“De vidas posibles”, por Felipe Benegas Lynch
El
hermano alemán, de Chico Buarque. Traducción de Mercedes Vaquero. Buenos
Aires, Literatura Random House, 2015, 224 páginas.
Cuesta no derrapar por la vertiente
de los “hechos reales” al leer El hermano
alemán, la última novela de Chico Buarque. Porque la novela está atravesada
por documentos (cartas, dedicatorias, fotos) y una nota final en la que el
mismo Chico toma la palabra para
explicar cómo conoció el destino de su medio hermano Sergio Günther. Tal
vez por eso las entrevistas no se hicieron esperar luego de la publicación: uno
quiere preguntarle a Buarque acerca de ese hallazgo familiar que lo retrotrae a
los tiempos de surgimiento del nazismo. Sin embargo, lo más interesante de la
novela es que sostiene la tensión entre realidad y ficción dejando en claro que
no es tan simple como decir que el autor mezcla esos dos dominios. Lo que queda en claro al leer es que para
quien se asume como un “hombre de letras” (139) la escritura es una experiencia
real y la narración es una búsqueda a través de las incertidumbres de la
palabra. En ese sentido, los documentos que presenta no son menos ficcionales
que el resto del texto. Si hay algo que demuestra la investigación que impulsó
Buarque es que ni las cartas de Anne Ernst ni las comunicaciones de la
Secretaría de Infancia y la Juventud resultaron ciertas: Ann Ernst no formó una
familia con el pianista Heinz Borgart ni la imposibilidad por parte del padre
de Chico de probar el origen ario de su hijo alemán impidió que fuera adoptado
por los Günther. Buarque explora otras vidas posibles en su texto. Levemente
corrido de su nombre (el protagonista se llama Ciccio Hollander) y de su
historia familiar ejercita el desvío y lo acecha obsesivamente: ¿Tuvo su padre
un hijo en Alemania? ¿Quién es? ¿Vive? ¿Cómo vivió? La novela no es el relato
ficcionalizado de una búsqueda real, es la realidad incierta de la escritura
como búsqueda. Porque en el acto de imaginar el destino de un hermano se van
desplegando preguntas que indagan en el destino de toda una familia y de la
humanidad misma:
Yo necesitaba
comentar esos detalles con Christian, que suele opinar sin rodeos al respecto
de cualquier tema. Y, para colmo, es hijo de un judío, aunque no lo quiera
admitir, y vete a saber si yo no soy bisnieto de esclavos o de un rabino de
Amsterdam. Quizá Christian tuviese la respuesta sobre la suerte de un niño de
dudosa estirpe, a merced de la administración pública en la Alemania nazi. ¿Lo
habrían olvidado en un almacén? ¿Lo habrían juzgado por la calidad de su pelo? ¿Lo
habrían condenado por la anatomía de su nariz? Por si las moscas, ¿podría un
burócrata hastiado haber firmado la sentencia fatal? (160)
No es casual que se invoque a Kafka
en esta novela. El erudito padre de Ciccio incita a su hijo a leerlo. Kafka recorre
los caminos terribles de la dilación burocrática en sus novelas, así como la
exploración de vidas posibles en sus cartas y en sus cuentos. La barbarie, sin
embargo, no es patrimonio alemán. De este lado del océano también los hermanos
desaparecen, aún los que le han puesto la voz a los patrióticos anuncios
radiofónicos oficiales: “Quien no vive para servir a Brasil no sirve para vivir
en Brasil” (69). Y es que hay algo de gran equívoco en la barbarie, en ponerse
a decidir quién sirve y quién no. Asumir que hay otros destinos posibles, que
se pueden imaginar los más terribles así como los más benignos nos coloca en
una perspectiva un poco menos atroz: la escritura como búsqueda abre el espacio
de las preguntas que nos conciernen a todos y nos ejercita en la labor de
vencer la indiferencia. Porque aunque no lo sepamos, compartimos un destino con
nuestros hermanos desconocidos. Y antes de levantar el dedo acusador debemos
saber que en esas otras vidas posibles pudimos ser nazis, esclavos o rabinos.
Quién sabe. Los documentos nunca van a alcanzar para revelarnos quiénes somos.
En un encuentro digno de Kafka y su padre, Buarque imagina la reacción de su
progenitor frente a su novela:
Y que entonces me
llame a su estudio y tosa dos veces y me inquiera en un tono de voz amenazador,
entrecortado por falsetes suplicantes, el título del libro del cual copié el
mío. Y que yo me ría con ganas, señale mi cabeza y diga: De mi mangokopf, basado en hechos reales
recopilados a costa de años y años de investigación. Y que mi respuesta le
suene lógicamente irrefutable, porque surgió de mi boca en perfecto alemán. Y
que a partir de entonces solo nos comuniquemos en alemán, para disgusto de mi
hermano y suspicacia de mi madre, que sin entender una palabra será testigo de
cómo su marido deja de lado el plato para comentar lo fascinante que le pareció
la joven A. E., con riesgo de volverse inverosímil que S. H. la abandonara en
Berlín. Y que me confiese haber concluido la lectura algo frustrado, por falta
de información acerca del destino del chaval. Y que, por fin, le desafíe a
revelarme qué destino le hubiera dado a S. E. si hubiera sido él el escritor.
(140)
La verdad del texto –escrito en
portugués y traducido al español peninsular no con la mejor fortuna– está lejos
de la irrefutable lógica del alemán. Pero ahí está su fuerza, en el desafío a
la lógica irrefutable de una lengua, de un Estado o de una época. Cada palabra
de esta búsqueda es un hecho real.
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