“Entre amigos”, por Leticia León
El invierno con mi generación, de Mauro Libertella. Buenos Aires, Literatura Random House, 2015, 128 páginas.
El invierno con mi
generación es la
segunda novela de Mauro Libertella. La historia es sencilla: un grupo de chicos
de la escuela secundaria forja su amistad en tercer año. A partir de ese
momento, comparten su pasión por la música, charlas sobre literatura, viajes a
la costa, disertaciones filosóficas, paseos por la plaza, los primeros
cigarrillos de marihuana, la falta de mujeres, la incertidumbre vocacional. Se
trata de una novela de iniciación, los personajes transitan la adolescencia en
una Buenos Aires que supura el fin de siglo y que atraviesa la crisis del 2001.
La
novela se divide en tres partes. La primera se corresponde con los años del
secundario, la segunda, con los de la facultad. En la tercera parte, el protagonista
relata qué fue del grupo de amigos luego de estas dos etapas. Excepto la última,
la primera y la segunda parte se dividen en capítulos en los que el narrador nos
cuenta una serie de anécdotas que nos enternecen, no solo por las
características de los personajes —Iván es el “crítico” del grupo, el Negro es
el “colgado” y Roiter es variable y extremista— sino porque además observa un
pasado lleno de (buenos) momentos, con una mirada teñida por el paso de un
tiempo que sabe irrecuperable. La nostalgia es un sentimiento presente en la
novela pero que no empalaga porque el narrador tiene un estilo austero. Además,
está mechado con un humor irónico muy sutil. Entonces recuerda su primera
llamada por “Movicom”, a propósito de un robo, analiza la importancia de grabar
compilados en cassetes para los amigos y habla del monstruo de su primera
computadora al que le dedicaba pocas horas. “Quizás todas las generaciones vean
el pasado así, en cámara lenta y con los colores de los monitores de su
infancia”, dice con ojos extrañados.
El invierno con mi
generación dice más
de lo que habla. La alusión es un recurso recurrente. El narrador dice más de
lo que habla cuando comenta con naturalidad que en los recitales, él y sus
amigos tragaban gases lacrimógenos y que las bengalas les quemaban los brazos.
Estamos a fines de los 90, Cromañón aún no había estallado. Las experiencias
del protagonista dan cuenta de toda una época en la que ciertos usos y costumbres
aún no habían cambiado. Las referencias a la moda de ese momento también
remiten a un estilo de vida de al menos un determinado sector de la ciudad. Las
chicas usaban remeras de Planet Hollywood y del Hard Rock Café de Los Ángeles,
de Boston y de Orlando, porque era la época en que Estados Unidos, para la
clase media, quedaba a la vuelta de la esquina. Con pocos datos, el narrador
contextualiza el momento histórico que atraviesan los personajes. Entonces, no
solo nos identificamos con las etapas por las que pasan —la adolescencia y la
juventud, con todo lo que eso conlleva: inseguridades, primeras experiencias
sexuales, desencuentros amorosos, incertidumbres—, sino que además el narrador nos
retrotrae a una época de convertibilidad “bien noventosa: un peso un porro”, nos
sitúa en un momento en el que “el país estaba por caerse al piso y romperse en
mil pedazos”, nos ubica en un contexto pos crisis 2001, en la que el amigo Iván
decide irse a Madrid “porque en Buenos Aires estaba todo un poco estancado […]
los trabajos no ofrecían grandes perspectivas. El país era un desastre y
siempre parecía ser de noche”. Sin analizar el período, entre las anécdotas del
protagonista se cuela una Buenos Aires en ebullición, “hecha de cuatro o cinco
lugares que se repetían obsesivamente, como un estribillo”.
Mauro
Libertella tiene una prosa despojada que por momentos adopta un tono poético. Y
conmueve. Conmueve también su historia: nos identificamos, nos reímos, nos
entristecemos, como entre amigos.
Qué comentario más lavado, qué novela más insulsa.
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