"El verde y el bosque", por Florencia González
A continuación, reproducimos el posfacio del libro Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral, de Florencia Eva González y Jimena Néspolo. Ilustraciones de Paula Adamo. Buenos Aires, CFP24 ediciones, 208 págs.
Hace exactamente un siglo, Benjamin descubre
con Bertolt Bretch, unidos en una estrecha amistad, un programa literario que
plantea el “problema de la actualidad en el presente”. Esa idea es la punta del
ovillo que desenreda el supuesto del progreso lineal, una ética que recupera el
dolor del pasado para lograr integrarlo en la acción del ahora. Se trata de un
tipo de filosofía que deviene en una crítica radical, constante, dinámica, que
mantiene en vilo al pensamiento para que no se estacione, no duerma, no confíe.
El problema de pensar la actualidad en el presente volverá en apuntes de Filosofía de la Historia, relacionados
antes y entonces con la tarea de la crítica literaria, para correr los límites hacia otros campos, relacionados con el
lenguaje en general; su “espíritu crítico” se extiende sobre cada una de las
expresiones a partir de las cuales nombramos al mundo y lo discutimos para
pensar –¿“hacer”?– uno mejor. Dilemas que delatan una anacronía
tras otra. Se trata de una crítica a la sociedad basada en el lenguaje, lo que
significa ir en búsqueda de una universalidad cuyo tinte metafísico contiene
irrupciones de lo antiguo en el presente, como intención de vislumbrar el
futuro. De esa progresión necesariamente discontinua de tiempos, como podría
ser el Libro de los Pasajes,
resultaría una historia sin narración en cuya lógica interna radica una
perpetua inconclusión y un estatuto de infinitud imposible de comprobar que, sin
embargo, guarda un secreto. De esta combinación de textos escogidos y reunidos
resulta una exploración estética que posee la clave fundamental del siglo XX:
el montaje. Un pasillo abierto por donde ver desfilar, como fantoches de la
historia, unidades múltiples que luego se encarrilan hacia el sentido único de
la mercancía. Desde un principio, Benjamin esboza la posibilidad de que haya
distintas temporalidades, como en la física cuántica, como describe Blanqui o
como en los sueños. De ahí la importancia de una imagen pues en ella conviven
los tiempos cruzados, condensados, desplazados: esa fugaz actualidad del pasado
por venir.
Cada generación, dice Benjamin en la Tesis 2 de
Filosofía de la Historia, tiene una
débil “fuerza mesiánica” respecto del pasado pues, en cierto modo, un presente
“abre una ventana” hacia un pasado en particular. Eso quiere decir que existen
varios pasados, y que en esa oportunidad de apertura, se pierde la
multiplicidad una vez que esa configuración del presente surge como posible.
Así, el pasado se torna tan efímero como el presente que lo actualiza. ¿A cuál
de los “pasados” acudir para alumbrar el presente que queremos vivir?
Con Jimena Néspolo escribimos alentadas por un
presente que no comprendíamos, arrollador como una locomotora, sobre aspectos
de la pandemia COVID, en forma simultánea a lo que estábamos viviendo.
¿Escribir o vivir? Sin tener en claro si podían hacerse ambas cosas a la vez,
las hicimos, en mi caso sabiendo que no me encuentro entre las personas que
hallan su motivus vivendis en
escribir lo que se vive, al calor de esa “contemporaneidad”, borrando los
límites o escribiendo mientras haya vida.
En las páginas que anteceden a este texto, se
alternaron los tiempos y las distancias, como en toda escritura, haciendo
referencia a temas que expandía –y sigue expandiendo– la pandemia. Pero sabemos que es muy distinto
el verde de la naturaleza que el de las letras, así más o menos lo escribió
Virginia Woolf en Orlando. Muy
diferente es escribir sobre un paisaje de peste que nos rodea de muerte, que
vivir la muerte en primera persona. Entonces las reflexiones pueden agotarse en
el mismo instante, de la misma forma que se descubre que las ideas no son
balas. Tanto a la muerte como a la naturaleza, si le sacamos sus letras, si las
despojamos de cualquier tamiz simbólico o literal, su estatuto adquiere algún
carácter factible de ser alineado con lo vívido, algo lindante a lo concreto y
“real”, y con ello, una nueva cercanía y distancia se tiende con el lenguaje,
los hechos, las emociones y las prácticas.
