"ANATOMOPOLÍTICA DEL CORONAVIRUS (9)", POR FLORENCIA EVA GONZÁLEZ



¿Salud o trabajo?

Se trata de un interrogante que se introdujo en el debate mundial al principio de la pandemia, por el mes de marzo, y no ha dejado de resonar desde entonces como si la pregunta guardara alguna validez en su formulación. El aparente dilema que se intenta azuzar, es parte de la lógica que sostiene la situación laboral del sistema capitalista en términos de explotación, extorsión y concentración económica y financiera, y su contracara, la creciente pauperización de gran parte del mundo. La aparición del virus deja a la desigualdad de fuerzas en el mundo laboral al descubierto.

Cuando aparecieron los primeros casos de Coronavirus en Bérgamo, centro de la zona industrial más rica de Italia, los empresarios presionaron con éxito a Confindustria para que no se cerraran las fábricas. Entre ellas, Tenaris, subsidiaria italiana del Grupo Techint, cuya empresa maneja Gianfelice Rocca, pariente de Paolo que lidera la sucursal argentina[1]. El eslogan era inequívoco: “Bergamo non si ferma / Bergamo is running” (Bérgamo no se detiene), cuando los infectados se contaban de a miles por día. El resultado fue apilar cadáveres para llevarlos a crematorios cercanos porque en Bergamo no daban abasto. En Estados Unidos también intentaron imponer la modalidad “business as usual'' con una frase rectora: “we stay open” (nos mantenemos abiertos), pero luego el gobierno debió responder a millones de pedidos de seguros de desempleo por la cantidad de infectados y muertos que se multiplicaban. En Argentina, comenzó la pandemia en medio de una recesión heredada, con la decisión del gobierno que recién asumía de sostener una política de aislamiento para reducir el contagio y preparar el sistema de salud. En este marco, el decreto de prohibición de despidos y suspensiones fue una medida que implicó un posicionamiento muy fuerte por parte del Estado, excepcional en términos internacionales y que fue acompañado por diversos sectores. Pero algunos parece que no se enteraron, como el Ingenio Ledesma[2] en Jujuy que con un récord de trabajadores contagiados y una creciente cantidad de fallecidos, siguió funcionando con normalidad hasta que los medios no pudieron ocultar el colapso en el sistema de salud.

La pandemia no inventa nada. Simplemente pone en relieve las inequidades veladas del sistema capitalista, entre ellas las vinculadas al mundo laboral expresadas en presiones empresariales, estrategias de tercerización, transformaciones asociadas al cambio tecnológico y la tendencia a la precarización en todos los órdenes que apuntan a minar la estructura de derechos laborales.

Más allá del debate a nivel global, encarar un panorama sobre el trabajo en la Argentina debe realizarse según sus particularidades, que son muchas respecto a la región, poniendo bajo la lupa el legado que desde hace años ha dejado el neoliberalismo nivelado con el corroído balancín del peronismo que acarrea consigo la marca distintiva de colocar al trabajo y al sujeto trabajador en el centro de la escena política ética, estética, incluso poética desde que irrumpe el 17 de octubre de 1945. Su llegada no fue fruto de generación espontánea; el peronismo es producto de confluencias políticas cuya genealogía respecto al trabajo debe remontarse a idearios anteriores, forjados desde el siglo XIX.

