“La furia y la fiesta”, por Miryam Pirsch


Las malas, de Camila Sosa Villada. Buenos Aires, Tusquets, 2019, 220 páginas.

El travestismo cuestiona los principios de clasificación y 
                                                            reconocimiento de identidades de género 
legitimadas socialmente.
Josefina Fernández[1]


Conocí a Camila Sosa Villada gracias a alguien que me insistía en que tenía que ver la película Mía, de Javier van de Couter. Poco después, llegué a La viuda de Rafael porque supe que ella era la protagonista; a partir de entonces seguí conociendo facetas de esta artista integral que, entre otras cosas, es escritora. Las malas no es su primera publicación pero sí su primera novela, en editorial multinacional y de la mano de Juan Forn (director de la colección Rara avis)  a quien no le tiembla el pulso para ubicarla junto a grandes nombres de la literatura del siglo XX cuando dice en el prólogo: “…en su voz literaria conviven las tres partes de la santísima trinidad de Camila: la parte Marguerite Duras, la parte Wislawa Szymborska y la parte Carson McCullers” (10).
Presentada como la autobiografía de su autora, Las malas es un texto más que interesante para pensar una vez más en la distancia que hay entre este género y el documento o el testimonio. En el vínculo con la “santísima trinidad” con que Forn define a la escritura de la autora, se levanta la pila bautismal de donde emerge la escritura de este relato que nada tiene de transparente ni de ingenua ni de intención testimonial sino que hace gala de una narrativa espesa, opaca, potente que da cuenta de su carácter vivencial tanto como de una poética.
La puerta de entrada al texto es un conocido verso de Gabriela Mistral, “Todas íbamos a ser reinas”; un verso que instala la nostalgia de aquel sueño de infancia y de realización incierta, porque a esa ilusión de ser reina la página siguiente le responderá con la helada noche cordobesa sobre el Parque Sarmiento y frente a la estatua del Dante donde el grupo de travestis hace lo que puede entre una petaca de whisky y papeles de cocaína: “…el cuerpo de las travestis toma prestado del infierno la sustancia de su hechizo” (18). De ese infierno de un  naturalismo descarnado la figura protectora de La Tía Encarna (a sus ciento setenta y ocho años) hará posible que el verso de Gabriela Mistral no se marchite y que lo fantástico (más cercano de un neorrealismo mágico que del genérico fantástico) trastoque el infierno en fiesta: “Mientras La Tía Encarna se pierde entre los matorrales, comienza a suceder la magia” (19).
En el universo de La Tía Encarna, en su pensión, las travestis hermanadas pueden ser reinas, pueden ser madres, pueden ser amadas y tomar dimensiones míticas. El amor y la protección de esa matriarca travesti blindan su territorio del odio externo, al menos por un tiempo; por eso ella puede hacerse madre de El Brillo de los ojos, el niño encontrado en el parque, hasta la que la hostilidad del afuera (no casualmente cuando el niño ingrese al sistema escolar) ataque con su garra de intolerancia. En ese microuniverso todo puede suceder: solo entran hombres capaces de amar hasta la muerte como El Hombre sin Cabeza y el mundo de los mitos populares aparece para realizar los sueños y las fantasías de sus habitantes: mana leche de los pechos de la Tía Encarna (construidos a fuerza de aceite) como si fuera una suerte de Difunta Correa trans; Natali (nacida séptimo hijo varón) resulta una labizona a quien hay que encerrar las noches de luna llena; María la muda poco a poco irá desarrollando alas y convirtiéndose en un pájaro que vuele libre cuando su mundo se derrumbe.
En los recuerdos de infancia y en el maltrato por parte de clientes y vecinos el realismo da cuenta del miedo mutuo: “El miedo lo teñía todo en mi casa. No dependía del clima o de una circunstancia en particular: el miedo era el padre (…) En honor a la verdad, creo que él también sentía un miedo pavoroso por mí” (60). El padre, los muchachones que pagan para humillar a la travesti, la heternormatividad teme a la identidad trans que la desafía y solo puede, impotente, defenderse por medio de la violencia.
En el vuelo final de María la pájara está la respuesta. Ella trasciende el desastre así como el travestismo supera el binarismo intolerante, por eso el realismo mágico es la única poética válida para dar cuenta del carácter ficcional que vincula el sexo al género (en conceptos de Marjorie Garber[2]) y que las travestis (en su fiesta, en su furia, en su fantasía, en su libertad) refriegan en la cara de la sociedad.





[1] Fernández, Josefina. Cuerpos desobedientes. Travestismo e identidad de género. Buenos Aires, Edhasa, 2004, p. 16.
[2] Garver, Marjorie. Vested interests. Cross-dressing & cultural anxiety. New York, Harper Perennial, 1993.

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