"En busca de las voces perdidas", por Javier Geist

La lengua plebeya, de Mauro Peverelli. Córdoba, Alción, 2021, 157 págs. 




La lengua plebeya es sin dudas una gran novela polifónica. En ella conviven no solo las diversas posturas argumentales de sus personajes sino también el eco de numerosos debates que tuvieron lugar a lo largo de la historia nacional argentina. Quizás el más importante para el narrador es aquel que se pregunta por la figura de Santos Vega, aquella figura literaria del payador que se vio eclipsada en la tradición literaria hegemónica por la figura de Martín Fierro, y del cual Peverelli hace un importante rescate y análisis. Pero hay otro debate, más vigente aún y que no deja de tomar giros en la actualidad: el de la identidad cultural. Aquí el autor de la obra realiza una minuciosa radiografía de los cambios en las pasiones culturales que se dieron lugar a lo largo del siglo XX en Argentina, poniendo el eje en la penetración cultural sajona y estadounidense en el pasado y en la actualidad.

La novela inicia con un epígrafe del poeta latino Horacio, del libro II de sus Odas, de la que rescato la frase “Qué orilla careció de sangre nuestra”. El río y la sangre son dos imágenes fundamentales en La lengua plebeya, cuya prosa recorrerá múltiples batallas de la historia nacional, sobre todo aquellas menos recordadas. Y si pensamos en batallas y en ríos no podemos dejar de evocar el final del poema de Santos Vega quien pierde esa última payada a orillas del río. Inmediatamente se pasa a la voz del narrador quien regresa a Buenos Aires luego de exiliarse en la última dictadura cívico-eclesiástica-militar, con la tarea de recuperar y editar los textos del profesor Emilio Arolas, de quien fue estudiante décadas atrás, tarea encomendada por la hija de este último. A medida que la novela avanza traza líneas hacia el pasado, evocando las charlas con el profesor, quien tenía como proyecto personal una reescritura del mito de Santos Vega, en un cuaderno rojo que el protagonista se obsesiona en encontrar. La figura de aquel payador era propuesta por Arolas como la verdadera insignia de la identidad argentina en frases como “Con el Santos Vega es distinto. El mito está fundado sobre un caso real (…) su leyenda nos llega desde los pagos del Tuyú, pero el origen del personaje es confuso (…) su verba aguda y a la vez florida pronuncia el heterogéneo y diverso nombre de la patria, o por lo menos de una forma naciente y dolorosa de la patria” (p. 60). Estas afirmaciones se sustentan en una comparación con la obra de Hernández, pero habrá que inmiscuirse entre las páginas para explorarla en su totalidad. Otro personaje que aporta cierta verosimilitud a la figura de Vega es el viejo Leguiza, a quien el narrador rescata del pasado y recupera en una vieja charla que inicia con “una sola vez lo vi, sí, y créame que fue por pura casualida’ (…) yo era muy joven (…) el pa mí, y pa todo el mundo por supuesto, ya era una leyenda” (p. 45). En este punto la polifonía se acentúa con los rasgos de oralidad, en el discurso de Leguiza.

Pero no es la única reescritura, porque entre los papeles recuperados evoca y transcribe un cuento titulado “Los cautivos”, que propone otra mirada sobre el poema de Echeverría, esta vez desde la óptica de los pueblos originarios. En palabras de su narrador “Aquellos relatos en los que el profesor ensayaba lo que él denominaba inversión de la mirada” (p. 142).

Hay detalles a lo largo de la novela que matizan el debate sobre la identidad cultural y versan de lo cotidiano a lo académico. Rescato dos momentos donde los detalles de la conversación cotidiana marcan esta disputa, el primero es el debate sobre los billares (antiguo emblema de la Buenos Aires del S. XX) cuya desaparición a manos de los bares de pool parece inminente en la voz de un anciano que se queja sobre la falta de apreciación de las sutilezas del juego y sentencia “el billar va a desaparecer, lo están reemplazando por mesas de pool, un juego lleno de goles” (p. 94). La otra, hacia el final de las páginas, es un debate que reviste de una actualidad innegable. Es la voz del profesor quien recupera una vez más la historia de Santos Vega y su muerte a manos de un espía inglés de nombre Marcos Ontiveros, que había adoptado el apodo de Juan Sin Ropa, porque “había inaugurado, con su trayectoria y su desempeño, el esquema del cipayaje nacional” (p. 151). Y en esa misma línea, de inmediato leemos: “lo mismo hacen hoy los americanos, la penetración cultural es su herramienta más eficaz (…) el tipo inaugura esa ruta, el itinerario de un esquema que sigue funcionando hasta hoy; antes eran abogados y literatos, hoy son economistas” (p. 152). Si bien el diálogo evocado es parte del pasado histórico, no caben dudas que el debate político actual tiene un alto grado de contenido económico, que se ha trasladado a las opiniones cotidianas y nunca está de más revisar.

Mucho se ha discutido en las diversas esferas críticas y teóricas sobre identidad nacional e identidad latinoamericana, desde Sarmiento a Lugones; del grupo de Florida o el grupo de Boedo a la revista Sur y luego a Punto de vista; de Lezama Lima y Carpentier a Mignolo y Rivera-Cusicanqui, son solo algunos de los nombres que han asumido este debate. La lectura y relectura de La lengua plebeya propone una nueva revisión y discusión de un tópico que cambia con los avatares del tiempo y enriquece constantemente el diálogo entre las diversas posturas.






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