“Pequeña música nómade”, por Felipe Benegas Lynch


El corazón del daño, de María Negroni. Buenos Aires, Literatura Random House, 2021, 144 páginas.



Negroni comienza El corazón del daño con un epígrafe de Clarice Lispector que reza: “Voy a crear lo que me sucedió”. La frase parece apuntar a la frontera difusa de lo biográfico, arma una coartada frente a miradas indiscretas. Sin embargo, a medida que uno va leyendo, se va revelando que la clave biográfica no es lo central del texto: está más allá de la ofensa, la venganza o el testimonio. Y no solo porque la madre a la que se invoca desde el comienzo ya está muerta, sino porque la escritura de Negroni está todo el tiempo desmarcándose del relato ingenuo para buscar los límites de la palabra. En ese sentido, podríamos leer el epígrafe al revés: sucedió lo que me creó, y entender que el punto de partida es ese, la madre, no como objeto de evocación de una vida, sino como la condición de posibilidad para la palabra. Porque la madre es una persona de carne y hueso que un día va a parir, pero, en este caso especialmente, la madre es un lenguaje: una lengua madre a la que uno nace y a partir de la cual uno ve el mundo y explora las formas de acceder a él. Negroni sabe que no es fácil hacer del lenguaje una puerta de acceso a algo más; la mayor parte de las veces permanece como un velo infranqueable que determina nuestra mirada y punto, nada más. Tal vez ahí resida el corazón del daño, en no poder salir de esa red.

Negroni –quien adoptó el apellido materno para publicar sus textos– ha construido una “poética negra”(143) que busca horardar ese filtro: “Quito, una a una, las capas de lo visible que me impiden ver. A lo mejor los libros son también eso: un viaje a la transparencia” (35, 36). El viaje es un intento de salvarse del origen. Tanto en la vida como en el texto se trata de un esfuerzo por salir de la endogamia y abrir líneas de fuga. Para que la lengua viva debe ser nómade, una “pequeña música nomade” (29) que se resiste a ser engullida por la madre omnipotente. Negroni pone en marcha ese lenguaje heredado en todas las facetas posibles, se sacude y se desmarca desplegando a la madre desde distintos puntos para desasirse de ella, o para acceder a ella realmente más allá de la palabra y de la muerte.

La madre es “tú”: “Es lo que busqué, Madre. Darte, como en el Apocalipsis, un libro a comer” (9).

La madre es “ella”: “Con sus palabras mordaces, que usaba como cuchillos (y a veces, como púas delicadas), adivinaba la sombra de las cosas, el sarro del pensamiento” (42).

La madre es “la dueña del lenguaje” (42) a la que el “yo” que narra reconoce haberle robado el vocabulario, “exacto e irritante, sin privarme de nada” (43). Madre es también el daño que decía: “solo yo tengo embestida en la música, pensamiento en la sangre, rostro en la tiniebla” (42).

Y sin embargo la “fuga musical” (79) de Negroni ya está en marcha desde el mismo título, desde el mismo nombre. La escritura es un “sufrir rítmicamente” (25) que engendra un latido nómade y hace vida en la palabra: no cuenta la vida –aunque la cuente– porque “la casa de la infancia no figura en los mapas” (13). Es decir: no hay transcripción posible de lo vivido, y sin embago se escribe. Se horada. “No basta con recoger los restos del naufragio” (21).

Sucedió lo que me creó: la madre que estampó el apellido Negroni en esa hija que escribe y se escribe hasta la transparencia. Los sucesos de su vida, sus lecturas, sus cartas, sus emociones: todo es lenguaje en abismo, latido que huye de ese nombre y al mismo tiempo lo busca para atravesarlo en un encuentro imposible.

El corazón del daño es un verdadero viaje al corazón de las tinieblas del lenguaje, donde lo humano se redime y se abisma.



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