“Sublime mamotreto mestizo” por Agustín Conde De Boeck

 



Malasya de marmat (Marcelo Padilla). Córdoba, Nudista, 2024, 480 páginas.


Gabriel Marcel, esa especie de versión bonacible del terrible Léon Bloy, señalaba la radical diferencia de acento que separa la frase “Dios ha muerto” cuando la pronuncia Nietzsche o cuando lo hace Sartre. Si el primero se para ante el abismo de esa revelación y absorbe completo el vértigo de la ausencia que registra, en el segundo, que la proclama ante los periodistas mientras desciende del avión, la afirmación llega permutada en eslogan cínico. En el deicidio nietzscheano fermenta una Angst, un duelo incluso, que en Sartre se reduce a la forma plana de un desentendimiento, casi adolescente, respecto de lo sagrado a partir del cual habilitar una libertad llena de responsabilidades, autosuficiencias y angustias impostadas. Contrariamente a lo que parece por las derivas de cada programa, la libertad de un universo sin eje teológico es más lúgubre en Nietzsche que en Sartre: ¿o al fin y al cabo no es la fantasía vitalista del Superhombre un morbo trágico? Y la supuesta condena sartreana a la libertad ¿no arroja al sujeto a un territorio de desconsuelo prosaico donde el humano se vuelve rápida y sospechosamente resiliente a la ausencia de lo divino?

Omnia comparari possunt. La anécdota caprichosa de esta distancia de tonalidades plantea un modelo antitético que puede servir para ilustrar dos líneas legatarias que la voluntad vanguardista ha encarnado en las literaturas argentina y uruguaya del siglo XXI. Porque no es lo mismo, justamente, el acento con que se encuentra el reclamo vanguardista y la autoexigencia experimental en Libertella, Laiseca, los Lamborghini, Levrero, Perlongher, Zelarayán, Molina, Copi, Marosa, Polleri, etc. que el acento con que tales reclamos y autoexigencias reemergen posteriormente en un panorama de formalismos procedimentales preaprobados como, por ejemplo, los planteados por los programas de Damián Tabarovsky, Pablo Katchadjan o Gabriela Cabezón Cámara, con sus respectivas diferencias, o, incluso, en esta misma línea, los consabidos desoves salidos de las imitaciones más epidérmicas de Aira. Digamos que, si en estos últimos es algo así como un kairós epocal, lo que vehiculiza la identificación con la categoría de vanguardia, en los primeros la única herencia posible debería jugarse en el terreno del gasto inútil, de un despilfarro diametralmente opuesto a la prudencia y el sentido de la oportunidad. Si de un lado la vanguardia del siglo XXI sólo puede aflorar en términos de eslogan desinfectado y desafectado, del otro, la auténtica y honesta voluntad vanguardista de autoinmolarse en la inutilidad de la propia obra –la escritura hermética como cisura antisocial, como vértigo de hundimiento en lo silvestre– deberá acaso operar bajo el signo de una toxicidad. Y si aquellos herederos profesionales buscarán hoy la facilidad del etiquetado, es probable que los viejos buenos vanguardistas no lamentarían demasiado perder la palabra “vanguardia” en el camino. 

Queda también claro que, si en la vanguardia profesionalizada la reducción fenomenológica de la literatura a su eidos procedimental acabará encauzándose en una mundanidad de oficio, en los segundos cierta condición hipercaótica de la experimentación no hará sino reflejar, hacia abajo, un isomorfismo con la vida rota y, hacia arriba, un anhelo de reencantamiento capaz de proyectarse hacia una declaración de afinidad con la idea de lo sacro. El crítico entiende que en la vanguardia se juega algo en el plano anagógico de la creencia.

“La literatura enferma y cura”, postula Pablo Farrés en Literatura Argentina (2012), y uno podría añadir que, justamente en ese punto idiota donde la cultura suele reclamar que la literatura facilite resiliencias y reparaciones, es allí donde debe intoxicar con pasiones anómalas; y que donde se espera que la literatura opere frívolamente en términos de asepsia lúdica, es allí donde debe arremeter con reclamos ontológicos, pactos de sangre y exigencias psicofísicas totales.

Quizás, antes que caer en el facilismo del inventario, baste con detenernos en un solo ejemplo que en cierto modo abarca una visión de paralaje. Se trata de Malasya (2024) del escritor sanjuanino marmat (dispénseme la inserción constatativa del gentilicio como inercia adjetivante de un remanido y fetichizado federalismo). Esta “novela que no existe”, como se declara desde el vamos, reclama para sí los futuros perdidos de una vanguardia neobarroca cuyos frutos quedaron quizás encapsulados en una experiencia de época, ese mismo fantasma de la vanguardia que incluso quienes señalan hoy con entusiasmo crítico su naturaleza espectral no hacen sino coadyuvar a su olvido. Creo que a esta altura del siglo XXI se puede ya aceptar que, si bien los mercados culturales lograron producir el efecto de una herencia trunca de aquellos vastos proyectos de escritura experimental, otra óptica revela, de repente, exuberantes territorios de continuidad. Malasya es claramente uno de ellos.

