“FILOSOFEMAS DE LA CRISIS (3)”, por Jimena Néspolo



Honrar la vida: immunitas y communitas

A falta de teatro, cine y recitales, de novedades editoriales y nuevos culebrones televisivos, la novela filosófica del Coronavirus se consolida como el gran fenómeno de 2020: una novela polifónica y mayormente macha que es posible seguir semana a semana, en cantidad de blogs, periódicos y plataformas digitales, que eventualmente cuaja en libelos, suplementos o en apuradas revistas y que, lejos de primerear al virus –es decir: superarlo para dar paso a la deseada “nueva normalidad”–, juega a “ponerle la cola al burro”. Imposible reponer en pocas líneas la pirotecnia desplegada entre tantas eminencias del parnaso prontas a inmolar sus conceptos ya en el fuego cruzado, ya en el fuego amigo e incluso en el fuego a quemarropa de la batalla por el sentido. Empero, como nadie acierta enteramente, el virus burro sigue rebuznando. 
Uno de los capítulos más interesantes de esta novela lo ofreció en estos días Roberto Esposito[1]. Quien sepa leer entre líneas encontrará que su intervención, breve y discreta –cuyo título recuerda al gran tema de Eladia Blázquez–, se la mandó a guardar a unos cuantos. “Si tuviera que dar nombre a la tarea a la que nos convoca el momento actual –arranca Esposito diciendo– volvería a la antigua expresión vitam instituere”. Es que en el momento en que la vida humana parece más amenazada por la muerte, el esfuerzo común solo puede estar enfocado en (re)establecerla una y otra vez; porque sucedido el acto de nuestro comienzo –esto es: venir al mundo– acaece nuestro segundo acto institucional que es adquirir el lenguaje y con él la capacidad de crear nuevos significados. Por tanto, es a partir de allí que se origina nuestra vida social que “empuja a la biología a un horizonte histórico, no en contraste con el mundo de la naturaleza sino cruzándolo en toda su extensión”. Esposito señala que es imposible que los seres humanos dejen de establecer vida, porque es la vida lo que nos ha establecido al colocarnos en un mundo común; pero como la vida humana no puede reducirse a un la simple supervivencia de la vida desnuda, “ni siquiera cuando se encuentra violentamente acorralada” buscamos una y otra vez su carácter formal, esa red simbólica dentro de la cual lo que hacemos adquiere significado y profundidad para nosotros y para los demás. Esta trama de relaciones comunes es la que el Coronavirus amenaza con romper: la sociabilidad. No hay por tanto un acento reductor –dice Esposito– en el término “supervivencia”, porque a la conservatio vitae (el desafío de mantenernos vivos) debe suceder el ser capaces de crear nuevos lazos y nuevos significados que restablezcan el vínculo social de la vida con los demás, hoy profundamente herida.
Es que –como apunta Paolo Virno– “somos animales lingüísticos: Narrar, conmover, mentir, calcular, negar, formular hipótesis, elegir: de eso es de lo que está hecha la historia natural de nuestra especie”; por tanto, más que de biopolítica habría que hablar de una biolingüística para subrayar la cantidad de equívocos a los que se presta el primer término[2].
Roberto Esposito es, junto a Giorgio Agamben, uno de los autores que más ha trabajo y redefinido la noción de biopolítica –(re)inventada por Michel Foucault en la década de 1970–, intentando desambiguar el carácter indiferenciado entre vida biológica (zoé) y vida cualificada (bios) que esa noción amalgama: concentrada fundamentalmente en la trilogía Communitas. Origen y destino de la comunidad (1998), Immunitas. Protección y negación de la vida (2002) y Bíos. Biopolítica y filosofía (2004), su reflexión intenta superar esa zona pantanosa en que las conceptualizaciones foucaultianas caen al oscilar de manera indiferenciada entre modernidad, totalitarismo y nazismo a partir de un mismo término. Su apuesta, por tanto, será mostrar cómo es posible resolver esas aporías a partir del paradigma de la inmunización, que permite mostrar el carácter exclusivamente moderno de la biopolítica: la noción de inmunidad es la que mejor explica la relación entre la protección de la vida y la generación de muerte.
