“Tras las ciruelas congeladas de William Carlos Williams”, por Jimena Néspolo

 

La muerte feliz de William Carlos Williams, de Marta Aponte Alsina. Barcelona, Candaya, 2022, 208 páginas.



Quizá no fueran las ciruelas congeladas el gran regalo que William Carlos Williams (1883-1963) habría de ofrecernos a nosotros, sus contemporáneos fuera de época. El don, ese excedente que las obras potentes ofrecen en virtud de su exageración y que el lector recibe como una fruta preciosa que debe compartir para no morir de indigesta, quizá haya sido el señalamiento de un tipo de latinoamericanismo fundado en lo diaspórico, habitando el centro mismo del imperio. 

“Esto es sólo para decir/ que me comí las ciruelas/ que había en/ la nevera” reza uno de los poemas de Williams que Centro de Editor de América Latina se encargó de popularizar, en la de década de 1980, en un accesible fascículo (ilustrado por Luis Scafati y prologado por Jorge Santiago Perednik) que los jóvenes poetas de los 90 leyeron hasta el empacho. El poema como receptáculo de una cotidianidad desprovista de pirotecnia se volvió consigna de taller, y había razones. Amigo de los grandes innovadores de su época (Ezra Pound, James Joyce, Hilda Doolitle), William Carlos Williams rompió con la tradición modernista al crear una poética nueva y singularmente estadounidense que hacía pie en la vida común del proletariado.

La muerte feliz de William Carlos Williams, publicada en 2015 en Puerto Rico (Sopa de Letras) y recientemente reeditada por Candaya (Barcelona), es una novela que se lee con una veneración prestada y que decanta, por fuerza de gravedad, en un museo propio. La excusa que urde Marta Aponte Alsina es el fetiche del vate: el morbo de acercarse con lupa a la vida del gran poeta norteamericano del siglo XX, ese médico pediatra ―“un virtuoso de la nalgadita seca” leemos en la primera página― que atravesó los grandes acontecimientos del siglo (dos guerras mundiales, una pandemia de gripe devastadora y la Gran Depresión) y dejó rastro de ellos en su obra. La novela crece a partir de esos espacios en blanco en donde el testimonio queda trunco y los interrogantes se imponen: el retrato del poeta y de su círculo familiar, el modo en que lo íntimo se vuelve obra y la feminidad se manifiesta, su relación con su esposa Florence y, principalmente, con su madre, la misteriosa artista puertorriqueña Raquel Helena Rose Hoheb Hurrard (1856-1949).


Lectura, sampleo y nigromancia

Templada al compás de la poesía de Williams, la prosa de Aponte Alsina tiene ‒no obstante‒ un timbre propio, más labrado, más denso, que a lo largo de las páginas progresivamente se despega del festejo epigonal para revelar, en primera persona, el mecanismo de escritura a través de la exploración de múltiples fuentes documentales, y ofrecer el rostro trágico de los propios fantasmas, porque “la literatura es también cementerio familiar e ira apalabrada: confusa expresión de cariño” ‒leemos en el texto. 

El disparador de la ficción, entonces, es el libro Yes, Mrs. Williams: A Personal Record of My Mother (1959), un texto que Williams escribe poco antes de morir, para reivindicar a su madre, una talentosa pintora que corrió la suerte del “canon accidental” de mujeres desplazadas, que viajó de Mayagüez a Rutherford, New Jersey, y allí se instaló por más de medio siglo.  

Marta Aponte Alsina

“Ese libro trata sobre los conflictos que tenía con la figura de su madre y con su cultura, un tanto foránea en el New Jersey en donde Williams nació y vivió casi toda su vida ‒confiesa la autora‒. Leí el libro e inmediatamente me sedujo. Me impresionó que hubiera tanta información sobre la vida social y cultura del Mayagüez (Puerto Rico) de la primera mitad del siglo XIX y que llegara como una especie de traducción doble. Él captura el testimonio de su madre y algunas expresiones son captadas en español y escritas literalmente. Cuando ella no habla en su inglés extraño, con su acento y sus calcos del español y del francés, que eran sus lenguas dominantes, hablaba en español de las figuras de su época de juventud y de su niñez… De inmediato pensé que Williams quiso recoger unas memorias para que la vida de su madre no hubiera pasado en vano. Ella siempre se quejaba de que había tenido que abandonar sus estudios de arte y su vocación en una ciudad extraña cuya cultura no era compatible con la formación suya. La impresión que recibí era de gran frustración y un poco de culpabilidad del hijo, que siente que su madre se queja porque se ha sacrificado por él, por su familia. Él quiso reivindicarla en ese libro. Y yo me dije: ‘este libro merece una respuesta’.” 

La muerte feliz… es una novela ajena que se vuelve propia: ajena a la autora, que empieza su escritura como si sampleara recuerdos inventados en vidas ajenas, hasta lograr que la voz propia se imponga y convierta la ausencia en un bosque húmedo, donde los olores, los sueños y los sonidos adquieren la consistencia del líquido amniótico, como si escribir fuera tentar la utopía imposible de volver al útero materno: “Sabe que la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético”, leemos. 

