"Etnografía del desfase: hacia el afuera-adentro de Zama", por Carolina Bartalini
El
mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel, de Selva Almada. Buenos Aires, Random House, 2017.
La
etnografía literaria está de moda. Hablar de Zama de Lucrecia Martel,
también. Lo que no está de moda, y contadas veces lo estuvo, es hacer poesía,
mucho menos detenerse a observar y escuchar lenguas en conflicto que habitan
nuestra cultura y el territorio nacional que pensamos –nos hacen pensar– monolingüe: homogéneo. Si la poesía es ya en sí un desafío, Selva Almada
retuerce la escena y la monta al costado del rodaje de una película que trabaja
con la revisión de los estatutos canónicos sobre el cine y la cultura colonial
de nuestro país. Elige dar la voz, que no es poco. Elige ser hablada, hablarse
desde la lengua del otro, o bien, hablar desde la lengua de uno que siempre es
el monolingüismo ajeno, como un poema. El mono en el remolino es una apuesta
poética, que es decir sonora y visual, a contramano de la corriente aunque nade
en ella, o haga de cuenta que lo hace.
El
libro se presenta como un conjunto de episodios mínimos, en torno al rodaje de
la película Zama, la traducción que imagina Martel sobre la novela de
Antonio Di Benedetto. Y si los tiempos entre una y otra están desfasados –más
aún con respecto al momento inaugural de la trama, fines del siglo XVIII, esa
zona casi inexplorada por las letras y el montaje audiovisual–, el libro de
Selva Almada va más allá porque trae la indagación al presente, como si se
preguntara ¿con qué lengua decir la experiencia actual de diversidad que
permite filmar una película con chicas que quieren ser modelos pero deben
trazarse la raya al medio y hacer de aborígenes de una cultura también otra? El
desfasaje es total. De ahí el extrañamiento, como la imagen que Almada retoma
de Di Benedetto, precisamente la que inaugura la novela y que Martel decidió
evitar. ¿Cómo mostrar un mono muerto flotando en el río? ¿qué significa esa
imagen hoy?
La
mirada de género que Almada desarrolló en Chicas muertas (2014), aflora junto
con la perspectiva del territorio, en la cual indagó en Ladrilleros (2013).
Selva Almada se detiene en escenas de extrañamiento cultural que a través de
las lenguas, los sentidos, o lo irruptivo, desestabiliza la filmación de una
película cuyo proyecto ya es en sí mismo desestabilizador. Las chicas no
quieren mostrar los pechos, y las que lo hacen cobran más; una nena posa frente
a un hombre que le dice “mamita” en un sesión de fotos para su fiesta de quince
en el hotel donde se hospeda el equipo de filmación y el lenguaraz pilagá de la
anciana ciega; una mujer, madre de tres hijos, muere durante la filmación, el
hijo mayor va preso por asesinato. No sabemos qué pasará con los demás,
pequeños niños que viven en los barrios de cartón y latas que Almada describe
como territorios de la pobreza estructural en la que viven las comunidades
aborígenes que participan del filme. Una mujer cuenta que su marido la dejó
estando embarazada y que luego se casó con un hombre que la rescató como a un
“perrito enfermo de la calle” para cuidarlos a los dos. Si estuviera vivo,
dice, defendería las tierras que les quieren quitar porque los blancos han
llegado para dividir, dice, por bolsas de comida, por planes, o estás acá o
estás allá.
El
mono en el remolino es
un mosaico de escenas actuales de poder y resistencia. Mejor dicho, es un
compendio de escucha, casi un testimonio de observación etnográfica sobre la
poesía del mundo, sobre la injusticia social, sobre un territorio que nos es
más extraño que un país lejano. En este sentido, Almada se las ingenia para
evitar la desazón e invocar al amor. Lejos de la presunción totalizante del
ensayo –al menos el de interpretación nacional–, la autora se detiene en lo
pequeño, convoca sonoridades, imágenes, lenguas para pensar la realidad social a través del
acontecimiento: los blancos llegan a filmar una película sobre una historia
literaria que habla de los indígenas de más de dos siglos atrás. Selva Amada
recurre a la política de la amistad, de la escucha. Como atenta escritora,
percibe las soniridades que componen las escenas y ubica a todos en la misma
atmósfera de extrañamiento amoroso: una zanella avanza ronroneando en el medio
del pastizal formoseño cuando se filma la escena del peregrinar de los ciegos.
El sol calcinante se transforma en la noche misteriosa de la película: el
tránsito entre el libro y la película está sutilmente logrado.
Sin
embargo, el libro de Almada no pierde autonomía a pesar de que roza los géneros
más propiamente post-autónomos: ¿es una novela?, ¿un relato poético?, ¿una
etnografía fílmica? La potencia de la hibridación es trabajada por Selva Almada
con notable gentileza, al punto de que estas preguntas resultan innecesarias,
improcedentes, inútiles. Al igual que Zama de Di Benedetto y de Martel, El
mono en el remolino rehúsa los estatutos genéricos, despliega una escritura sensible a sus propios tiempos.
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