En 1903 cuando se proyecta la primera Ley de Trabajo en Argentina, estuvo a cargo del Ministro de Trabajo de aquel momento, Joaquín V. González, que pertenecía al núcleo de relaciones políticas del presidente Julio A. Roca. El roquismo tenía un estilo político que a pesar de una cuadratura económicamente liberal, consideraba que el Estado debía intervenir en ciertas materias de la vida social, decía: “no se puede rematar la aduana y el telégrafo” lo que significaba que las comunicaciones y comercio exterior debían permanecer estatales. Ese aspecto originó que transcurridas varias décadas, en los años ´50, el pensamiento de Roca fuera invocado como cierto antecedente del peronismo en términos de presencia del Estado. Eran tiempos en que la “cuestión social” era motivo de preocupación de los partidos liberales por lo que la Ley de Trabajo estuvo precedida por una investigación social realizada por el ingeniero catalán Bialet Massé, Situación de la clase obrera en Argentina, una obra con una visión muy crítica respecto a las condiciones de trabajo. A pesar de tener simpatía por el anarquismo, Massé estuvo vinculado al Estado construyendo diques y fue propulsor de la modernización por medio de la tecnología en función de fortalecer una mano de obra local, poniendo en relieve un dilema de la época: ¿es posible crear una masa moderna de trabajadores en base a gauchos? El positivismo tenía un proyecto fuertemente racista, a diferencia de la Ley del Trabajo que –en consonancia con B. Massé– enaltecía las capacidades del trabajador nacional e incluso tenía cierta tolerancia a la sindicalización. Años después, la tradición peronista vio con buenos ojos esa investigación porque delineaba una clase obrera surgida de la cultura criolla, al igual que El juicio del siglo, también de J. V. González, publicado en 1910. En ese libro, se hace una evaluación sobre el siglo XIX donde la Argentina resulta triunfadora, retomando la “cuestión social” vinculada al Social Cristianismo en el que se subraya que el trabajo debe ser incorporado a la estructura económica y no a un modelo de represión. Esta postura quedó relegada en el diseño de disciplinamiento y expulsión que urdió la clase dominante, donde florecían las ideas positivistas expuestas por Alberdi en las Bases –quien consideraba que los mejores obreros eran los inmigrantes ingleses y desdeniaba la masa laboral argentina al caracterizarla mayormente por  su ociosidad. Esa consideración es subrayada en varios escritos de la época, por ejemplo en Nuestra América y Principios de la psicología individual y social de Carlos Octavio Bunge que en 1902, acuñó el concepto de “pereza criolla” antecedente de “agarrá la pala” o “pago mis impuestos para mantener vagos”. Bunge publica el mismo año que el Estado formaliza la discriminación hacia los inmigrantes –que no eran ingleses– llegados al Río de la Plata y que traían consigo, además de su oficio, ideas anarquistas y socialistas que valieron la promulgación de la eufemística “Ley de Residencia”, para deportar a los “sospechosos de sedición” cuando en realidad, si eran culpables de algo, lo eran de crear conciencia de clase en los  trabajadores.

No obstante, a pesar de las persecuciones, esas ideas dejaron su huella. El anarquismo pertenece a una cultura social y política fundamental, principalmente en Buenos Aires y Montevideo, expandiéndose luego por algunas ciudades puntuales del resto del país como, Rosario o Necochea. El primer gremio de la región fue de signo anarquista: la Unión Tipográfica Bonaerense, creada en 1857, al igual que la primera etapa del Movimiento Obrero con la FORA. A pesar de ser casi aniquilado en 1930, consumado además el avance del poder del Estado luego de la Crisis del ´30, muchas de las metodologías de lucha anarquista –la huelga, por ejemplo– y su tipo de organización pueden verse en experiencias posteriores: en el 2001 en las fábricas recuperadas funcionando como cooperativas, en asambleas de organización horizontal y en movimientos sociales. Por su parte, las organizaciones anarcosindicales nacidas en el siglo XIX nutren a la fase sindicalista del movimiento obrero que formará la CGT en 1935 y que se convierte en la columna vertebral del peronismo diez años después.

