“La poesía de Marcos Silber, un arca interminable”, por María Casiraghi

Desembarcos, de Marcos Silber. Buenos Aires, Ediciones El Mono Armado, 2015, 117 páginas.


Ya en la solapa se ve. El autor: un niño. La imagen, blanquinegra, pantalón cortito, gran moño negro con lunares blancos (casi más grande que su cara), piel clara, ojos vivos, peinado a la gomina. Con las manos en los bolsillos, mira, intuitivo, a sus lectores. Ese niño es Marcos Silber, y será una voz fundamental de la poesía contemporánea argentina.
Aún si el libro se divide en tres partes (Cercanías, Desembarcos, Identidades), la palabra clave es la que le da título, porque en los 84 poemas que lo integran hay un gran despliegue de personajes, de mundos, de historias, que de una u otra manera han bajado o están bajando de un barco, que es el cuerpo, la observación, la memoria y el pasado del poeta, pero también su imaginación.
Los primeros en descender son los “Pibitos”(13), llegaron hace millones de años,  y desde entonces construyen y reconstruyen el mundo y sus etapas, el día y sus rutinarios instantes. El barco es aquí anterior al arca, anterior al hombre.  En el poema “Lluvias”(17), reaparece el diluvio. Todo remite a un origen común, esa lluvia de primera y última vez, esos sueños que no fueron y los oficios que no se realizaron. Así como un “hombre solo” mira el cuadro donde hay un hombre solo, el poeta mira el mundo donde hay un poeta solo.
Y esta soledad parece ser hereditaria. En “Tres a la mesa”(20), lo cíclico se manifiesta en los relatos orales, anécdotas que se pasan de generación en generación; como si narrar historias fuera un antídoto para salvarse de la soledad y el olvido. A los tres: anciano, padre y niño, el tiempo los acecha, hasta que quedará uno solo para contar.
Desembarcan las personas, pero también los sentires, todos se reúnen y “se ven uno”; el “hombrecito de oficina” (27), la mujer de botas, Frida Kahlo, el abuelo Marcos, un anónimo suicida Sr. José, entre muchos otros sujetos que componen la escena de esta larga obra de teatro que es la vida del poeta, y la vida de su país. Sin embargo, el drama no se limita a lo humano, hay variados poemas sobre la condición de los objetos; así, el destino de los desembarcados es igual al de las cosas; todos, tarde o temprano, deberán “ceder su asiento”.
La cuestión del tiempo es central en el libro, así como la del encierro cotidiano. Hay poemas brillantes como “En la mira”(32); una mira fotográfica recorre las vidas de los veintiséis pisos del edificio; cómplices,  la mira y el observador guardan el secreto de lo que atestiguaron, o “Crucifixión doméstica”(34), cuyo verso  “quien martilla los clavos del domicilio definitivo martilla su ataúd” es un poema en sí mismo.
El humor es una pieza esencial en la poesía de Silber, que ironiza y satiriza lo trágico con una sutilidad y un manejo del lenguaje sorprendentes.  En “Mudanza”(37), un muerto vuelve a la vida para vengar por ejemplo “al aprendiz de canto azotador de mis siestas”. Con un inconfundible estilo y voz propia, musical, tanguero, inteligente, quién si no Marcos Silber escribiría el poema “Deditos”(40) encarnándose en una  manicura de 56 años que ejecuta sus dedos para sacarse de encima sus recuerdos “verdugos”.
 El libro está sembrado de sustantivos porque todo es posible de ser sustantivado. Esto es una constante en  la poética de Silber; otros títulos suyos, Bajo Continuo, Cabeza Tronco  Extremidades, Visitas guiadas, carecen de artículos; las cosas, los astros, son referidos como nombres propios, incluso los sentimientos. Así le da a todo lo existente carácter de sujeto, nadie es pasivo, nadie es víctima, todo es sujeto que sueña, que espía, que olvida, que nace y agoniza.
Para Silber, parecería no importar qué significado tiene ese barco del cual todos descendimos, si es el arca primitiva, si es aquel que trajo la inmigración a la Argentina, el que hizo el “país mío” del poeta. Porque el país de Silber es el mundo. La existencia, lo vivido, responde a un libreto teatral, como lo expresa en “Corte y convicción” (99) que el poeta va siguiendo, armando, desarmando, diseminando. En su libreto personal, el abuelo Marcos es quizás el personaje más importante, porque los desembarcados no son los vivos solamente, también los muertos,  como en “Tren fantasma bar”(85) y “Secretos de alcoba”(87) y en medio de este oleaje de presencias, está la suya, la del yo poético y la del yo carnal, que hacia el final confiesa osadamente “me hice pis”, sin ocultarse a sí mismo lo inminente; que tiene miedo, porque sabe que  pronto en la mesa serán dos, y no tres.
Silber escribe en la solapa: “y no dejo de escribir, para no dejar de vivir”. Por eso, no es ingenuo el hecho de que Desembarcos, sospechada por él como su última obra, incluya el poema “levitaciones” que dará nombre a otro libro recientemente editado, regalo que nadie esperaba. Es que Marcos Silber tiene el don de reírse en la cara de “la propietaria del tiempo”, tecleando incesante su nuevo boleto; en viaje sigue, en blanco y negro vuelve a meter en sus bolsillos sus manos de niño, y nos guiña el ojo.

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