Pino
Primero fue Fernando Solanas, que murió de Covid en París, cumpliendo
funciones como Embajador de la Unesco, en noviembre del 2020. La noticia fue un
balde de agua fría ya que los últimos partes que venían de Francia habían sido
alentadores. Luego, el silencio de su familia y un mensaje que llamaba a seguir
“resistiendo”. Resistir. Soñar. Resistir. Primero hay que saber sufrir, después
soñar y, después, después hay que seguir resistiendo.
Pino tenía la capacidad de homologar el cine al
sueño, como Felini, con un impulso sarcástico, grotesco, lírico, en búsqueda de
excesos; tal como resulta de imaginar un
futuro, especie de paraíso perdido, donde San Martín, Gardel y Perón toman mate
mientras custodian el escudo argentino.
Solanas era un iconoclasta. Rompía tiempos y
espacios para decir lo que quería decir. De esa manera lo hizo en La hora de los hornos y en Los Hijos de Fierro pero nunca como en El exilio de Gardel o en Sur –también en La nube, pero
allí el halo era más amargo–, construyendo escenas imponentes en lugares conocidos
o ignotos. Así transformaba las mentes, modificando los paisajes internos con
imágenes inquietantemente nuevas.
Scalabrini Ortiz, Jauretche, Lugones, Walsh,
Cook… Pino Solanas recoge en el cine este diverso legado, que al cabo es en el
que se reconoce la historia argentina contemporánea cuando tiene que pensarse
de acuerdo a sus luchas. Escribir sobre su cine sería por demás extenso. Pero
para el caso, solo quiero decir que ver El
Exilio de Gardel, en una función especial a la que me llevó mi padre, marcó
mi vida, como quizá la de muchas otras personas que hasta entonces no creían
que una historia pudiera contarse a través de trozos desencajados y
exuberantes, y tan errantes que lograran extender los límites de lo político y
lo sensible hacia otros horizontes; del mismo modo, decir que Memorias del saqueo, como documental –entre tantos que hizo– sigue teniendo una vigencia imponente.
Entonces, emerge otra historia: mientras
Solanas estaba filmando El viaje, en
1992, a la salida del estudio de filmación Cinecolor, es baleado por sicarios
que le disparan a las piernas, en una clara advertencia de tintes mafiosos,
posiblemente por estar denunciado cuestiones referentes a YPF. En esa película,
convierte a Menem en el “Doctor Rana” y desde entonces traza su itinerario
vital entre el cine y su actividad política –“Plante un pino en el Congreso” fue su slogan de campaña–, continuando en funciones como diputado y
senador.
Con estas creaciones, Pino se convierte en
síntesis del artista-intelectual orgánico que sueña una Latinoamérica
emancipada, alentada por una épica colectiva. Tantas cosas se pierden con su
muerte: una forma de filmar, de resistir, de aludir a estimables nombres del
vía crucis argentino, pero sobre todo, que con él no solo se va una época sino
una manera de soñar la que viene.
Alcira
Pasa el veranito y la amenaza es ahora una nueva cepa. Se
modifican las disposiciones todos los días, pero el mundo sigue yendo para el
mismo lado. Los negocios venden tapabocas y los clubes se convierten en
vacunatorios. El frío se va acercando: en mayo fallece Alcira Argumedo. En este
otoño, la ciudad guarda un silencio extraño. El movimiento de las calles se
desarrolla tímido, a causa de
la pandemia pero también por la precariedad del servicio de transporte. El
velatorio se produce en el Congreso y llueve. Un gran salón está dispuesto para
despedirla. Afuera hay poca gente; los diarios no reflejan los temas
importantes, como la noticia de la reprivatización de los puertos del río
Paraná, otra oportunidad que parece será desperdiciada. En la última entrevista
por radio, una semana antes, Argumedo analiza con la precisión de siempre la
importancia estratégica de nacionalizar lo que en verdad ya era propio. Me
dispongo a entrar al velorio. Parada frente a la puerta del Palacio
Parlamentario, en medio de una luz tenue, miro a los guardias. Entro. Atravesar
esta arquitectura
me hace recordar sus años como
legisladora y aquel discurso donde detalla, con envidiable énfasis y exactitud,
cómo amasó su fortuna la familia Macri, estafando al Estado. Pienso en sus
chistes, deslizados por lo bajo, y en su característica voz carraspeada, como
cuando decía “el agua vale más que el oro”.
