"Con todas las preguntas en la boca", por Walter Romero

[Texto leído en la presentación de La muertita o la novela que, de Susana Szwarc (Buenos Aires, Ediciones la mariposa y la iguana, 2016), en Casa Brandon, el día 8 de junio de 2016.]



La novela de Susana Szwarc es una novela sobre la demolición y sobre la muerte cotidiana, pero también sobre lo ascensional, sobre lo posible de nuestros días. Es una novela sobre no malgastar la palabra: no hay ripio, no hay digresión; hay micro detalles, micro narrativas injertadas. Y es una novela sobre una historia que se narra desde el subsuelo, desde un inframundo muy humano, muy mortal diría, desde un punto de vista que, sin embargo, desde esa plataforma baja ve el mundo. Es una novela sobre el anhelo o sobre esos anhelos quebrados, como el título que queda trunco, que no acaba o clausura el sintagma y abre así una posibilidad infinita.
¿Qué texto es La muertita?
¿Una falsa novela policial? Acaso se le escabulleron o se le escaparon algunos elementos: hay un cadáver, hay dos detectives, hay sangre pero falta el armazón; por eso es una novela con lo que queda, lo que resta: esqueletos de una forma, o novela que trabaja con las formas, pero sin llenarlas ni rellenarlas y que duda de que la palabra complete. Eso es mejor que el lector lo termine o cierre.
¿Una novela china? Tiene varios indicios, y hasta las unidades de peligro y de salvación parecen venir de ese exotismo cercano, de esa orientalidad doméstica que atraviesa Buenos Aires; en eso es una novela de las antípodas del acá nomas: la muertita puede vivir en un sótano cualquiera de Buenos Aires frente a un lavadero chino. Pero no habilita demasiado la “narración china”, es deceptiva una vez más; pienso en la mafia china, en la posibilidad de esa narración paralela, y me la deja en suspenso. La muertita es una novela sobre las formas narrativas aleladas, vaciadas de sobrecontenido; Szwarc, con tarea de artesana, pone a colgar las formas narrativas para que se aireen y las cuelga en sogas o en hilos que son, a su vez, la fantasmática siempre presente de la muerte –o del suicido– de esas mismas formas: la muerte de la novela, la muerte de la narración tal como la conocemos. Las “cuelga” para mostrarnos –o ponernos en la cara–  el hastío de lo sobre narrado de nuestra era, de lo sobre escrito, por eso se expresa en coágulos, en párrafos solos y colgados en la página, que el lector una vez más sutura, une, enlaza.
¿Un cuento de hadas negro? En la tradición kafkiana, es decir, en la tradición del coleóptero checo de La metamorfosis. Gregor Samsa es el antecesor de la muertita como personaje del anonadamiento, que nada tiene que ver con el ratón de ojos inteligentes, pero cuidado que en el texto hay cobradores de expensas, hay detectives, formas ominosas del conte de fées negro como los tres hombres barbudos kafkianos. Y no hay una hermana que toque el violín, pero hay un canto que desea salir de ese estado de dominación a la que la muertita está confinado y su canto –como si cantar “fuera buscar la arena de los vidrios”– se enlaza con el libertario deseo de ese otro personaje femenino María Marina, nacida en Villaguay y que canta tangos como Azucena Maizani. O también puede ser la versión oscura de la cenicienta urbana, tullidita, hecha de costuras (como un personaje de Tim Burton) con esa remera que se pone al revés y que pone de manifiesto las junturas, como cuando, sin darse cuenta, la muertita “se dio cuenta que había traído el zapato”: hay algo de ese humor negro y oscuro, ominoso, en la relectura ya sea de Kafka o de los cuentos tradicionales intervenidos, que me remite a dos textos con los cuales esta novela entra en franca sintonía:
·        La amortajada de la inmensa chilena María Luisa Bombal, la liviana de toda pena, la Ana María que narra su devenir surreal y mortuorio.
·        Y, en clave de humor negro, El caso de la mujer asesinadita del español Miguel Mihura, donde la dramaturgia onírica cruza los indios sioux (que para mí son los chinos de esta novela) con un caso de muerte, pero que con delicadeza y dulzura hace del diminutivo (asesinadita/muertita) todo un símbolo.
La muertita es la novela de un desmoronamiento, de lo que no concluye o se va desarmando ante nuestros ojos, como si viéramos descascararse una pared, como si viéramos el desconcharse de una silla, como si viéramos el despellejamiento en vivo de un libro, como si fuera un animal viviente. Y esa humanidad mortal y hecha de costuras encarna en la muertita, que se lastima y sangra. O que está ultra viva en las amplificaciones sonoras de una novela que agranda en ecos con tonos beckettianos el descascaramiento del lenguaje, de la frase, del sintagma que se rompe y se astilla.
Pero uno de los dones de este texto, una de sus ternuras –que tiene muchas y que me recuerdan a las ternuras que en pocos encuentros pude conocer de Szwarc persona, ya no la poeta o la mujer de letras nacida en el sonoro Quitilipi chaqueño– es lo inmotivado de las acciones, porque ahí también opera un arte de la fuga, un arte donde la voluntad una vez más queda vaciada de poder y las acciones ocurren como el arte ocurre: acaso por el maravilloso y gratuito “porque si…”.
Novela neoexistencial, diré para ponerle nombre o meter este texto raro en las taxonomías caras al profesor de literatura que soy. “Todos somos la muertita”, todos somos un poco este personaje funambulesco, hecho de puros estados, hecho de la preferencia por los “sótanos”, atravesado por el anonadamiento en el que a veces tenemos que tocar la ceja para saber que hay un cuerpo, personaje que “parece” vertical pero que se nos presenta como en el yacer de las mínimas muertes de todos los días. Un momento crucial de este relato me hizo detenerme y levantar la cabeza (de manera barthesiana), con un puntual pretérito perfecto simple la muertita dice: morí. Y lo dice como quien se suicida en un estornudo o como quien lo deja a uno –como esta novela de Szwarc– felizmente, con todas las preguntas en la boca.

Susana Swarc, junto a Walter Romero y Liliana Heer.
Susana Swarc en Casa Brandon, celebrando
la publicación de su nuevo libro.


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