“La vida es una pesadilla perpetua”, por María Rosa Lojo



Dark, de Baran bo Odar y Jantje Friese. Netflix, 3 temporadas, 2017-2020.

Las citas de Nietzsche, Shakespeare, la tragedia Ariadne (que alude al mito del laberinto), las alusiones a la filosofía hermética (la TabulaSmaradigma) de la cual sale la frase “Sic Mundus creatus est” enmarcan la acción en un halo de misterio y le dan un trasfondo “profundo”. La figura de un personaje que nunca envejece (Noah, el presunto sacerdote) nos trae ecos de historias que se ocupan de inmortales, como el cuento homónimo de Borges y la novela de Simone de Beauvoir. El personaje es contradictorio, filosóficamente hablando, pues plantea por un lado la existencia de un presunto plan de Dios, como cura o salvación; y por otra parte, también dice que Dios no existe y que la vida es un dolor del que hay que liberarse.

Por momentos, pareciera que estamos frente a una búsqueda espiritual de trascendencia del tiempo-espacio e ingreso a una dimensión superadora de los opuestos, las contradicciones y la muerte, como en la vieja alquimia reinterpretada por Jung. Pero ¡caramba!, los símbolos viejos se han modernizado y se mete la energía nuclear de por medio y las nuevas teorías de la física. Aparecen conceptos como el agujero de gusano, la materia oscura, la partícula de Dios, el bucle del Tiempo (representado antes por el ouróboros hermético: la serpiente que se muerde la cola, y que veremos en la 3° temporada ya no solo como diseño del Hermetismo sino como bella pulsera digna de Lagerfeld que luce la madre de Ulrich Nielsen). Por supuesto, hay una central nuclear, donde se ha producido un accidente que las autoridades ocultan (en paralelo con el desastre de Chernobyl), este espacio (con sus cuevas secretas y sus residuos radiactivos) se convierte en el centro de todos los experimentos para derrotar al Tiempo viajando a través de él. En la primera temporada ocurre el viaje de Jonas, en principio como aventura para averiguar por qué ha desaparecido el niño Mikkel (que resulta ser también su propio padre Michael), y antes otros niños. Después iremos viendo que todo es más complicado o, mejor dicho: muy complicado. ¡Un insoportable embrollo que une varios siglos con momentos clave precisamente cada 33 años, porque esa cifra marca el momento en el que el ciclo fatídico debe comenzar de nuevo!

La “modernización” de lo alquímico-hermético incluye una escenografía gótica y decimonónica que convive con la modernidad de la central nuclear. Magnetismo, rayos, chatarra de todas clases de una era precibernética y frankesteiniana, ruinas, oscuridad, cuevas; seguramente planea por ahí la sombra del Dr. Faustus y de Mefistófeles, su tentador (de alguna manera, el Jonas envejecido como una momia encarna a ambos: ¡salve, oh Goethe inmortal!); la Central Atómica de Winden es el nuevo y viejo castillo donde se oculta el monstruo humano (Minotauro de su laberinto, atroz Segismundo en el país de la pesadilla perpetua). Y con dos Apocalipsis al hilo (2020 y 2053), la chatarra y los fierros retorcidos se multiplican mientras afuera sigue la lluvia y cuando no llueve, un sol asesino ilumina el desierto donde solo quedan algunos seres humanos.

Otra cuestión a mencionar son las distintas variantes de las máquinas del tiempo que se van construyendo: desde la horrible silla que se cierra sobre los niños inocentes a ella atados (mezcla de silla eléctrica con cualquier experimento del Dr. Menguele que podamos imaginarnos en un campo de concentración del Tercer Reich) hasta la esfera portátil (¿máquina prêt à porter para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero?) que usan sobre todo las chicas expedicionarias: desde las Claudias Tiedemann hasta las Marthas Nielsen.

Hay sexo, bastante, incluso entre gente que se ama. Pero los vínculos carnales crean nuevos seres que reproducen relaciones incestuosas y violentas. Es un mundo posterior a la caída, donde Adán y Eva (Jonas y Martha) son expulsados del Paraíso, y la sexualidad se vuelve pecaminosa porque engendra vidas que serán devoradas por el Tiempo-Dios. Todo trae a la memoria la frase que figura en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el famoso cuento de Borges sobre un mundo ficticio (que después se termina devorando la realidad, como un agujero negro): “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Frase atribuida a un “heresiarca” de Tlön, y que conecta con el pensamiento cátaro-maniqueo sobre la condena de la sexualidad reproductiva, puesto que reinicia eternamente la vida de los seres humanos en un mundo caído. Adán y Eva están condenados al castigo eterno en ambos mundos o en el mundo doble. Sin embargo, según a qué personaje escuchemos, el Paraíso también puede ser la muerte. Solo ahí, en el silencio y la nada infinitos nos liberaríamos de los eternos ciclos de la repetición. Lo dice Jonas, pero también lo dice Hannah, cuando relata una suerte de experiencia onírica en la temporada 3, al final.

La serie abunda en “sentencias sapienciales” sobre la condición humana, que a veces son demasiado contradictorias entre sí. Quizá porque la principal contradicción planteada está entre la libertad y el destino: creemos que vivimos porque deseamos cumplir determinados objetivos, pero lo deseamos porque no podemos evitarlo. En suma: no podemos elegir qué desear.

Quizá la primera temporada sea la más interesante de las tres: plantea de entrada una trama altamente intrigante y atractiva, con ecos y referencias literarias que presentimos cargadas de simbología y enigmas. Pero en el suceder de los episodios, nadie llega a cavilar qué fue primero, si el huevo o la gallina, y los espectadores quedan tan mareados como después de haber subido a una montaña rusa.


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