de su prole había generado. Su tarea, su misión –se decía– era administrar los restos. Ordenarlos. Realizar el certero mapa de las provisiones de su granja en ruinas. Según su cálculo, así abandonada e improductiva como estaba, con todas las reses carneadas y congeladas, con suerte y racionalidad podía darle de comer a él y a su familia durante toda su vida. Djorik era el último eslabón de una estirpe que había ejercido la ganadería de un modo artesanal, contando las cabezas de ganado como si fueran las cuentas de un rosario sagrado. Y como último eslabón también había sido testigo en su juventud de los primeros incendios espontáneos que, por aquel entonces, habían comenzado a diezmar la corteza terrestre liquidando en poco tiempo esa forma de producción cárnica. ¿En qué año había sido aquello? Se preguntaba ahora, mientras observaba cómo Georgiano daba un puñetazo sobre la mesa y luego levantaba hacia Miquel un dedo acusador, con ira contenida. ¿Cuándo se había desatado la debacle? Si mal no recordaba, cuando su padre decidió pasar a cuchillo todas las reses y colocar grandes refrigeradores aislantes en los galpones que otrora habían sido de engorde y ordeñe, tenía apenas unos años más de los que él contaba ahora. Había tomado una medida drástica, única, y gracias a ella no se había fundido como muchos productores de la zona. Una res muerta y congelada –decía siempre cuando algún vecino le pedía consejo– es una res vendible. Y así lo fue. Sin plazo de vencimiento, gracias al nuevo sistema  biorefrigerante, su padre vendía las reses a cuentagotas cuando el bolsillo lo apremiaba.  
Ahora Miquel le contestaba a Georgiano con gestos descompuestos, a todas vistas encendido, al punto que su mujer, Geraldine, colocada tras las espaldas del hombre, le pedía mesura a su marido con muecas silenciosas y gestos abnegados, como llamando a la paz y al orden. Los niños ya se habían retirado de la sala y las demás mujeres terminaban de levantar los últimos trastos. Delgadisa pasó junto a Djorik con una pila de platos en la mano, y le ofreció una sonrisa cómplice a su esposo mientras le decía a Martinia:
–¿Y qué tal el nuevo cultivo de gerontes? Se los ve muy cómodos, muy felices, ¿verdad? 
–¡Ah… son divinos! ¡Y tan cariñosos! –ambas mujeres se dieron vuelta a mirar a la pareja de ancianos que se hacía arrumacos–. Estoy tan feliz con esta nueva adquisición de la familia... Esta semana ocupamos su lugar en el Cocot, por primera vez asistimos al espectáculo del circo central en un palco de lujo. ¿Qué decirte? ¡Fue como tocar el cielo con las manos!
Djorik se acomodó en el sillón azul que lo cobijaba desde hacía media hora. Prendió su pipa de granito siberiano con hierbas aromáticas, ideales para la digestión de carne magra, e intentó prestar atención a la discusión de la que Jote Andreu, el marido de Martinia, ahora oficiaba de árbitro, parapetado tras su rostro de expresión adusta. Si la conversación seguía el curso previsto, era posible que sus amigos lo interpelaran a él en busca de una opinión que dirimiera el conflicto, así que al menos debía enterarse de qué estaban hablando.
–Señores, les pido que mantengamos la cordialidad, el que ustedes sean amigos y socios en los negocios no es excusa para que ofendan con sus comentarios groseros y confianzudos a los nuevos integrantes de mi familia –intervino Jote Andreu, de pie junto a los ancianos que seguían sonriendo tomados de las manos sin manifestar incomodidad alguna.
–Desde ya, desde ya… van mis disculpas. –Contestó Miquel con celeridad. –Es que si vamos a compartir con Georgiano un cultivo de gerontes, al menos debemos ponernos de acuerdo del rubro a cubrir. Claro que lo más saludable sería que cada cual tuviera el suyo, pero ya ves… La economía de nuestra pequeña empresa no nos permite lujos, o compartimos el cultivo, o nada. Así que lo mejor es que tengamos claro si queremos conseguir un pase directo al Polo Club, una banca en el Senado o vía libre al crédito bancario.
Miquel era un hombre práctico, y como tal encontraba siempre el modo exacto de expresar los conflictos. El cultivo de gerontes hoy movía el mundo. Había gerontes de ciento veinte a ciento cincuenta años sin descendencia y con fortuna al cuidado exclusivo de las Ciudades-Estado, para las cuales significaban una responsabilidad y un gasto excesivos así que les ponía un precio y los vendían sin mayor preámbulo. Los gerontes, con su babeante docilidad y con su Historia, eran las llaves del Sistema. Para abrir una puerta, ocupar una plaza pública, subir un escalón en la pirámide social, había que hacerse con uno. Jote Andreu, que era un hombre extremadamente culto y reservado, asintió a todos los dichos de Miquel y los socios volvieron a la arena de la disputa justo cuando Djorik absorbía la última pitada de hierba de su pipa y una somnolencia acogedora de pronto lo envolvía. Qué poco le importaba aquello. Qué afuera que estaba del Sistema con su administración certera de la ruina. En unos minutos más seguramente su mujer vendría a buscarlo y, con el pretexto de que lo veía cansado, le anunciaría a todos que mejor se volvían a casa temprano, que mejor no se andaban de noche por la carretera con tanto pirata suelto por ahí. En su casa, seguramente, comentarían los pormenores de la jornada y se reirían juntos. Djorik tenía una preocupación, un malestar que ahora por suerte había olvidado. Quizá mañana lo recordara, o quizá no. Su padre había tenido la dignidad de encontrar sin miedo una buena muerte. Estaba seguro que, siguiendo sus pasos, su final sería también feliz.


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