“La lluvia termina donde el mar comienza” por Lucía De Leone


Donde termina la lluvia de Norberto Gugliotella. Buenos Aires, Corregidor, 2023, 215 págs.

Había una vez un chico joven que caminaba hacia las aulas por los pasillos de Puán. “Puán”, por la calle, así es como llamamos a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA quienes ingresamos a alguna de sus carreras después del cambio de sede. En el caso de la imagen referida (la del joven chico caminando), me refiero a entrados los años 90, cuando la cursada era interrumpida con asiduidad para manifestarnos, estudiantes y profesores, en contra de las políticas educativas del gobierno neoliberal que venía a amenazar la cosa pública. Hoy Puán es también el título de la película que se estrena justo cuando esas acechanzas reviven con una ruindad inadmisible. Pero, por entonces, ese chico que caminaba (es su mejor retrato: lo pienso y lo veo en movimiento) era estudiante de Letras, como yo. No éramos amigos, me acuerdo que a veces nos hacíamos saludo de cara y cada uno seguía su camino. 

Años después, lo encontré en institutos de investigación, en congresos, por aquí, por allá, supe que se había casado con una compañera (hoy mi gran amiga), hasta que por fin trabamos amistad en las jornadas en las que durante varios diciembres se celebraba a Clarice Lispector en el jardín del Museo del libro y de la lengua. (En otros países el mismo día pasaba lo mismo según los husos horarios). La editorial Corregidor (donde este chico y su compañera hacen maravillas) había sido de las pioneras en la traducción y difusión en la Argentina de la escritora brasileña –sumaba prólogos y estudios de especialistas– y tenía presencia protagónica en esos festejos. La excusa de hijos e hijas de la misma edad, las afinidades literarias, el cariño que crecía día a día replicó en una amistad entrañable que se mide –esta broma es para vos, amigo– en la cantidad del guacamole ofrecido en las cenas con que homenajea tanto.

Pasaron los años, en el medio también pasaron cosas, pasó un libro que nos trajo tanta felicidad, pasaron muchas visitas al stand de la editorial en las ferias del libro de Buenos Aires, pasaron numerosos chats, pasó la pandemia que no pudo cortar nuestra comunicación. Hace más de un mes, un mediodía, recibo mensaje del chico que camina. Ahí me contaba que estaba por salir finalmente su novela y me invitaba a presentarla junto a dos amigas. Entre tímido y entusiasmado me preguntaba si yo podía, que si quería, que qué me parecía, que sin compromiso y esas cosas que hay que cortar de cuajo cuando la respuesta ya la tenés: era la fiesta prometida. 

Pero va llegando la hora de los nombres. El ya no tan joven chico que caminaba, que estudiaba, que me saludaba con la cabeza, el mismo que hoy hace de las suyas con ingenio admirable en las redes sociales (¿es Ruperto, Roberto, Adalberto, Alberto, Felisberto o… Ricardo Rubén?) hoy es escritor, autor –según la idea moderna que lo define por el ingreso a la escena pública–, y se llama (por si siguen confundidos) Norberto Gugliotella. Ah, y acaba de publicar una novela cuyo título despierta un mundo de sensaciones: Donde termina la lluvia. No hay interrogación, es modalidad expresiva y sin embargo abre una cronotopia incierta: donde termina la lluvia, parecida a aquella que asoma cuando nos preguntamos si es en la orilla donde el mar empieza o donde el mar termina, parecida también a la inconclusión que leemos al mirar el agua que cae por la ventana en el modo poético que nos legó Irene Gruss (“Ventana”): serán, pregunta la poeta, ¿los vestigios de la última lluvia o del último sol? A partir de esa indeterminación buscada y un fanatismo por anclar la fábula en zonas de pasajes (los movimientos son hacia un adentro indefinido, un afuera pero adentro, de afuera hacia adentro) se despliega todo el proceso creativo de la novela. 

La situación inicial es más o menos así: una chica llamada Violeta (el color de la transmutación y por ende de la indeterminación, para seguir con la idea que vengo planteando) es abandonada por su padre. Sergio es un tipo al que mejor perderlo bien lejos que encontrarlo en la esquina. Junto a su madre, tienen que escaparse  de la casa familiar para no morir de un estacazo, para no ser asesinadas por este golpeador, por este machista recalcitrante que se entrega a la bebida en momentos de paternidad y  vuelve rápido a la sobriedad en horas de trabajo, por este potencial feminicida, por este facho que no duda un instante en portar armas para salir a cazar  “negros”, por este mal fanático de River que termina a las piñas incluso con sus amigos si se pierde un partido o no ingresa a la cancha el jugador Ponzio, por este ser bestial que no toma transporte público por asco de contagio y porque venció su sed aspiracional con el auto propio, y que anda por ahí tildando de “puta” a la chica linda que usa faldas cortas, es sensual y coge bien. 

