“Elogio de la audición”, por Felipe Benegas Lynch
Algo más, de Marcelo Cohen. Buenos Aires, Paprika, 2015, 208 págs.
“Siempre terminamos postergando la auditoría del lenguaje” (203)
dicen Gaco y Tamastú hacia el final de la última novela de Marcelo Cohen. Han
invocado varias veces esa auditoría a lo largo del texto, ateniéndose a la
máxima “lenguaje deficiente, proyectos obsoletos” (121). Para cuando mantienen
ese diálogo, estos personajes que se conocieron casualmente en una revuelta
social, ya llevan décadas de amistad y han forjado familias y lazos
comunitarios a través de infinidad de proyectos que buscan infructuosamente
desmarcarse de la mortífera sombra de la burocracia estatal y de la lógica inescrupulosa
del mercado. Sus cuerpos evidencian los achaques de la vejez y el silencio va ganando
espacio en su interior:
cada palabra la muerden como
hacían los antiguos para probar si una moneda era falsa. Administran el
aliento. Por salud y por filosofía. Empieza a parecer que de a poco se acordasen
ya más que de las nubes. (203-204)
Y es que, en efecto, como se pregunta Gaco, “la voluntad es [...] impotente para detener
lo que la vida pone en movimiento” (198). Por eso las nubes prevalecen, porque
la eficacia de la naturaleza no tiene parangón con ninguna proeza de la
voluntad. Quizá la mayor proeza sea auditar el lenguaje para vencer sus “tretas
y disfraces” (121), para ver ese “algo más” que mueve las nubes y los cuerpos
más allá de su voluntad.
En su primer vuelo en condoravio, allá entre las nubes, el
narrador habla de “una fuerza amoral” que
había decretado que se desalojara
de las cabezas la memoria redundante, sus monumentos, calendarios y mojones,
sus fotos, sus documentos. Gaco y Tamastú y el resto estaban desadheridos de sí.
No tenían nada, no rehacían nada. Carecían de intereses. Una lisis astuta había
liquidado las cosas y las imágenes de las cosas, y en el celeste se
descomponían las prisas, las demoras, las ganas, las penalidades, las revanchas
y hasta la cicatriz de Gaco. Lo que había era vacío. Muy diferente de lo que se
conocía por vacío, y más diferente aún de la nada. Una imposibilidad de
localizar. Una falta de densidad. Una expansión. (97)
Cohen es un gran auditor del lenguaje que trabaja a fuerza
de expansión, desplazamiento y cortes. Los neologismos se superponen con
anacronismos, el lenguaje se tensa descolocado. Lo suyo es un “alarido coral de
fantasías desatadas” (192) que busca purgarse de irrealidades. Porque la
fantasía no reside en la ciencia ficción de los flycoches, los robotos o
la Panconciencia, sino en el lenguaje
mismo, que es auditado a través de esas tretas para vaciarlo finalmente, para
que hable algo más que la “réplica pobre” (96) que vivimos en las palabras como
espejismos.
No vamos a saberlo con precisión.
Parece que la historia no quiere
disiparse en repeticiones. En la secuencia siguiente han saltado unos años.
Aquí el corte es atribuido a “La historia”, una entidad tan
impersonal como una “lisis astuta” o una “fuerza amoral”. Esto nos da la pauta
de adónde conduce esta auditoría: a superar los límites del sujeto, preso de
una realidad cotidiana no muy distinta de la nuestra, donde se sigue la ruta
del dinero de los políticos, donde los funcionarios de organismos recaudadores
son consultores en evasión y donde la burocracia estatal entorpece hasta el
hartazgo cualquier tipo de iniciativa independiente. Es en ese mismo contexto que
Gaco y Tamastú no cejan en sus proyectos y logran, de a ratos y a fuerza de
diálogo y empeño, deshaderirse de sí mismos para que hable ese algo más:
En ese punto del diálogo los
vieron caer las vallas que aislaban sus respectivas mentes de las cosas; más, las
lomas pensaban por ellos y la hierba pensaba por todo el resto. Caían incluso
los límites físicos. Podían llegar a desintegrarse en el arroyo. (84)
Aquí vemos una especie de éxtasis a lo juanele y, sin
embargo, “en cada uno de ellos de golpe se hace presente un sujeto” (196). Por
eso la perenne necesidad de auditar la palabra, para poder “agregar un poquito
más de cosa real que esté a la altura de lo que ya hay” (96). Porque “no hay
ningún organismo que exista por sí solo” (80).
Es cierto que no basta con indignarse, que se puede hacer
algo más a fuerza de voluntad; pero también es cierto que se puede buscar la
forma de escuchar –otro sentido posible para auditar– ese algo más que no somos nosotros y que la temible prosa
estatal se encarga de ocultar. Bienvenidos los cortes y las sacudidas entonces.
En esa auditoría hay algo de redención.
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