“Sobre la manija a la servidumbre voluntaria y otros prolegómenos en torno al cuento de la criada”, por Jimena Néspolo
Performace de Las Criadas en la 45° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires presentadas por Marlene Wayard
El
sábado 11 de mayo, en el marco de una actividad organizada por ARECIA (Asociación
de Revistas Culturales Independientes) en la 45° Feria del Libro de Buenos
Aires, integrantes de la Colectiva de Periodistas Argentinas volvieron a
performatear El cuento de la criada. A
cierta distancia de las primeras acciones inspiradas en la novela The Handmaid´s Tale (1985) de Margaret Atwood,
realizadas en 2018, cuando se sucedía el debate en torno de los proyectos sobre
“Régimen de Interrupción Voluntaria del Embarazo”, me interesa tentar alguna reflexión
que ilumine otras caras de nuestro complejo y poliédrico presente.
El
impacto visual y estético desplegado, la amplia cobertura que tuvo en la prensa
local y extranjera y el hecho de que la misma autora canadiense hiciera público
su apoyo a la legalización en el país, por medio de un mensaje de tweet dirigido
a la vicepresidenta Gabriela Michetti, parecen ser razones suficientes para que
las periodistas vuelvan a calzarse el capote rojo, la toca blanca y salgan a
escena. Como se recordará, en los días en que se sucedió el debate, mientras
más de trescientas escritoras se reunían para firmar un petitorio a favor de la
despenalización del aborto, el colectivo de mujeres periodistas performateaba
no una ficción de una escritora argentina o latinoamericana –como bien podría
suponerse, teniendo en cuenta la rica tradición letrada feminista con la que
contamos y, también, que en otros países de Latinoamérica se están sucediendo
debates similares– sino una novela de 1985, relanzada al mercado editorial
hispano en 2017 por el sello Salamandra, como sostén estratégico de la
teleserie homónima de MGM/Hulu difundida internacionalmente por las cadenas
Paramount, Fox, HBO y Antena 3.
Es
interesante detenerse en la amplia difusión de la performance, porque fue cubierta
de manera similar por diarios que suelen posicionarse de un modo antagónico en
el arco político: tanto Página /12, que ya le había dedicado la nota
central al lanzamiento de la redición de la novela y de la serie en julio de
2017, como el grupo Clarín (a través de sus medios gráficos,
del canal TN y sus emisoras radiofónicas) reprodujeron registros análogos de la
performance, presentada así:
En
el marco del comienzo de las exposiciones sobre el proyecto de legalización del
aborto en el plenario de la Cámara de Senadores, el colectivo de Periodistas
Argentinas dio vida a la novela El cuento
de la criada para reclamar por la sanción del proyecto de la Campaña
Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Con capas rojas y
velos blancos, las mujeres recrearon la historia de la escritora Margaret
Atwood, que narra una distopía basada en forzar a las mujeres de menor rango a
gestar niños para las familias más acomodadas y que se convirtió en hit mundial
de la mano de una serie de televisión.
Según
la información publicada, las treinta mujeres envueltas en túnicas rojas y
portadoras de vistosos tocados que ocultaban el rostro que desfilaron frente al
Congreso formaban parte del grupo de más seiscientas periodistas que firmaron
la declaración a favor de la sanción de la ley. Mientras se sucedía la marcha, la
periodista Miriam Lewin leía por altoparlante en medio de la vereda, y con la
columna de “criadas” de fondo, las páginas de “Introducción” con las que Atwood
relanzó la novela en 2017.
En
ese texto, el mismo reproducido por Página/12,
Atwood cuenta detalles de la gestación del texto y explicita ciertas líneas interpretativas
desde donde comprender su distopía. Nos enteramos, allí entonces, que la novela
fue escrita en 1984, a mano,
mientras la autora vivía en Berlín
Occidental y el Muro que separaba las dos Alemanias estaba aún de pie. Junto al
acecho que vivió en su visita a varios países localizados tras la Cortina de
Hierro, expresa también la tensión que el ascenso conservador de Ronald Reagan
y Margaret Tatcher impusieron en la década del 1980, y los radicalismos
religiosos que por entonces empezaban a imponerse, pero además, o
principalmente, coloca a la ficción como el punto de encuentro entre el pasado
y el presente de diferentes coyunturas políticas: “El cuento de la criada se nutrió de muchas facetas distintas:
ejecuciones grupales, leyes suntuarias, quema de libros, el programa Lebensborn
de las SS y el robo de niños en Argentina por parte de los generales, la
historia de la esclavitud, la historia de la poligamia en Estados Unidos… Las
lista es larga”[1].
El impacto de la perfomance frente al Congreso
de la Nación Argentina fue tal que, por ejemplo, a fines de julio de 2018
aparece como noticia en The
New York Times, bajo el título “Las lecciones de Margaret Atwood
para el debate sobre el aborto en Argentina”. Meses después, en marzo de 2019 –luego
del masivo Paro de Mujeres, que también todos los años suele desplegar una
cantidad de acciones performáticas en las calles argentinas–, el Grupo Clarín seguía atento el reguero de
acciones desatadas por la ficción de Atwood, dedicándole –esta vez– una nota a la diseñadora responsable del atuendo de la
serie, y planteando ya la existencia de un fenómeno mundial anclado
en el vestido asumido como “un ícono de los colectivos feministas”.
