"Amparo Dávila: el gótico femenino en Hispanoamérica o cómo llevarse puesto todo el orden conocido" por Jimena Néspolo
Cuentos reunidos, de Amparo Dávila. Buenos Aires, FCE, 2022 - Madrid, Páginas de Espuma -FCE, 2022.
Si en “El
huésped”, un cuento publicado en la década del cincuenta, la cotidianidad de
las mujeres de la casa resulta violentamente amenazada por un imprevisto “huésped”,
cuya rara naturaleza no alcanzamos a desentrañar; en “La casa nueva” (2008), uno
de los últimos relatos de Cuentos reunidos, encontramos que la
protagonista ya es una exitosa empresaria que afronta las extrañas visiones que
comienzan a desestabilizar psicológicamente primero a su hija y luego a ella
misma, con un sentido práctico y resolutivo. El mundo de Dávila está
confeccionado a partir de escenas domésticas donde lo fantástico emerge para
llevarse puesto el orden de lo conocido; son ficciones protagonizadas por
mujeres que habitan sus hogares como fieras enjauladas y cuidan con el mismo
celo a sus hijxs, aun cuando los mismos tengan comportamientos que escapen al
sentido común o incluso ni siquiera hayan nacido. Cuando la posibilidad del
aborto emerge, ya como fantasía o como realidad, como en “El último verano” (Árboles
petrificados, 1977), la prolífica madre se inmola, culposa, intentando
fusionarse con lo amorfo de la vida increada.
Madrazas de lo insólito: los cuentos Amparo Dávila echan raíces en la larga tradición del gótico femenino hispanoamericano, ese que palpita desde el siglo XIX en las ficciones de Eduarda Mansilla (1834-1892), Juana Manuela Gorriti (1818-1892), Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y Emilia Pardo Bazán (1851-1921).
La edición
española de los relatos está acompañada por un prólogo de Mariana Enriquez, quien
considera a estas ficciones como “cuentos de terror” y afirma: “‘El huésped’ es un sutil cuento
sobre el micromachismo y la violencia doméstica. (…) Lo que es muy notable es
que la protagonista vive en un mundo y el marido en otro porque él trae este
bicho, lo pone en una habitación, no tiene nombre y todo el mundo está aterrorizado.
Cuando se lo dicen, él dice que no es para tanto. Tiene algo de realidad
quebrada también, como si ella estuviese loca” (Télam).
Es en el último cuento que cierra el volumen, “Con los ojos abiertos” (2008), donde se reflexiona sobre la naturaleza de ese “terror” que aqueja a Mariana, el personaje central: “Otra vez el mismo terror, pasar hora tras hora inmóvil, sólo esperando que en cualquier momento entraran a su recámara y la victimaran. Hacia la madrugada cesaron los ruidos, después de un buen rato, Mariana logró dormirse, no sin antes haber dado gracias desde lo más profundo de su corazón, por estar con vida.” ¿Y a qué le teme Mariana?: a perder sus privilegios de mujer acomodada, a que ladrones, salteadores o lo que fuera interrumpan su confort y desnuden el vacío de una vida pomposa que encadena reflexiones baladíes en una casa atiborrada de objetos inútiles.
Ya que en
el tiempo en que Amparo Dávila urdió minuciosamente su obra tampoco existían la
redes ni el espectáculo de la intimidad, pocos datos suyos abultan los legajos
de claustros o mausoleos. Nació un 21 de febrero de 1928, en el estado de
Zacatecas; estudió en el Colegio de Religiosas de San Luis Potosí; entre 1956 y
1958 fue asistente de Alfonso Reyes; en esos años contrajo nupcias con el
pintor, escultor y dibujante mexicano Pedro Coronel. En 1977 ganó el Premio
Xavier Villaurrutia por Árboles petrificados, y en 2015 obtuvo la
Medalla Bellas Artes de México. Fue contemporánea de muchos escritores y amiga
de tres grandes: Julio Cortázar, Elena Poniatowska y Margo Glantz.