Cuando asumió el radicalismo en 1916, no puede decirse que su política proviniera de las clases obreras ni que considerara a la masa trabajadora como sujeto activo de la historia. Yrigoyen no respondió a sus intereses, a pesar del carácter ético que encarnaba, y el Estado a su cargo respondió con una aguda política de represión y fusilamientos –en La Semana trágica (1919) y en la Patagonia (1921)–. Puede que sus intenciones fueran otras y que no llegara a comprender que mantener el modelo agroexportador sin tocar intereses oligárquicos no podía convivir con una política pro obrera. José Ingenieros, desvinculado del Partido Socialista, le presenta a Yrigoyen un programa para organizar productivamente al trabajo, un plan de mediación entre capital y trabajo que incluía la creación de tribunales de trabajo que nunca llegaron a aplicarse… hasta el peronismo. Lo mismo sucede en 1940 con un libro muy influyente, La nueva Argentina de Alejandro Bunge cuya base rectora vuelve a ser la planificación en torno al mundo laboral respecto a la necesidad del control del trabajo y de las reivindicaciones laborales. En ese momento no fue tomado en cuenta pero sí  luego por un discípulo de Bunge, Figuerola, que como estadistógrafo participó activamente en el gobierno de Perón.

Con el peronismo, el mundo laboral adquiere un rasgo protagónico aunque apuntando a un poder excesivamente paternalista que paraliza cierto crecimiento: fomenta la producción pero siempre bajo su ala. Por ejemplo, legaliza la práctica de la huelga pero a la vez, la debilita. Cree haber llegado a un tipo de sociedad donde el trabajo adquiere una forma de redención, de “dignidad”; en ese marco ético no está bien parar y no introducirse en el mundo productivo, como sea. Pero es un Estado que garantiza la atención de las necesidades laborales que supone tener obra social, vacaciones, aguinaldo, jubilación entre otros muchos beneficios sociales, consignados en la Constitución de 1949 en el artículo 14 bis, lo que supone un salto cualitativo en la vida laboral, inédita en Latinoamérica. Incluso más, se aspira a un reparto de la renta interna, lo que Perón define como “50 y 50''. Con la autodenominada “Revolución Libertadora”, los derechos retroceden al mismo ritmo que otros derechos, pero los sindicatos resisten hasta la vuelta de Perón en 1973. Esos tumultuosos años terminan con la arremetida dictatorial y el Terrorismo de Estado para imponer con represión lo que de otra manera no hubiera sido posible: un modelo neoliberal que se afianza en democracia, en los 90 ya sin necesidad de violencia.

La vida social/laboral de la Argentina está cruzada por estas características, desde las primeras leyes de la oligarquía, las intervenciones militares en cuestiones laborales y las incorporaciones de las memorias de izquierda en el peronismo para llegar a los tiempos de desregulación y mutaciones tecnológicas. Un tipo de tercerización expandida y consolidada que genera trabajadores de primera y de segunda mientras algunos sectores apuntan a combinar la lucha sindical con estrategias para desmontar la estructura legal instaurada durante la dictadura, todavía vigente.

En los últimos años, al sumarse la economía de plataformas, se establece un modelo de negocios que niega la existencia de empleadores y trabajadores. Funciona con un tipo de just in time del deseo rápido que se resuelve con una aplicación en el celular uniendo partes “voluntariamente”: unos necesitan algo y otros lo proveen, desconociendo la relación laboral. La pandemia con el “quedate en casa” profundizó la utilización de esos servicios, absolutamente precarizados y sin legislación para los trabajadores de plataformas, determinados como “esenciales”. Con más trabajo que nunca, no son reconocidos como tales y trabajan en condiciones de gran desprotección, con sueldos que varían de acuerdo a los premios y castigos que les impone “el algoritmo” –que es el empleador– y en base a un rendimiento signado por un riesgo del que nadie se hace responsable. ¿Trabajo o salud?

También se libra la pelea alrededor de tareas y trabajadores considerados “esenciales” pero que ponen en riesgo su integridad física en campos muy expuestos, como el de la salud justamente, cuya exposición es dramática. Ciertas multinacionales tomaron ese formato para seguir produciendo en condiciones que fueron denunciadas varias veces como peligrosas. Otro ángulo devino de la presión empresarial que se aprovechó para despedir, cerrar o entrar en quiebra, pese a que el decreto 329 lo impedía. Ese decreto fue muy importante para frenar el grueso de los despidos, pero no logró incluir los despidos por cierre agravado por el pacto UIA-CGT que legalizó el acatamiento de suspensiones y baja de salarios a cambio del mantenimiento de las relaciones laborales.