Traspasando otros salones, me viene otro
recuerdo, una obra fundamental que escribió en los años de fervor menemista, Los silencios y las voces en América Latina.
Repaso mentalmente el tema y, cuando regreso a mi casa, ya entre las páginas
del libro, asusta la vigencia que debería tener esa obra en las discusiones
actuales, si hubiera espacio para hablar en términos político-estratégicos, como
hacía ella, y no siempre de temas de la coyuntura. En esta obra, acaso la más
conocida, expone la necesidad de realizar una matriz autónoma del pensamiento
popular latinoamericado que se nutra de la visión de los vencidos, es decir,
despojada de las visiones eurocéntricas y al abrigo de las memorias sociales
que surgieron por fuera de aquéllas. También decía que las manifestaciones
acumulan la memoria en el cuerpo y que había que pensar nuevos caminos,
propios, sin los esquemas de los mismos que se beneficiaron y se benefician con
ellos. Ideas pregonadas en el mismísimo templo donde se estudian casi todos
pensadores europeos, por eso el libro luce original. Porque confronta las ideas
rectoras de la filosofía occidental y diseña las formas de un pensamiento
latinoamericano. ¿Y si ese sueño fuera posible?
En un apartado que parafrasea a Plutarco, traza
“vidas paralelas”, como entre Hegel y Bolívar, contemporáneos ellos, donde el
alemán piensa a los habitantes americanos como una “raza débil en extinción”
mientras que Bolívar escribe en Discursos
de Angostura de 1819: “la sangre de nuestros ciudadanos es distinta,
mezclémosla para unirla”. Enlaza a Rousseau y Artigas, a Max Weber y José Martí
diciendo: “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”, mientras
Kant alienta la misma fórmula que las clases dominantes utilizan para
desvalorizar las potencialidades propias. Asusta y da rabia el potencial
latinoamericano desoído o ninguneado que, no obstante, Alcira Argumedo supo
escuchar.
Como si fuéramos metales de los que se trata de
extraer una materia desconocida, somos parte de un largo experimento de
agotamiento total. No hay organismo ni organización que pueda sustraerse a este
proceso. Ni los dueños en las empresas ni los empleados de la nada; tampoco las
oficinas en los edificios, ni los muebles en las viviendas, todo se reagrupa,
se traslada y se corre de aquí para allá, moviéndose intensamente, pero sin saber
adónde. Si sobrevivimos –parece prudente, no
pesimista, ponerlo en esos términos– tendremos que seguir
proyectando. ¿Cómo pensarnos en el futuro sin la lucidez de Alcira? ¿Cómo
cuestionar el conocimiento desde el conocimiento mismo? El vértigo de las transformaciones
en la arena mundial, la profundización de la desigualdad y la crisis, que
afecta tanto en la coyuntura como en la estructura de nuestros países, coloca
al concepto de conocimiento en el centro de la escena. Esa noción central era
el núcleo de cualquier disquisición que realizara Alcira Argumedo como
profesora o militante. Recuerdo una charla de pocas personas que dio una vez en
un local del barrio de Flores; dijo que entre los siglos V y XVI la mayor parte
de Europa estaba sumida en el oscurantismo y la ignoracia mientras que en
China, India, el mundo islámico, África y, por supuesto, América, se
desplegaban deslumbrantes civilizaciones. Me deslumbró a su vez esa
perspectiva; habría que repetirla cada vez que se pueda, para luego redondear que a partir del
siglo XV comienza el saqueo y la construcción de la subjetividad positivista
que elabora la hegemonía occidental, justificando su propio dominio a través de
la violencia; y así desbaratar, de cuajo, la idea de atraso, salvajismo y
barbarie que justifica la depredación, el racismo y los genocidios por goteo.
¿Quién, como ella, podrá alzar la voz con
gracia e inteligencia, dándole un suelo humanista a las intervenciones teóricas
y denunciando a la corrupción que desfila en la carroza desfachatada del
capital financiero internacional?
HG
Entonces transcurrió un poco más de tiempo y como resultado de una
sombría seguidilla, dos días después del Día del Padre, moría por Covid el mío.
Horacio González. Con él queda huérfano el pensamiento crítico, las
explicaciones largas y la generosidad intelectual, palabras tan fuera de época
como leer a Gramsci, hablar de la Comuna de París o citar a Martinez Estrada.
