“La senda del perdedor” por Javier Geist


Transatlántico de Pablo Manzano. Benito Juárez, Zeta Centuria Editores, 2021, 128 págs.



En una atmósfera que amalgama el final de la década de 1990 y el inicio de los 2000, se erige y desarrolla la última novela de Pablo Manzano. Su protagonista, Facundo, es un personaje que encarna a la perfección la identidad y el imaginario de una época tan significativamente trágica como icónica, tanto para el imaginario popular nacional como para el mundial.

Durante la presentación del libro, el autor mencionó que estaba conforme con el momento en el que se publicó, entre otros motivos por el tiempo de corrección extra ganado. No solo concuerdo con esta idea sino que considero que la novela desembarcó en un momento preciso en el que la estética de fin de siglo ha tenido regresos acertados a los distintos medios: el relanzamiento de la serie Okupas (2000), por ejemplo ha vuelto a poner en boca del público ciertos debates sobre la época que tranquilamente pueden tener continuidad a través de la lectura de esta novela, y que se refleja en algunas particularidades, como que en la primera parte Facundo vive una casa que es un bien de familia, que comparte con uno de sus amigos, Patricio, y que debe dejar cuando deciden venderla. El personaje de Facundo, por momentos, comparte más de una característica con el de Ricardo, protagonista de Okupas. “La decisión (de vender la casa) de mi padre y mi tío (su hermano) no tuvo nada que ver con los destrozos que encontraron, ni con el vecino, ni con la posibilidad de que estuvieran molestos conmigo porque ya no estudiaba” (p. 23). Más que un paralelismo, ambas obras marcan una identidad, una idea de época.

También puede pensarse en diálogo con otras obras audiovisuales, como Rapado (1996) de Martín Rejtman o Pizza, birra y faso (1998) de Stagnaro y Caetano. Hay pequeños detalles que indican el clima: “Cada vez se consumía menos ácido y más cocaína (...) No estábamos en los sesenta, sin duda, el seis se había dado la vuelta” (p. 21).

La voz de Facundo, que narra en primera persona toda la novela como un monólogo interno que se ramifica al infinito, nos acerca por momentos a la figura clásica del escritor maldito. Momentos como “Tal vez la vida consistía en eso, en conseguir que se te fueran cerrando todas las puertas” (p. 63), de una nostalgia bukoswkiana que se yergue sobre la propia historia de vida: “Hoy que el juego ha cambiado, esas historias son lo único que me queda, mi único tesoro” (p. 85). Un movimiento pendular que va de las drogas al sexo furtivo, y de la soledad a la contemplación de la existencia como absurdo. Un puente existencialista que pinta como una acuarela perfecta aquellos tiempos tumultuosos: “Yo soy esas historias, soy un hombre que asciende por escaleras que descienden, una especie en extinción (...) ¡Es Sísifo!” (p. 87). La sombra de Camus, como un fantasma, tiñe algunas de las escenas; Facundo se autoexilia de una Buenos Aires marcada por los excesos de los noventa y aterriza en una España de los dos mil que se integrará a su ser, mostrándonos cómo con el paso del tiempo adopta su tono característico al hablar: “Eres la hostia, tía (...) Justifiqué mi acento alegando el tiempo que llevaba en España” (p. 109). Quienes sientan curiosidad por la melodía de la prosa pueden escuchar al escritor leyendo un fragmento de la obra en el podcast de Boca de Sapo.

Para terminar, hay algo que une principio y fin de la novela, más allá de la temporalidad y las reminiscencias: el personaje de Carolina. Incógnita indescifrable, su personaje excede todas las categorías en las que intentemos colocarla, cambia como los tiempos e interpela al protagonista de principio a fin: “¿Cómo es que nuestros caminos han vuelto a cruzarse? Tiene que haber un propósito oculto. Algo que explique esta atracción desde el primer instante” (p. 121). La novela nos tienta como lectores a desarmar aquella intriga, plausible de variadas interpretaciones en el retrato de un héroe posmoderno que asciende “siempre y cada día por una escalera que desciende” (p. 48).

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