“Cavar un foso”, por Miryam Pirsch


Vengo a buscar las herramientas, de Silvia Hopenhayn. Buenos Aires, Corregidor, 2021, 240 págs.




Silvia Hopenhayn es una figura ampliamente conocida para quienes frecuentan la agenda cultural. Lo es por las diversas actividades que desarrolla, ya sea escribiendo (como en el caso que nos ocupa) o como periodista, crítica, entrevistadora, divulgadora literaria. Cosmopolita y diversa, Vengo a buscar las herramientas, se suma a sus anteriores novelas, Elecciones primarias (2011) y Ginebra (2018). Como en ellas, un episodio autobiográfico es el germen para desplegar una narrativa poética y sinuosa que  desarrolla, en este caso, historias paralelas pero no tan distintas.

Dos historias, dos tiempos, dos espacios, dos niñeces, dos modelos familiares avanzan alternativamente: Los Molles 1966 y Villa Crespo 2019 dan marco a relatos que, a partir de la perspectiva de Lucio y de la voz de Juana, dan cuenta, desde sus infancias tan distintas, de cómo los vivos cumplen la misión de hacer lo que los muertos ya no pueden. La vida involucra responsabilidades y todo acto acarrea consecuencias de las cuales, por el solo hecho de permanecer vivos, hay que ocuparse y para eso, justamente, hace falta contar con herramientas: “Se mata lo que se come” (201) repite la madre cuando su hijo pisa accidentalmente un caracol o cuando, junto con su amigo, festejan la muerte del cuervo que en pleno vuelo chocó contra uno de ellos. Porque qué hacer con los muertos es asunto de los vivos.

La frase que da título a la novela de Hopenhayn es parte del diálogo entre el padre de Lucio (maestro, director y mucho más de la escuela rural de frontera en Los Molles) y los pobladores locales cada vez que alguien muere: 


       —Vengo a buscar las herramientas.

       —¿Quién ha muerto?

        —El rengo Queupu, Director.

        —¿Los acompaño?

        —No. Usted nos enseñó, Director. Ahora lo hacemos nosotros. (11) 


Padre y madre del niño y la niña portan herramientas que, a medida que avanzan las historias, resultarán indispensables para cuidar de los vivos y de los muertos: la pala, el martillo, la escopeta, la sierra o la palabra, cuando Juana lidia con la muerte de su gato a través de los diálogos trasnochados con sus amigas, mientras su madre cree que está durmiendo. 

Y si nos detuviéramos en este punto, bien podríamos leer Vengo a buscar las herramientas como una suerte de novela de recorrido donde, además de el y la protagonista de las historias paralelas, varios son los personajes que emprenden un derrotero de transformación a partir de las herramientas que un donante les facilita, para que tuerzan su camino y se conviertan en héroes de su propia historia, o para que lidien con ella; como Lucio y como Juana o su madre con la muerte, ese hito en el cual se encuentran detenidos antes de lanzarse a caminar por el bosque, por la selva, por una cuadra de Villa Crespo. Historias de exilios, travesías y derroteros desviados también atraviesan a varios personajes secundarios: el panadero de la cuadra, a quien su novia develó los secretos de la repostería antes de abandonarlo; la rusa de la mercería Corte y confesión, que se fugó de los maltratos maternos a los doce años para recalar en Winifreda, La Pampa, donde abuelas prestadas le enseñaron a coser, bordar, tejer; o el ferretero, la chica del mechón azul o los turcos estigmatizados por masacres pasadas.

A fuerza de color y de poetización, más importante que la herramienta es quien la entrega y quien enseña qué hacer con ella, cómo emplearla para construir(se) un camino que lleve a algún destino. 


Comentarios

  1. Que atrapan te reseña! Me dan ganas de leerla y hasta de hallar mis propias herramientas!

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