Escribir durante un año sobre la pandemia y la
muerte que con ella nos rodea ahora se convierte en la “muerte de mi padre”.
Esta situación modifica las distancias. Pienso en el epitafio de Marcel Duchamp
que dice: “Por otro lado, los que mueren son siempre los demás” y un padre
puede ser también “los demás”, pues estoy aquí escribiendo, pero sin dudas es
un “demás” distinto, un muerto propio con refucilos inesperados. Y así vuelvo a
pensar en escribir sobre la naturaleza cuando, en verdad, el verde no permite
ver ni el árbol ni el bosque.
Llueven los homenajes a Horacio González, a su
impronta y a su obra, multiplicando las palabras dedicadas a quién se dedicó a
la palabra, en gran medida por ser un profesor, de palabra vivaz, y a escribir
con la misma fluidez con la que encarnaba esa voz en cualquier situación
pública. Entonces, a falta de palabras mías tan locuaces como las que inspira,
escribo algo general sobre las de él, para corroborar en este mismo acto algo
de lo que su ausencia significa.
HG era una máquina de escribir. Escribía para
cualquiera que se lo solicitara, sin medir repercusiones: lo mismo se prodigaba
para un diario barrial que para un medio de gran alcance. Igual sucedía en sus
charlas y mesas, a las que asistía sin medir esfuerzos. Escribía sobre
personas, eventos, cualquier manifestación o lectura de libro, obra o película,
y también claro, escribía libros... envueltos en un torbellino intelectual,
frenético y frondoso, vinculando distintos niveles de ritmo, acompañado de
grandes y pequeños gestos literarios. Gestos también corporales, algo
musicales, componiendo un concierto de varios movimientos, contrapuntos,
hiatos, estructuras abiertas, piezas inconclusas pero fluidas entre juego y
enigma. Al dejarse llevar por sus escritos, sobrevienen distintos momentos de
atención, una tesis sin definición, un espacio inhallable, un sitio oculto
donde el “naufragio es el navío”.
Un faldón poético sustenta y resuena en su
escritura. Entonces puede unirse en el mismo golpe –como aquel que abolirá el azar– a Rimbaud con Echeverría, en un mismo párrafo
o incluso en un renglón. Leerlo en ocasiones se parece a entrar en un sueño,
como en aquellos donde ahora él me visita. Entonces surge Walter Benjamin, con
el que comienza este escrito, lo poético y el montaje, como en esos cuadros
barrocos que mantienen un punto trágico. HG escribe sobre el drama, un drama
sostenido en el filo de sus palabras, en un desarmado que elude los lugares
comunes extrayendo con imperceptibilidad la figura del fondo. Un umbral donde el
lenguaje no oculta el artificio de sus máscaras. “¿Qué quiso decir, González?”.
“La elocuencia del rizo”. “¿Por qué no escribe más fácil?”. “Porque el corsi e
ricorsi de un bordado vegetal no lo permite”. “¿Y si escribe más corto,
maestro?”. “En la oscilación está el contenido”. Preguntas ciertas, respuestas
apócrifas.
Esta vez, el “ejercicio de la tautología” del
que hablaba Didi-Huberman se ofrece para una reflexividad de lo escrito y no de
la imagen. Una acción en reposo que expone la memoria inconclusa, lo presente
relativo a lo ausente y donde lo invisible retorna breve, en forma de algunas
frases. Al tratar de entender, la ausencia se transforma en una forma de
búsqueda. El silencio escucha al silencio y la sombra se torna lentamente en
sombra, como en una biblioteca inhóspita. En ella, con Gracián, se descubre la
fugacidad de la existencia, la inestabilidad del mundo, la sorprendente y
extraña concordancia de los contrarios, y también: los límites de la razón, el
enigma y la paradoja por todas partes, la pasión encendida por lo nuevo, lo
extraño, lo inconmensurable. ¿Quién nos pensará ahora? Nos toca “organizar el
pesimismo”.
Una corriente política de pensamiento, de
objetivos y de amistad –con discontinuidades– unía a Pino, Alcira y HG. Una corriente que
seguirá fluyendo en el nosotros-nosotras nuestro, en mí, aquí y allá, en los
temperamentos volcados al estudio en tiempos de conmoción e incertidumbre. Más
allá de la melancolía, sus obras esperan en el futuro.
Con todo, la historia continúa.
Octubre,
2021
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