Les hago una confidencia: suelo empezar a familiarizarme con los libros por el final. Desde muy chica cargo con esa herida, traumática a esta altura ya que es un eterno retorno. Pero esta vez (Norber todo lo puede) me rendí ante el epígrafe –de una de mis poetas preferidas (Idea Vilariño)– que el autor eligió como ese umbral que hay que atravesar para llegar a la casa-libro. Ahí mismo se dejan las primeras huellas de la indeterminación –ser mi padre y mi madre, ser mis hijos, ser esa visita que no estuvo y que no estará después– que se hace carne en la disposición coral de las voces narrativas. ¿Importa quién habla? Claro que sí, porque cada protagonista de la historia dará su propia versión de los hechos haciendo uso de distintas técnicas para vehiculizar el discurso: están Sergio, Diana y Violeta (un padre ausente y violento, una madre que protege como puede, una hija pequeña obligada a crecer de pronto) que asumen puntos de vista con posiciones ideológicas contrarias así como modos divergentes de plantarse ante el mundo. 

En el orden de las representaciones, la novela prueba con distintos géneros discursivos: la transcripción brutal y entrecortada de la verborragia impune en el caso del bruto, un conjunto de diarios íntimos donde la niña frente a lo incomunicable no evade la crudeza para poner en escritura el dolor que abre huecos en el alma, la ventriloquia de una madre que necesita desdoblarse (la segunda persona actúa como posibilidad de nombrarse en el discurso) para asumir el acto impropio de invadir la privacidad de la hija (leerle los diarios a escondidas) o tomar la distancia necesaria cuando se está transitando, cuando se está padeciendo la tragedia. Con esta apuesta narrativa, las lectoras y los lectores tendrán la ardua pero grata tarea de reconstruir las diez partes y quizá (yo lo hice) tomar partido. No porque sí, sospecho, en las primeras páginas del libro hay una insistencia en el acto de mirar (menos límpido que borroso, menos espejo que espejismo) que leo como guiño, advertencia o pacto de lectura: habrá que armar, entonces, un hilo conductor de todas las imágenes que se mezclan como los cubos de hielo dentro de un vaso; habrá que armarse de paciencia de orfebre para ello, habrá que refractar a ese sol de todos lados, y alguna que otra vez habrá que cerrar los ojos para armar mejor las historias del pasado, incluso si  estas pertenecen a vidas anteriores o extranjeras (sabemos los efectos que trae el sol radiante en los personajes literarios).

La indeterminación que invoco se hace presente, además, en la función de los personajes (sobre todo femeninos) en la trama que, según la narratología, serían “redondos”, en la medida en que no son estables sino fluctuantes, con cambios sustanciales en el correr novelesco, con conflictos internos y nunca acabados en la simpleza. Por tomar dos casos contundentes: Diana es una madre que oscila entre la figura protectora, llena de dones y la que también se equivoca, toma malas decisiones, elige un marido que arruina a la hija de ambos, es quien nunca encuentra la palabra exacta, se vuelve invisible para hurgar en los secretos de la niña, y tiene que ser hija para poder ser madre. Hay una tía, Tamara, una suerte de outsider del orden heteropatriarcal y sus contratos sexoafectivos, que se envalentona en declaraciones y no hace más que maternar a su sobrina y a su hermana. 

