"La mirada indiscreta", por Laura Cabezas

Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, 304 págs. 

En “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”, Judith Butler sostiene, siguiendo al filósofo francés, que el crítico o crítica no sólo necesita aislar e identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que surja el campo de cosas inteligibles, sino que también debe seguirle la pista a la manera en que ese campo encuentra su punto de ruptura, sus momentos de discontinuidad, los lugares en los que no logra constituir la inteligibilidad que representa. En  Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad, Sylvia Molloy relee escenas emblemáticas de la construcción de la nación en el entrecruce secular (XIX-XX) detectando pequeños desvíos que desestabilizan la normatividad que rige el “deber ser” socio-sexual, recordándonos así que la definición de la norma no precede sino que sucede a esas diferencias. Con una mirada curiosa, incisiva y vouyerística, Molloy nos entrega un recorrido otro por los cuerpos y las sexualidades que se exhiben, ocultan o travisten en el modernismo latinoamericano, a la vez que nos ofrece un ejemplo paradigmático de cómo hacer crítica desde el género, volviendo político lo mínimo, lo que aún no tiene nombre, lo que está en proceso de clasificación.
Ya publicados en diversos medios a lo largo de los años noventa, los artículos que componen el libro encuentran en el conjunto la posibilidad de entablar un diálogo entre ellos (cámara de ecos textuales) y de afianzar una máquina de lectura que se detiene en la figura de la pose para pensarla como una fuerza desestabilizadora que deviene gesto político. En efecto, en tanto asociada al derroche y al amaneramiento signados por lo no masculino, la pose finisecular configura para Molloy un concepto que problematiza el género, su formulación y deslinde, subvirtiendo clasificaciones, cuestionando modelos reproductivos, proponiendo nuevos modos de identificación basados en el reconocimiento de un deseo más que en pactos culturales. En este sentido, invita a desactivar cualquier pretensión unívoca de lo identitario, proponiendo lo paradójico como fundamento corrosivo: la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no serlo, explica la autora. Así, desestabilizando la dupla ser/parecer, la pose plantea una fuga constante de los binarismos tranquilizadores que organizan el mundo occidental e instaura lo monstruoso, aquello que produce atracción y rechazo al mismo tiempo, un sentimiento que experimentan tanto Martí como Darío frente a la visibilidad excéntrica de Oscar Wilde. El  cuerpo en el modernismo latinoamericano es objeto de deseo pero también de perversión.
Que la pose implique necesariamente la imposibilidad de definición la convierte en una de las obsesiones del discurso psiquiátrico que Molloy rastrea siguiendo los estudios de José Ingenieros sobre la simulación. Simular conlleva no sólo el poder de la no determinación, sino también la configuración de una práctica basada en la copia y la reproducción que el perito médico debe investigar para distinguir la verdad de la falsedad, lo original de la falsificación. Pero lo interesante de la propuesta radica en el pasaje hacia la literatura, cuando leemos que el mismo Ingenieros también posa, se exhibe como literato, y, al mismo tiempo, se enmascara detrás de diversos seudónimos. Porque la literatura se ubica al lado del cuerpo, ambos son percibidos como fuerzas irresistibles que cuestionan los límites de lo social, la ciencia, el género, lo plausible de reglamentación. Del otro lado, el Ariel de Rodó, un libro creador de comunidad que propone conductas y una hermandad entre varones, en el que lo corporal es borrado y sustituido por frisos, mármoles y monumentos. No obstante, Molloy no se detiene ante el frío trazado y va hacia lo no dicho, buscando las grietas en la piedra rodoniana. Y las encuentra, en sus cuadernos personales, en los que se vislumbra una escritura otra, donde reaparece ese resto material, corpóreo, arcano, dejado de lado por la construcción de una personalidad cultural que se deseaba asexuada y etérea.
Dos lazos comunitarios se exploran en Poses de fin de siglo: una dada por la adhesividad masculina celebrada por Walt Whitman, la otra trazada a través de la ternura entre mujeres. En la primera se construye una genealogía y un linaje de varones que Martí coloca del lado de lo natural americano, dejando su pérdida asociada a una visión degradada de lo femenino. Sin embargo, nuevamente el ojo crítico de Molloy se detiene en un desplazamiento menor, la mención a Safo, que trae lo espiritual y casto junto con la sensualidad; pero también trae la reiteración de una estrategia, la afirmación de la negación, que desbarata su paradigma masculino heterosexista, aun cuando insista en la potencia erótica y política de la virilidad heterosexual.
La comunidad femenina, leída desde la relación que Teresa de la Parra mantuvo con la antropóloga cubana Lydia Cabrera, también se nos presenta atravesada por lo no dicho y por la aseveración negativa. Leyendo los vacíos y las lagunas que se dejaban en la biografía de Parra, Molloy intenta reflexionar sobre la incomodidad que plantea el lesbianismo en la crítica latinoamericana. Para hacerlo, recurre a las autobiografías falsas de la escritora venezolana donde encuentra alteridades femeninas que funcionan como reversos de Parra, permitiendo así una autodefinición por contraste. Ya en su correspondencia, la superioridad de la ternura por sobre el amor físico –sinónimo de una heterosexualidad obligatoria que reglamenta los cuerpos– será propuesto por Molloy como un modo de crear lazos afectivos entre las mujeres y como una estrategia de resistencia grupal contra una modernidad cuya taxonomía genérica y sexual no las incluye.
Rigurosa y coloquial al mismo tiempo, la pluma de Sylvia Molloy transita textos, archivos, cuerpos, sexualidades, en busca de aquello no percibido, no visto o reprimido, habilitando así la posibilidad de repensar no sólo las relaciones entre género, cultura y nación, sino también nuestra propia labor como críticos.

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