Por tanto, al reflexionar sobre la actual pandemia a partir de la conservatio vitae, Esposito está aludiendo muy discretamente a dos conceptos clave desarrollados en su potente obra, immunitas y communitas, bajo la premisa última –o primera–, de que no existe sociedad alguna a lo largo de la historia de la humanidad que se haya levantado sin un aparato defensivo, por primitivo que fuera, capaz de protegerla. Que la política siempre se haya preocupado, de algún modo, por defender la vida no excluye el hecho de que a partir de determinado momento, esa necesidad de autoaseguramiento haya sido reconocida, ya no simplemente como algo dado, sino como un problema y, además, como una opción estratégica. Esto significa que todas las civilizaciones, pasadas y presentes, plantearon la necesidad de su propia inmunización, y en cierta manera la resolvieron; pero únicamente la civilización moderna fue constituida en su más íntima esencia por dicha necesidad. No fue la modernidad –dice Espósito[3]– la que planteó la cuestión de la autoconservación de la vida (negándola), sino que esta última plasmó, es decir, se inventó a sí  misma en tanto aparato histórico categorial capaz de resolver la cuestión a partir de un metalenguaje explicativo que surgió (con las nociones de libertad, propiedad y soberanía) cuando cayeron las defensas naturales: esto es, el primer caparazón de protección simbólica de la experiencia humana que ofrecía el orden trascendente de matriz teológica.  
Es interesante observar que la reflexión del filósofo napolitano hace pie en el concepto de inmunidad en su doble vertiente, jurídico-política y biológico-médica, partiendo del análisis etimológico y de la relación opositiva que establece con el de comunidad. Es que las explicaciones convencionales tienden a concebir la comunidad como un atributo, un predicado que califica a los sujetos como pertenecientes a un mismo conjunto, o inclusive, como una sustancia producida por su unión. La comunidad es concebida como una cualidad que se agrega a su naturaleza individual, haciéndolos también sujetos de la comunidad al unir en una identidad, sea étnica, territorial o espiritual, la propiedad de cada uno de sus integrantes en singular[4]. Esta paradoja es lo que permite relacionar la communitas con la immunitas, a partir del origen etimológico que ambos vocablos comparten, afirmándolo o negándolo: el munus, cuya significación oscila entre tres significados relacionados con el deber (onus, officium y donum). Onus y officium aluden al deber de forma más explícita (obligación, función, cargo, empleo, puesto), mientras que donum apunta al don, a algo no obligatorio. No obstante, munus en tanto donum es la especie, es decir, un don particular que implica un deber, frente al don general que es espontáneo y gratuito. Se trata del don que se debe dar y no se puede no dar, que es intercambio y reciprocidad.
 Si la communitas se caracteriza por la libre circulación de munus –en su doble aspecto de don y de contacto, o incluso de contagio–, la immunitas es aquella capaz de desactivarlo. Lo curioso del concepto de immunitas es que presupone aquello que niega, por lo que puede decirse que no solo se muestra derivado de su propio opuesto, sino también internamente habitado por él. Cabría incluso decir que la inmunización, más que un aparato defensivo superpuesto a la comunidad, es “un engranaje interno de ella: el pliegue que de algún modo la separa de sí misma, protegiéndola de un exceso no sostenible” [5]. En un plano individual es inmune quien no tiene deudas con nadie, pero en la medida en que estamos frente a la dispensa de una deuda, también estamos ante un privilegio, ante la excepción a una regla seguida por los demás. Si se enfatiza en esta dimensión excepcional se advierte toda la carga antisocial y anticomunitaria que encierra, puesto que ya no refiere sólo a la dispensa de una obligación sino a la interrupción “del circuito social de la donación recíproca al que remite, en cambio, el significado más  originario y comprometido de la communitas[6].