| habrá que armar un hilo conductor de 

todas las imágenes que se mezclan

 como los cubos de hielo dentro de un vaso |

Pero es Violeta (la que rima con violencia no porque pegue sino por pegada, se dice en una de las frases más poderosas del libro) quien se escurre entre los pliegues de la indeterminación. A la niña de la cifra impar (tiene 13, luego 15) la tienen por la determinada, la decidida, es quien se afana en construir una novela familiar sin el padre (lo tacha, lo olvida, lo reemplaza, le cambia el semblante, pretende, convencida de los límites de la biología, quitarse la filiación nominal y valerse del apellido de la madre o de su tío). Nacida y criada bajo el signo del derecho y los avances feministas, Violeta, fanática de las listas, pone en la misma enumeración a los feriados del 25 de mayo, el 9 de julio con el 24 de marzo. Con una educación sentimental orientada más por la tía que por la madre o las amigas, Violeta decide empezar su conversión de niña a mujer no por hitos marcados por la presencia del varón (como un primer beso o el inicio de la vida sexual), sino porque empieza a escribir. La escritura, de diarios en este caso (del no padre o ex padre, de los quince años y el que se titula Donde termina la lluvia), no es meramente catártica o terapéutica porque la conecta con la opción de pensar, esgrimir ideas propias, apelar a la imaginación y jugar con la gramática (mediante usos no sistemáticos del lenguaje no sexista), los cálculos combinados, el tamaño de la belleza de palabras como “conmueve” (así conjugado) y mariposa (en esta última coincidimos Violeta y yo: ¡qué palabra tan preciosa que es mariposa (con rima y todo) y en casi todos los idiomas: butterfly, farfalla, papillon, borboleta!). El lugar vacante del padre malo es ocupado por la instancia de la letra y así el ingreso al orden simbólico no requiere de la figura organizadora. La escritura no es espacio para la resistencia esta vez sino de la pura agencia. Ser mujer es no renunciar a las aspiraciones de estudiar y transformase en una socióloga importante, y así, desde un posicionamiento querellante, tener las herramientas para combatir la violencia machista, dar vuelta las versiones heredadas y escribir otra vez la historia (la de las mujeres, los vulnerados, las disidencias, las maltratadas). Pasar a otra etapa de su vida es dar curso a los aprendizajes de la niña politizada, que va a marchas del #Niunamenos, celebra no tener que llevar un cartel con la foto de su madre y no baja la guardia a la hora de micromilitar en cada espacio de actuación: concientiza a amigas que se dejan agarrar de la espalda por esos “boludos” o a la casi hermana (hija del novio de la mamá), que se obnubila con el merchandising y los disfrazados de Disney de los parques de diversiones de Orlando.

Pero no todo es color de rosa en la vida, ni siquiera de Violeta (el color que toma del rosa fuerte o magenta uno de los componentes para formarse), que  integra el colectivo de las pibas que hoy copan de manera inédita las calles y reclaman por sus derechos y libertades. La nueva familia que se le va armando a Violeta –la chica que se sobreadapta y piensa como adulta– no deja ser un “como si”: Claudio es un padre de repuesto, Guada y Luca son hermanos prestados, el PH al que se mudan es casi una casa, su abuela no es su abuela es la mamá de su mamá, su abuelo es un viejoemierda, el pueblo polvoriento de origen no tiene nombre, es el lugar prohibido, al que nunca jamás se puede volver. Y al final el deseo de escribir lo que Violeta llama su prehistoria es una consigna similar al “pidamos lo imposible”, porque justamente ese estadio de la humanidad es ágrafo y es con el descubrimiento de la tecnología de la escritura cuando se fecha la llegada de la historia. Pero los sueños sueños son y si se sueña en grande, nos pasan cosas grandes, dicen por ahí, y quizá de eso se trata cuando hablamos de la potencia creativa del deseo, que, vigilante, vela los días y las noches para cambiarlo todo de una vez y para siempre.

¿Y dónde podríamos hallar esta enorme ambición en la novela? Me gusta pensar que es en la relación con la naturaleza, que –sabemos– no sigue los tiempos de la nación productiva pero pareciera que tampoco está del todo sujeta a los ciclos naturales. Porque los tiempos de la naturaleza son afectivos y abren otras formas de establecer comunidad. La familia reconstruida se afianza cuando Violeta va por primera vez a conocer el mar. Ahí vivencia qué sienten los pies sobre la arena caliente, cómo pica la sal en el cuerpo, cuánta belleza es la del pelo bailando al ritmo de los vientos atlánticos. Esta novela que promete ser sobre un padre y nos traiciona amablemente, que coquetea con los ritos de iniciación de las ficciones de aprendizaje y los excede, esta novela feminista escrita por un varón que no nos tira la agenda por la cabeza sino que no tiene más chance que instalarse en un clima de época, es para mí la novela donde la naturaleza interviene en la dimensión emocional. Donde termina la lluvia es pura indeterminación, dijimos al principio y lo seguimos sosteniendo aunque Violeta crea que su mayor revelación es haber visto ese final. Se trata de una indeterminación que aloja, incluso en su ilusión de finitud, un tiempo suspendido (que es la temporalidad de la inventiva, la creatividad, la imaginación) porque es ahí mismo donde el mar, con todo su misterio y velocidad prodigiosa, comienza.


Comentarios