Instanciando las trapisondas de Personaje Descolocado y su eterno consejero, Celebrante Retirado, así como las esporádicas intervenciones del propio Escribiente de la crónica y las puestas en abismo de los relatos que se cruzan de uno a otro, la escritura de Malasya se torna desmesuradamente hipergráfica. Sus quinientas páginas se multiplican hacia adentro, como en la geometría hiperbólica de un objeto capaz de detentar una extensión interna "desbordante" con respecto a la intuición euclidiana. Y en el hipervolumen encajonado de esta obra, donde el volumen es mayor del que la envolvente sugiere, se produce la expansión paradójica de una región de lenguaje que crece, no ya por linealidad narrativa, sino por acumulación de imágenes, formulación de consignas y escanciado de episodios cuyos vínculos no evidentes van, sin embargo, tejiendo un mundo tugurizado: la crónica inexistente de un lugar inexistente que, entre mapas de fronteras luxadas, guerras entre brujos, edificios de treinta kilómetros de alto, traza el arco entre el alba y la caída de un territorio. La masa crítica alcanzada por este material fisionable es Malasya.

Cómo toda gran obra, la base se reduce a una premisa: hay un lugar, en ese lugar pasan cosas:

  • uno de los caracteres recurrentes, Personaje Descolocado, huye por azulejos y se convierte en un símbolo de la delirante resistencia contra el propio texto.
  • comparsas y figurones grotescos deambulan como en un corso: La Pequeña Napoleón, El Polako, y El Celebrante Retirado, todos complotando para dominar el elusivo territorio de Malasya.
  • en un momento clave se produce el deicidio: Personaje Descolocado y sus aliados matan a Dios (lo matan simbólicamente, de la única manera en que se puede matar a un dios), lo cual desencadena una caída colectiva en la depresión y el surgimiento de nuevas religiones marginales y Mesías de pacotilla.
  • Carlota Echagüe se complica en una cuestión hospitalaria con el diablo, en un romance mefistofélico que ella recibe con la candidez de un Fausto criollo.
  • los Miembros de la Disolución, visitantes de origen aéreo, causan una hecatombe al intervenir en las costumbres locales. Lo ancestral y lo moderno entran en conflagración.
  • el Escribiente se une al Circo de los Prófugos.
  • Personaje Descolocado asiste empastilladísimo a una fiesta en el loquero.
  • Buda, en una noche de delirio, se emborracha con rumanos, desata una batalla en un cabaret y deja tras de sí un sainete de muertes, peleas y viajes fluviales.

Y así… No hay una línea recta en su épica, sino un enhebrado de teselas de un gran vitral: sus ochenta y ocho capítulos, capaces de cierta autonomía, se enlazan por prepotencia bajo la forma de novela. Esquimalia y Linternaia son algunas de las urbes que puntean el territorio de Malasya y deforman algún perfil fenoménico de Argentina, como la Agonia de Leónidas o la Guatimotzín de Laiseca. El trazo de la novela es la caricatura. Barroco en su tropismo reticulado: como la imagen artificial que los filósofos del siglo XVII tenían de la naturaleza, el territorio marmatiano opera como una máquina hasta en sus más remotos niveles de microscopía y macroscopía. Se trata de una geopolítica rarificada donde la diplomacia y la guerra siguen arcanas reglas invisibles de desorden. 

Estamos ante la desmesurada crónica de un territorio espurio, saturado de hibridación mitopolítica y que esboza una tenebrosa filosofía de la Historia donde los procesos mecánicos pasan por arriba y sólo queda observar, descolocado, o cronicar, en retirada. El narrador, que se presenta como El Escribiente, ve permanentemente boicoteada su tarea de registrar la historia malasyana por los propios personajes que cobran una vida mostrenca y derraman su saga de horrorreír. El proyecto de toda la novela está siempre al borde de un derrumbe o al borde de cobrar conciencia de ser un laberinto infinito. El sueño del fractal que Fogwill leía en Laiseca y Lamborghini alcanza aquí una apuesta altísima de complejidad.