La pandemia, indudablemente, tiene mayor impacto en los sectores más vulnerables y en ese plano, se puede incluir aunque sin novedad, la dimensión de género y el papel de las mujeres en el proceso de reproducción social. Si algo se logró durante una etapa regresiva como la del gobierno anterior, el de Mauricio Macri, fue el crecimiento exponencial del movimiento feminista que contribuyó a cuestionar las brechas salariales entre mujeres y varones, los techos de cristal y la presencia insuficiente de mujeres en puestos de poder en sindicatos, y en trabajos y organizaciones en general. Así, muchas de las tareas consideradas “secundarias” son desempeñadas por mujeres. En la pandemia se recrudeció la urgencia de los debates respecto a la tarea docente –en algunos segmentos, altamente feminizada–, una de las más castigadas dado el peso de la virtualidad forzada en un contexto de falta de equipos y de espacios adecuados, con horarios y tareas interminables de sostén, no sólo educativo sino también personal y social. Por otro lado, las tareas de reproducción social, que usualmente se naturalizan, se revelan fundamentales y se superponen con los cuidados que impone el cuidado del virus.

El teletrabajo[3], otro término que se impuso, es otra forma extendida y sin control que amenaza los derechos laborales y que pone sobre el tapete cuestiones técnicas de equipamiento y conectividad, la pérdida de sociabilidad que atenta contra la labor en equipo y la mella en el sentimiento de pertenencia en la organización gremial y, claro, en la movilización. La dimensión sindical también requiere estar en un espacio común de convivencia con otros. Pese a su debilitamiento, es fuertemente atacada por sectores empresarios. También es constante la presión de grupos económicos que buscan formas de descargar los costos en lxs trabajadorxs.

Por último están las Pymes que motorizan un gran volumen laboral y al mercado interno. Venían golpeadas pero el parate por la cuarentena las empujó a la cornisa. El Estado nacional fue a su rescate con una serie de medidas heterogéneas –la más conocida es el ATP– pues entiende, al mejor estilo keynesiano, que lo mejor es salvar manteniendo a flote los activos que remontar un sistema productivo inexistente.

Frente a la presión empresarial, la salida de esta crisis en materia de derechos laborales dependerá de la capacidad de respuesta sindical y, más aún, de que se logre construir una mirada más integral sobre estas problemáticas. El contexto de pandemia, que transforma las posibilidades de acción colectiva, obliga a pensar vías nuevas donde es fundamental poner el foco en las relaciones laborales y en las variables que están en disputa, en un tiempo laboral basado en la producción o en objetivos. Además hay que entender el conflicto laboral como algo inherente y necesario que marca los impactos regresivos y que en este marco debe defender sus posiciones frente a la ofensiva empresarial, el eslabón más fuerte del sistema capitalista. 






*Ilustraciones de Paula Adamo


[1] Hubo un lockout patronal de dos semanas en Techint y la amenaza de Acindar de llevar un porcentaje significativo de la producción a otro país. Actualmente la siderurgia busca imponer reducciones del 50 por ciento de los salarios, entre otras medidas.

[2] El Ingenio Ledesma se caracteriza por “manejar” a la población de Libertador General San Martín, lugar donde la familia Blaquier tiene emplazada la mayor planta azucarera, más allá de su mercado laboral. Como se recordará, en la noche del 27 de julio de 1976, conocida como “La noche del Apagón”, la empresa fue cómplice del corte de energía que permitió que se secuestraran más de 400 personas, mayormente trabajadores del Ingenio. 

[3] La Ley de Teletrabajo, recientemente aprobada, es un paso hacia la regulación de los efectos más nocivos, pero dejó muchos aspectos pendientes.

Comentarios