“El atajo II. A propósito de los nombres” por Florencia Eva González



“Mimnio.. Athesa.. Eioioio…Mimnio…Athesa…Eioioioioiooo” 

El Mano canta una canción de cuna mientras muere. Se activó la glándula del miedo que los Ellos le han inoculado. “Los Ellos son el odio, el odio cósmico. Ellos quieren para sí el universo entero. Por eso nos obliglan a matar, a nosotros, los Manos, que solo vivíamos pensando en lo bello”. 

Los objetos cotidianos, en la mirada que el Mano nos devuelve, retoman un acicalado brillo. El delicado exterminador que está acabando con la especie humana se encuentra sentado frente a una mesa común.

“Alcánceme esa escultura, por favor... en la gracia de ese cuello hay siglos de arte”: Esa frase nos recuerda que existe una rara politicidad en los objetos, enla cual se condensa el drama de lo sagrado y laico atravesando la vida de las cosas. El Mano se detiene en su cuello. El Gutenmesch es una criatura mítica, un ave que se puede ver en grabados medievales con un cuello que se alarga indefinidamente desde el corazón al cerebro. Una expresión asociada a la sabiduría y a sus mediaciones donde sobresale el estado de melancolía. El cuello desmesurado se repliega sobre sí mismo, como la funcional mano que bautiza al Mano y lo convierte en el humano más humano. 

El tornero Franco corta el aire fatalista y melancólico de la escena, devolviéndole materialidad a la materia en la cruda existencia transitoria de una función. 

“No es una escultura: es una cafetera...” 

En El atajo, el Mano con un aire de superioridad más grande que de costumbre juzga otra clase de objetos raros: los libros, e interpela a los resistentes Juan Salvo, el físico Favalli, Franco, el historiador Mosca, que han entrado en el enigmático edificio de la Biblioteca Nacional, que espera en algún futuro. 

¿Esto leen? Con razón…

“En este lugar incómodo, se concentra la evidencia de la fragilidad y torpeza de una cultura con pocas ideas y contradictorias entre sí”. 

Una vez más, si vemos con los ojos del Mano, el fracaso se torna evidente. Sobre el anaquel desordenado pueden verse los libros de Martínez Estrada Radiografía de la Pampa, de Scalabrini, el Plan de Operaciones de Mariano Moreno, Arlt, Adán Buenosayres de Marechal, el Martín Fierro, Jauretche, Walsh, Girondo, Saldías, Borges, Manuel Gálvez. 

En esa mesa se libra un combate. 

Sasturain le ha brindado a la viñeta el picante de su experiencia de crítico próvido, mezclando libros como barajas para retratar diversas ondas contradictorias que caracterizan a una cultura viva. 

Entonces: la historia es contradicción, no es línea ni linaje.

Y no contiene nombres de mujer. A pesar de tratarse de una obra del 2007 [1], el panteón iluminado del canon de la intelectualidad argentina se erige sin referencia a pensadoras y escritoras, aunque más no sea por cortesía. 



Si nos detenemos en Radiografía de la pampa, se sostiene una teoría sobre el clásico tema de “civilización y barbarie” que implica una honda innovación sobre este antagonismo. Hacia el final, Ezequiel Martínez Estrada afirma: “triunfó la barbarie pero bajo la forma de civilización”. Esta retorsión de los términos de Sarmiento arroja resultados inesperados para la interpretación de una historia de luchas y lecciones de la estirpe social en sus movimientos complejos. ¿Qué juicio podría contener esa frase sobre el Estado y la oquedad de las instituciones? ¿Qué salvación de la vida popular por una vía colectiva que esperarnos? ¿Con qué lenguaje que actualice las contiendas entre libertad y sumisión, entre lo “nuestro” y lo “ajeno” para crear por fuera de los senderos coloniales que surgen como novedad en una vieja estructura profética? ¿Es mucho pedir para este tiempo timorato, de superficies sin brillo ni blend?

En las calles se libra un combate.

El gobierno de Perón cambió el nombre de Canning por el de Scalabrini Ortiz, y luego en 1976, en la dictadura, la calle volvió a llamarse con el nombre del embajador inglés hasta que en 1985 fue restituido. En el nombre de Scalabrini, una marea asciende por Corrientes y Esmeralda, en el de Borges, aparece Gurruchaga en su cruce con Paraguay y en los tratadistas urbanos metafísicos, el punto del Aleph, se congregan todas las fuerzas del mundo; un lugar cósmico. Una ciudad metafísica que se inspira en una revelación de Macedonio Fernández: hay algo en el interior de las cosas. No se trata de una apariencia supuesta o falsa de la dialéctica marxista donde ese “algo” supera al trabajo cristalizado en ellas. Se trata de un todo orgánico y anímico que se vuelve insurgente. 

Buenos Aires es un lugar literario y poderoso. 

Una vez más, esa fuerza hay que descubrirla en el misterio de sus calles, en los ángeles y demonios de Villa Crespo que escribe Marechal y “en el hombre que está solo y espera” que, traducida a la política, da cuenta de una formación federalista e idealista de la Argentina, donde los paisajes y las formas de la naturaleza confluyen como si fueran un gran sistema hidrológico en la capital. Esa revelación, homenaje a Macedonio Fernández a quien Scalabrini denomina “el primer metafísico de Buenos Aires”, es un prototipo del porteño que está destinado a una gesta de amor, de amistad, amasada entre elementos minerales, vegetales y animales. Como “Recienvenido”, un sujeto reparador, redentor, que debe desentrañarse, dejándose seducir por una maraña de significados que se resisten a una interpretación rápida. El personaje se asombra de los tranvías, de la velocidad, del tiempo que trastoca el espacio y que descubre que la ciudad es un lugar del hundimiento del yo donde surge un ser superior al yo individual, un personaje encantado que permite el verdadero albergue de lo humano. ¿Podría el Mano comprenderlo? ¿Podría imaginarse "por qué se lucha" sin que esa pregunta pueda considerarse inútil o abstracta?. 