La
escritora francesa Elena Poniatowska recupera la siguiente anécdota: “Recuerdo que una vez en los cincuentas
Amparo Dávila me contó que ya no quería manejar porque sentía que su automóvil
la llevaba donde él quería, nunca donde ella tenía que ir. A medio camino tenía
que obligarlo a regresar a su casa. Me pareció una historia de pavor muy
similar a la de sus libros y poesías”. Por su parte, la escritora mexicana Margo
Glantz la recuerda así: “Le gustaban mucho los gatos, era pequeña y frágil, y
tenía muy bellos ojos, misteriosos y un poco amedrentados. Estuvo casada y tuvo
sus hijas con un gran pintor, Pedro Coronel, robusto y alto, a su lado se veía
aún más pequeña. También fue muy amiga de mi segundo marido, Luis Mario
Schneider, escritor argentino que vivió mucho tiempo en México”. En rigor, Dávila
dedica su último volumen de relatos, Con los ojos abiertos (2008), a la
memoria de Schneider, quien en la década de los noventa pergeña una antología
de textos de la autora, dándole un impulso importante a su obra.
Con todo,
quizá sea la amistad de Julio Cortázar la que más engalana su prontuario. A él
y a Aurora Bernárdez, Dávila le dedica el cuento “El entierro” (Música
concreta, 1961), que narra la declinación de un hombre, cómo desovilla el
relato de su vida y de sus transgresiones de alcoba junto a su testamento y el
legado de sus bienes, antes de que el espectáculo de su propio cortejo fúnebre
lo sorprenda. Es muy posible que haya sido a través de Alfonso Reyes que la
escritora toma contacto, tempranamente, con Cortázar, a quien le envía su
primer libro de cuentos en 1959. Como respuesta, el “cronopio” le manda una
carta de agradecimiento donde traza algunas líneas de lectura sobre las que la
crítica abundará luego: la presencia de lo insólito o “uncanny” como el gran
tema articulador de sus ficciones, la plasticidad de una prosa que tiende lazos
con el registro poético, la influencia de Leonora Carrington, etc. Entendámonos:
Para entonces, Cortázar ya había publicado Bestiario
(1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959); sabía
muy bien lo difícil que era dar con un cuento de “acabado perfecto”, ese que te
atraviesa como un refucilo y que se escribe de una sentada, que nace de la fusión
forma/contenido y que es imposible maquinar sin dejarse llevar por la pulsión vital
de la historia misma que se narra: un cuento donde lo fantástico puede emerger de
algo muy simple y llegar a desestabilizar de cuajo todos los niveles de la
percepción. Aún así, le piropea la maestría, y le pide más. Nace entonces un
diálogo de titanes que punzan en sus textos los modos en que lo insólito se
manifiesta y se abisma en el presente, desfondándolo.
En esa carta
de Cortázar a Dávila, fechada el 20 de junio de 1959, el autor de Rayuela
le escribe: “He tenido un
gran placer con la lectura de Tiempo destrozado, que me parece un
excelente libro. En la solapa se habla de esta obra como su primer libro de
cuentos; si es así, admiro la maestría y la técnica que se advierten en cada
página. Si algo sé es lo que cuesta lograr plenamente un cuento; en realidad,
en cada libro que publico no estoy satisfecho más que con uno o dos de los
relatos. Los otros, después de múltiples tentativas, se niegan a adoptar esa
forma quizá demasiado perfecta que quisiera darles. Y como la forma no existe
en sí misma, sino que es más bien la justificación de lo que se escribe, la
prueba tangible y estética de que valía la pena escribirlo, hay que deducir que
pocos cuentos nacen plenamente vivos...”
En
rigor de verdad, Julio Cortázar fue el primero en hablar del “gótico” como una
especie de ensanchamiento o dialectización de “lo fantástico” que implicaría,
más allá de los dispositivos formales propios del género, un modo especial de sensibilidad
y de cuestionamiento de las certezas realistas. Sobre este tipo de sensibilidad,
particularmente afín al reino de la infancia, al mundo femenino y a todas
aquellas modalidades de lo aleatorio o subalterno, reflexiona en sendos artículos
―“Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata” (1975) y “El estado actual de la
narrativa en Hispanoamérica” (1976)—, y en la profusa correspondencia que
mantiene con interlocutores de todo el mundo hispano durante décadas. Ahora
sabemos que Dávila era uno de esos interlocutores, aunque su nombre no se le
haya caído de la boca a los machos del Boom.
Los cuentos
de Amparo Dávila surgen sin gestos ampulosos ni declaraciones estridentes, pero
traman una poderosa telaraña que, sigilosamente, va acorralando al lector en un
mundo no desprovisto de hechizos ni de magia, donde las explicaciones simples o
unívocas se desvanecen y el miedo se impone. Fantasmas de la razón: sus
personajes suelen habitar los umbrales de lo
posible, se aclimatan en la locura sin entregarse completamente al delirio para,
al fin, desenmascarar a los vivos y a los muertos.
[Artículo publicado en Infobae el 27/4/2022]
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