En la contratapa, Noescanon (también monónimo) define Malasya, con mucha precisión: una “mitología de nosocomio”. Porque la rendición de cuentas de esta obra es fundamentalmente con una potencialidad colifata con que cierta zona de las literaturas argentina y uruguaya declararon su lateralidad: el permanente retorno de lo reprimido que traza una línea desde La ciudad de los locos de Soiza Reilly y las iteraciones de Fijman hipostasiadas en el Ergueta de Arlt, el Tesler de Marechal y el Fiksler de Castillo, pasando por el psiquiátrico de El jardín de las máquinas parlantes y los campos de concentración de ¡Alemania, Alemania! Una literatura que encontrará en lo manicomial el cumplimiento de sus asignaturas pendientes.


| la auténtica y honesta voluntad vanguardista de autoinmolarse en la inutilidad de la propia obra deberá acaso operar bajo el signo de una toxicidad |


Por un lado, es ostensible que Malasya funciona en relación de continuidad o parentesco con Los sorias y El jardín de las máquinas parlantes de Alberto Laiseca. Por el otro, participa, como éstas, de una continuidad más vasta que se remonta al Adan Buenosayres. Porque Personaje Descolocado, puede ser usufructuario del Solicitante Descolocado de Leónidas y de Personaje Iseka, pero también abreva con cierta potencia auroral en los caracteres marechalianos. Asimismo, hay una tradición de orientalismo quebrado en la literatura argentina en cuyas filas Malasya pareciera inscribir su gesto de base. Baste pensar en La mujer en la muralla (Laiseca), La perla del emperador (Guebel), Una novela china (Aira), Ciudad sin noche (Schoó). En Malasya, aparece ya un Asia reducida al absurdo de su imagología, la saturación del exotismo la hace devenir doméstica, por momentos casi cuyana. La ciudad de Malasya, ese “gran mosaico de Pagodas” donde caben todas las diversidades humanas hasta la desarticulación microscópica de las ideologías y cultos (“Más diverso que este nuevo mundo no hay, no vienen los mundos así”) se vuelve un territorio cartofágico, xenógrafo y en permanente flujo topológico. Podemos pasear por la zona de la Virgen del Consumo, cruzar el Canal Cacique de las Odaliscas, atravesar la Planicie de las Matriarcas y demás barriadas oscuras habitadas por brujas y dílers, y aparecer, de repente, en Guaymallén.

De hecho, casi brasileño en su antropofagia, Malasya expone los fragmentos quebrados de una civilización (fabricante de ruinas, como querría Libertella) a medio camino entre el complicado juguete artificial y la exuberante selva orgánica. Libertella comenzaba “Nínive” bajo el lema de “Elijamos la frase más difícil”. Lamborghini, en Sebregondi retrocede, al hablar de la locura de Porchia (hablando no sobre Porchia, sino en Porchia) arroja su famoso: “Vamos a escribir unas cuantas frases para no entender”. Finalmente, esa cruza bautizada por Moyano como “Héctor Jorge Libertella Bonino” conjura: “Si yo no sé de lo que hablo, tampoco permitiré que otros lo sepan”.

Con medio millar de páginas de mamotreto mestizo armado con materiales crotos y un continuum de imágenes y consignas, marmat acude precisamente al sentido de “sagrada escritura” subyacente al gesto de la escritura hermética. Adopta al pie de la letra el apotegma de Pierio Valeriano en su Hyeroglyphica: “porque hablar con jeroglíficos no es otra cosa que revelar la naturaleza de las cosas divinas y humanas”. Una lengua no lineal, secreta, hecha de imágenes. Y, ostensiblemente autoinscripto en ese Corpus Hermeticum del “descifradero de Indias” libertelliano, exhibiendo su prepotencia como objeto complejo, Malasya formula su tributo con las palabras clave de esa tradición de “literatura amotinada”, como la llama Luis Gusmán: mescolanza, cirujeo, risa canalla, roña criolla, neobarroso, realismo delirante, maximalismo, caoísmo, gran llanura de los chistes, novela llena de animales (como fue proyectada Tadeys).

Saturada de diableries criollas y un humor negro en grado de componer una densa mitología macabra, Malasya se vuelve bío- y necrobarroca, concentrada en la corporalidad mutante y la hibridación vital de las alimañas. Las alimañas: esa periferia del reino animal (animalia) que siempre recae sobre la recurrencia truculenta de entender la vida como un reversible teatro de la muerte.

En estos arrabales donde todavía la Historia no terminó, marmat, “experimentado en los espantos de un mundo donde el horror es hábito”, ofrece esa literatura imposible de asimilar por la formulación hipersimplificada del mercadeo literario contemporáneo. Precisamente, tal como se pronuncia en Malasya: “Cuando estás condenado a verlo todo, nadie financia tu deseo”.


Clic aquí, para escuchar un fragmento de la novela en la voz del autor.


 


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