Los libros ahí dispuestos resultan tratados sobre esa pregunta, variaciones necesariamente contradictorias e insuficientes y una apuesta fundamental a los propios actos de disconformidad colectiva que harán de su respuesta, un espacio de conflicto siempre abierto. 

Por su parte, el lenguaje que en ellos se constituye, no solamente dice algo sobre el mundo sino sobre la dificultad ética del sujeto que habla y que surge de su quiebre infinito, debido a los interrogantes que se ciernen sobre sí mismos. Sin esas contradicciones no habría política social ni autonomismo nacional que pudiera alcanzarse. 

En una fantasmagoría que no pertenece al Eternauta, la imagen de Mariano Moreno se hunde en el agua y otra en el fuego que quema libros en un descampado. La memoria y el fuego parecen vivir en una lucha interminable que conduce a agosto de 1810, partiendo de las actas firmadas por Mariano Moreno y Cornelio Saavedra que ordenaron la confiscación de la biblioteca del Obispo Orellana, para fundar la Biblioteca Nacional. Lo tenían claro: debían crear un ejército y fundar una biblioteca para hacer triunfar la Revolución de Mayo. Armas y libros.

Un concepto de “biblioteca revolucionaria” basado, no en la circulación de libros en los espacios de lectura y edición previsibles, sino en actos cuya validez explicara un estado de convulsión y guerra. 


| En las bibliotecas se libra un combate. |


Las bibliotecas incautadas revisten un grado de significación en términos del lenguaje de guerra, un trofeo que indica un factor dominante en la marcha bélica. La Biblioteca Nacional se funda no por donación sino por exacción. Se funda para crear y entender, pero sobre todo para luchar. Una acción coherente con el Plan de operaciones, donde Mariano Moreno expone un plan determinante: “No dejar de cortar cabezas, no impedir que se viertan grandes arroyos de sangre”. Quizá se debería ver una metáfora en esa frase a la manera de Scalabrini, que le interesa el jacobinismo de Moreno, y agrega: “sin embargo, el poder naciente en la Argentina tiene que incautar en nombre del Estado, las minas del Alto Perú”. Es como si dijera que “hay que nacionalizar el petróleo y los ferrocarriles”, que fueron parte de sendos estudios de su autoría. Si se trajeran esos libros a la actualidad, ¿sería como decir que hay que nacionalizar el litio, el agua, los puertos y el tránsito de los ríos?



El universo ーque algunos llaman Bibliotecaー se compone de un número indefinido, tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Eso escribe Borges. En tiempos de virtualidad o apocalipsis, una biblioteca puede convertirse en una excentricidad, una obsesión, en un lugar a resguardo contra el olvido. Crear una biblioteca puede convertirse en un gesto de resistencia, así como ver cine en una gran sala, leer en papel, escribir a mano y asistir  a reuniones presenciales.  “Lo viejo funciona”, dice un personaje de la serie y se torna un mantra de resistencia. Pero como fórmula cerrada puede resultar una voluta más en el cuello del gutenmesch. 


| ¿Alcanza con la herencia de los nombres e invocar un pasado para que reverdezcan sus antiguos significados?  |


A menudo, por no entender lo nuevo se tiende a filtrarlo con el prisma de lo viejo, anulando o forzando conexiones que cristalizan las fuerzas creadoras de la actualidad. Monumentos que guían pero que acarrean fantasmas que perturban la complejidad histórica y opacan la relación dinámica con el pasado. La perspectiva de lo viejo y lo nuevo coexiste y se influye mutuamente, a menudo a través de la noción de "anacronismo"[2].

Una biblioteca archiva y, en el ejercicio de ese acto, el propio archivo vacila en la dimensión de una palabra que la contemporaneidad expone diariamente en diversas maneras de la virtualidad y de reproducción técnica. Sus efectos, con sus ostensibles ventajas, inducen a preguntar: ¿cuál es el equilibrio entre las nuevas tecnologías y la experiencia social anterior? ¿Con qué lenguaje, con qué previsiones y textos pensaremos su confluencia? ¿Cómo hacer legible los pasados que nos anteceden?

Los interrogantes se multiplican hasta incluso indagar sobre la utilidad misma del libro, al que en la actualidad debemos agregar el adjetivo “físico”. Continuando esa línea, sigue  preguntarnos para qué conservar una biblioteca. O crearla. Todas esos dilemas incluyen el hecho de pensar una herencia (re)cognoscible en la capacidad de implicación dinámica entre lo omitido y lo emergente, lo histórico y el presente singular.

Y así, enfrentamos a la tumba tratando de asumir las paradojas sin caer en la tentación de evadirlas. 



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[1] La adenda fue realizada como parte de las celebraciones por el 50 aniversario de la obra original de El Eternauta y el 30 aniversario de la desaparición de su creador, Héctor Germán Oesterheld.

[2] Concepto tomado en Didi-Huberman, George. Ante el tiempo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006.

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