No por casualidad La muerte feliz de William Carlos Williams comienza con una cita velada a la novela White Mule (publicada en Buenos Aires por Santiago Rueda Editor bajo el título Así comienza la vida, en 1946, bajo la traducción de Federico López Cruz): cabildeo donde lo femenino se abre como enigma en la narración de un parto en un suburbio pobre y donde el personaje de la beba mal querida lleva el nombre de la esposa del poeta (Florence, Floss).

Para Aponte Alsina, militante feminista de la primera época, que ganó en 2014 la cátedra Nilita Vientos Gastón que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico, todas las mujeres de Williams son fascinantes: la esposa Florence, terco remedo de “mula blanca” que lo acompaña en todos sus devaneos poéticos, la abuela Emily y sus espíritus, la madre Raquel, que vivió junto al autor de Paterson hasta el último día de su vida, y que también solía convocar a los espíritus dentro y fuera de la tela. Voces y sonoridad, el ritmo del poema vuelto prosa en una ordalía nigromante imposible de apresar en un solo cuerpo: Aponte que presta su voz al poeta, que la presta a su madre, que la presta a sus antepasados que reenvían a las profundidades boricuas de Mayagüez y de Cayey, y así infinitamente… 

“Juntar palabras es un acto complejo ‒asegura Aponte‒, donde no solo se juntan ideas, sino sensaciones e imágenes, la escritura es quizás una forma de la lectura, que no es solo lectura de letras, sino de ambientes, espacios, seres, criaturas, sensaciones, sentimientos, plantas y animales. E intuición de lo pequeño, que apenas se ve. El cuerpo no se segmenta al escribir. Tampoco al leer. Sobre todo cuando la lectora tiene años y lecturas abundantes”.


Imágenes y archivo

Otra característica a destacar en La muerte feliz de William Carlos Williams es la presencia de imágenes a lo largo de las páginas: cuadros, viejas fotografías, mapas, reproducción de páginas de libros, intercaladas en la prosa, generando un diálogo que recuerda a las ficciones de Sebald. Interrogada sobre esta influencia y el modo de trabajar la imagen, la autora confiesa: 

“La presencia de imágenes en libros quizás se remonta a los manuscritos iluminados y, en lo inmediato, a las ilustraciones de las novelas decimonónicas. En el cuerpo de La muerte feliz… se suman, de otro modo, a la creación verbal de una atmósfera, para interrumpir el texto abriendo la página a otra lectura, capaz de evocar respuestas casi infinitas, movedizas, que por una parte chocan con la palabra y por otra muestran documentos cercanos al proceso de escritura. Son imágenes relacionadas con el proceso de investigación que precedió a la versión final de la novela. Parte del archivo de investigación está presente en esas imágenes incluidas en el libro. Sostienen la línea narrativa, pero también la interrumpen y la desvían. En el caso de Sebald, las imágenes de algunos de sus libros contrastan de manera casi antagónica con la sequedad del texto escrito”. 

Julio Ramos, un importante crítico literario coterráneo de Aponte Alsina, señalaba a comienzos del nuevo milenio que el desplazamiento de grandes masas migrantes en busca de condiciones favorables de trabajo, en esta etapa final del capitalismo, no necesariamente conducía a la muerte del latinoamericanismo, más bien todo lo contrario: propicia la apertura de las categorías territoriales a fin de percibir las porosidades culturales, las contradicciones y los silenciamientos. Así, el carácter transcultural que atraviesa de norte a sur a América Latina se hace visible en este nuevo latinoamericanismo extraterritorial y diaspórico que recrea la novela de Aponte Alsina al seguir los pasos de la artista Raquel Hoheb Hurrard por varios continentes. 

Williams in Rutherford, New Jersey.

William Carlos Williams fue un escritor prolífico, que cultivó diversos géneros: ensayos, novelas, teatro, autobiografía, poemas. En 1949 fue nombrado para ocupar la cátedra de Poesía de la Biblioteca del Congreso de los EE. UU. Pero antes de tomar posesión le fue retirado el cargo, sospechado por sus simpatías con la izquierda, y por apoyar a Ezra Pound, acusado de traición a la patria y de propaganda fascista. Pound se salvó de la cárcel y el cadalso porque sus amigos salieron a declarar en su defensa, tildándolo de loco: el país que se dijo campeón de la libertad a uno lo recluyó en un manicomio y a otro le provocó un colapso que lo dejó inválido el resto de su vida. A ese imperio de la demagogia liberal es al que Williams le ofrece el excéntrico retrato de su madre, para echar raíces en un nuevo latinoamericanismo capaz de albergarlo a él, y a todo aquel que soñara, no ya con comerse una “ciruela congelada”, sino con habitar el paraíso expandido de los paisajes abiertos. 

Por eso Marta Aponte Alsina recoge el regalo y lo hace circular, por eso anota: “William Carlos Williams tiene una visión del Caribe y las Indias Occidentales como lugares donde hubo mucha mezcla racial y desplome de las jerarquías. Es una visión un tanto paradisíaca, utópica del mestizaje en las islas. Sin duda, allí hay una huella ideológica y también una huella entrañable de los afectos”.  


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