En su vertiente biomédica, la immunitas alude a la refractariedad del organismo respecto de una enfermedad contagiosa; la transición entre una inmunidad natural y otra adquirida –la primera pasiva y activamente inducida de la segunda– es la que caracteriza al paradigma inmunitario: no estamos frente a una acción sino frente a un contragolpe, una contrafuerza que impide que otra fuerza se manifieste. De lo que se trata es de reproducir, pero de manera controlada, aquél mal del cual hay que protegerse. La vida combate aquello que debe negar, pero para hacerlo no se enfrenta a él, sino que lo neutraliza mediante su inclusión.  
La pregunta que se impone es, entonces, ¿por qué una sociedad para existir debe activar necesariamente un mecanismo inmunitario? Porque desde Hobbes sabemos que, librada a sus potencias internas, a sus dinámicas naturales, la vida humana tiende a autodestruirse: para poder salvarse necesitar salir de sí y constituir un punto de trascendencia que le dé orden y proyección. Es en esta brecha o redoblamiento de la vida respecto de sí misma que ha de ubicarse, por tanto, el tránsito de la naturaleza al artificio –llámese “Ley” o “instituciones”–, que tiene idéntico fin de autoconservación que la naturaleza, pero que para lograrlo, debe desligarse de ella y perseguirla mediante una estrategia contraria: sólo negándose puede la naturaleza afirmar su propia voluntad de vida. Es por ello que no se puede considerar el estado político como la prosecución o el reforzamiento del estado de naturaleza, sino como su reverso negativo.
Una vez establecida la nueva centralidad de la vida, compete a la política salvarla, pero –este es el decisivo elemento en relación con el paradigma inmunitario– mediante un dispositivo antinómico que requiere la activación de su opuesto: “para su propia conservación, la vida debe renunciar a algo que forma parte, e incluso constituye el vector principal su propia potencia expansiva”[7]. En definitiva, la vida no es capaz de lograr de modo autónomo la autoperpetuación a la cual, no obstante, tiende, porque está expuesta a un poderoso movimiento contrafáctico, que cuanto más la impulsa en sentido autoconservativo, y mayores son los medios defensivos y ofensivos que moviliza para ese fin, tanto más la expone al riesgo de obtener el efecto contrario.  
La pandemia que asola que al planeta, que entre otras cosas evidencia la enorme distancia económica y social que vertebra nuestras sociedades, demuestra que lo que está fallando es nuestro sistema inmunitario, y no precisamente porque el virus llegue a anidar o no en nuestros cuerpos. Falla nuestro sistema inmunitario porque no somos capaces de excluir incluyendo, o de afirmar negando, al “inmune” y con esto superar el estado de naturaleza al que el Capitalismo en su fase final nos condena: una guerra de todos contra todos donde prima la ley del más fuerte y la promesa de una muerte segura.       



* Ilustraciones de Paula Adamo




[1] Roberto Esposito, “Vitam instituere” en: Poesia. Il primo blog de poesia della Rai, 12/7/2020
[http://poesia.blog.rainews.it/2020/07/roberto-esposito-vitam-instituere/]
[2]¿Qué significa biopolítica? Gobierno de la vida: de la vida como tal, sin más calificaciones. De acuerdo, pero este gobierno de la vida, ¿a qué obedece? Me parece que Giorgio Agamben se equivoca en su Homo Sacer o cuando hace de la biopolítica un rasgo invariable de la soberanía estatal, válido tanto para el derecho romano arcaico como para el campo de concentración nazi.” Cfr. Virno, Paolo. Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas. Madrid, Traficantes de sueño, 2016, p. 18
[3] Esposito, Roberto. Bios. Biopolítica y filosofía. Madrid, Amorrortu, 2006, pp.73-125.
[4]  Esposito, R. Communitas. Origen y destino de la comunidad. Buenos Aires, Amorrortu, 2003, pp. 22-23.
[5] Esposito, Bios..., p. 83.
[6] Esposito, R. Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires, Amorrortu, 2005, p. 16.
[7]  Esposito, Bios…, pp. 94-95.

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