"En la boca del lobo", por María Casiraghi
El
tigre en la casa, de Eduardo Lizalde. México-Buenos Aires, Círculo de
Poesía en co-edición con
El Surí Porfiado, 2014, 96 págs.
“Sólo dos cosas quiero, amigos,/ una: morir,/
y dos: que nadie me recuerde sino por todo aquello que olvidé”. Con esta
sentencia, que funciona como un acápite de todo el libro, y a la que titula
“Epitafio”, instaura el poeta su primera paradoja: un muerto pide morir. Así,
el lector entra en el alma del amante “resentido”, en la casa de la memoria de
alguien y algo que existió pero ya no existe, para asistir a su estéril intento
de resucitar el olvido.
Este libro lúcido, lírico y maldito, genuino y
feroz, descarnado y visceral, no da tregua al lector porque una vez que
entramos en esa casa, ésta se convierte en una boca de lobo que atrapa
justamente porque su oscuridad no nos es ajena.
En sus páginas parecería que no hay nada
librado al azar, como si ese tránsito desgarrador por la experiencia del amor hubiera
sembrado en el poeta un instinto de asesino serial; ordenado, preciso, y
prolijo hasta la obsesión, divide su resentimiento en seis partes: “Relato
hablado de la fiera”, “Grande es el odio”, “Lamentación por una perra”,
“Boleros del resentido”, “La fiesta”, y por último, “La ciudad ha perdido su
Beatriz”, cada una de ellas conteniendo una serie de poemas que a su vez se
subdividen en más poemas, voces internas que se reproducen, que dicen y
desdicen, que blasfeman y también piden perdón.
El tigre no es un tigre cualquiera, ni
tampoco es cualquiera la casa. Así, por momentos claramente el tigre es
el amor, y en otros ese mismo amor es también
la muerte. Otras veces, como en “Samurai”, caemos en la trampa de creer
que el poeta nos remite al estereotipo de mujer carcelera reproduciendo escenas
tipo del amor burgués: (el hombre que llega tarde a la casa y entra sigiloso
para que la mujer no se de cuenta) dice el poema “Sin que el tigre me
advierta/, logro entrar en la casa./ La fiera duerme:/ eludo el charco de su
baba negra/ En mi sigilo, soy invisible casi” (22). Pero más adelante nos hace pensar que en
verdad es él el vigía, que no puede escapar a su condición de carcelero. “Reloj
de furia el tigre/ se desgarra a sí mismo/ cuando está sólo demasiado tiempo,/ y
la materia de su vista/ no es la luz/ si no la sangre” (23). Es que si había una amada
debió haber una traición, sólo que en el poema “Pobre Desdémona”, al aludir al
personaje de Shakespeare (asesinada por una falsa sospecha por su celoso esposo
Otelo) nos revelará que esa traición es en realidad ficticia, la victima aquí es la amada.
Esta oscilación, esta confusión en la que no
casualmente nos hace caer el poeta, es quizás movida por la intención de
despistarnos sobre la identidad del culpable de tanto sufrimiento. Las
recurrentes “palabras clave” indican que es justamente “la casa” el espacio
donde la fiera se desata porque, como el amor, un tigre encerrado se vuelve tan
irascible como indiferente, y a la larga, muere en su jaula. Como el sueño del
amor eterno se ha desvanecido, sólo quedan las rejas de los restos, de aquello
que queda pero no perdura. Por eso podría decirse que el libro, a pesar de sus
reiteradas y provocadoras injurias hacia la “amada” (que erizarían a cualquier
lectora), excede la cuestión de género, porque la fiera finalmente se revela
como aquella que habita en todo despechado/a, que muere en su zoológico de amor
burgués. La “puta” no es en definitiva la mujer; la puta es la mentira en la
que han elegido vivir los esposos.
Así, Lizalde también invierte el clisé de la
amada infiel, muerta por venganza; aquí morirá sin que él pueda matarla, y esto
será lo que el poeta considera la verdadera traición de la amada. En “La ciudad
ha perdido su Beatriz”, expresa impotencia ante su muerte que lo ha dejado sin
excusas para sufrir: “Qué dolor dolerá, si ella no duele”, y al mismo tiempo le
ha quitado la posibilidad de juzgarla y ejecutarla él mismo: “¡Murió la perra,
oh Dios!/ Su muerte ha sido la más sucia trampa/ (...) Su muerte ajena,/ su
muerte a propias garras y colmillos,/ frustró mi mano” (96).
Si al abrir el libro nos encontramos con la
contradicción de un muerto que pide morir, el final nos enfrenta a una paradoja
aún más trágica: ese mismo muerto quiere asesinar al sujeto y objeto de su
muerte, de su dolor, pero esa opción se ha frustrado; con la amada muerta, se
han esfumado las “raíces” del odio y la furia y muy a su pesar, esos
sentimientos “hambrientos” han quedado “congelados para siempre”.
En las palabras preliminares al libro
tituladas “La poesía del resentimiento”, dice el poeta mexicano Mario
Bojórquez: “Cuando leemos un poema estamos leyendo toda la poesía universal” (5), y alude al carácter
comunitario de la poesía que se nutre incluso de poemas “que aún no han sido
escritos por poetas que no nacen”. Y si bien Bojórquez hace referencia a
aquellas ineludibles voces de la poesía que han podido influir en los versos de El tigre en la casa, expresa la particular admiración que este
libro suscitó en los años ´70 y cómo desde entonces Lizalde perdura entre los
grandes poetas del siglo XX. Lo dijo Octavio Paz: “Fue el año de su aparición,
en el sentido fuerte de la palabra: la aparición de un poeta verdadero tiene
algo de milagroso”. Afortunadamente hoy, después de cuarenta y cinco años, este bello libro
se sigue reeditando, señal de que todavía hay quienes creen en los milagros
poéticos.
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