Llegados
a este punto, hay varias cuestiones sobre las que es preciso reflexionar,
analizando la obra en sí, las distintas transposiciones fílmicas, y la
intervención regente de la autora direccionando lecturas. Por un lado, porque
los grandes hermeneutas de la sospecha –Marx, Nietzsche y Freud– han enseñado a
la crítica literaria a distanciarse con cautela de cualquier pretensión de
transparencia voluntarista. Que Atwood exponga las tensiones políticas que en
su momento caldearon la escritura de su novela, no nos inhabilita a leer la
trama de su ficción a la luz de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo,
desplazada al interior de los géneros, o incluso focalizar el goce que despunta
en varias escenas de la novela en las que lejos de propender a la emancipación
femenina se coquetea con la complicidad del Discurso
de la servidumbre voluntaria (1574) de La Boétie.
Como
se recordará, en 1990 se realiza la primera versión
para cine de The Handmaid's Tale, bajo
la dirección de Volker Schlöndorff y el guion de Harold Pinter. La puesta, que
respetaba la trama de la novela hasta la escena final libremente recreada,
condensaba en noventa minutos de film lo que la serie de 2017 desarrolla en
diez capítulos de cuarenta y cinco minutos que abarcan la primera temporada. La
segunda, lanzada en 2018, se expande sobre la historia de personajes
secundarios que la novela de hecho no contiene. En rigor, es la actriz inglesa
Natasha Richardson la que más se aproxima al carácter naif e impasible de la
protagonista de la novela de Atwood, esa Offred (“Of-Fred”, patronímico que
refiere a la casa a la que la criada ha sido asignada) reclutada como vientre
fértil que ha de ser esclavizado por la casta dominante a fin de lograr su
descendencia. El futuro distópico que en la película aparece luminoso y de
colores plenos, en la serie ya se plaga de brumas y de niebla, con ambientes
que reenvían a escenarios victorianos en los que la actriz Elizabeth Moss se
luce en la tensión de sentimientos encontrados. Ese clima de novela gótica
explotado en la serie, donde el sadismo de las “Tías” (especie de guardianas
encargadas de adoctrinar a las siervas en un nuevo catecismo) se solaza en
escenas demoradas de castigos físicos y terror, está curiosamente ausente en la
primera transposición fílmica y también en la novela: allí el encierro que
narra la protagonista más bien se asemeja al sufrido en un internado de
señoritas.
Clavo
la vista en la acera y respondo que no con un movimiento de cabeza. Ellos sólo
deben ver un fragmento de mi rostro, mi barbilla y parte de mi boca. Pero no
mis ojos. Me guardo muy bien de mirar al intérprete a la cara. La mayoría de
los intérpretes son Espías, o sea es lo que se rumorea.
También
me cuido mucho de decir que sí. Recato e invisiblidad son sinónimos, decía Tía
Lydia. Nunca lo olvidéis. Si os ven –si os ven–
es como si os penetraran, añadía con voz temblorosa. Y vosotras, niñas, debéis
ser impenetrables. Nos llamaba “niñas”.[2]
La diferencia etaria de las criadas entre la película y la
serie es también notable. Mientras que en el film de Schlöndorff se respeta el
tono juvenilista que asume la narración en la primera persona de su
protagonista (más verosímil respecto a la búsqueda de fertilidad que explica su
cautiverio), haciendo que las mujeres esclavizadas sean jóvenes que no superan
los veinticinco años; en la serie se imponen la mirada de una mujer madura que
lleva el peso de cierta historia sobre los hombros, obturando así el tema del
conflicto generacional presente en la ficción original. La falta de diferencia
de edad entre Offred y Serena Joy, la mujer del Comandante, expande en la serie
un juvenilismo impostado que le quita verosimilitud a la trama; a cambio se impone
el erotismo apolíneo de los cuerpos al hacer que todos los agentes masculinos que
participan de manera policíaca del aparato ideológico del Estado –para usar
palabras de Althusser– sean jóvenes, bellos y, principalmente: deseados. La
diferencia de matices que separa la novela de sus dos trasposiciones no es, por
tanto, para nada menor. La más notable quizá sea el carácter justiciero,
netamente activo, que asume la protagonista al final de la película de
Schlöndorff al sellar con sangre y navajazos su huida. A diferencia de lo que
podría creerse, la serie de 2017 retoma el perfil pasivo de la criada en su
versión original y lo refrenda. Hasta la misma Margaret Atwood se gana un cameo
haciendo de Tía que castiga físicamente a las reclusas en medio de un
adiestramiento. Que la criada se enamore de su violador es –no obstante– el
núcleo invariable más ominoso del cuento.
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