"Una madre oveja negra", por María Casiraghi

No queda más que viento, de Cristina Domenech. Buenos Aires, Ediciones del camino, 2021, 120 páginas.



“Los hijos son los dueños absolutos de los lugares comunes”, afirma Cristina Domenech en el primer capítulo de este libro. Casi como si la autora nos dijera: prepárense, porque voy a llenarlos de clisés. Sin embargo, nos defraudará, porque no encontraremos en toda la novela una sola línea en la que un lugar común tome la palabra. Ni un lugar común ni un golpe bajo, dos de los problemas frecuentes en los libros autobiográficos donde lo que se narra es demasiado triste, demasiado real y trágico. Por el contrario, acá la palabra no es cualquier palabra, sino la de una mujer que quiere hablar como madre, pero lo hace como poeta. Una poeta indudable. La poesía, que llegó a su vida a través de la música, fue la “tabla de salvación” desde su infancia.

Dice la autora: “En la escuela era muy mala alumna. Volaba. Mi delantal ajado y sucio no se correspondía con mi interior. Era libre, limpia, la palabra me hacía eso: limpiaba mi delantal”. 

Así, a lo largo del libro Cristina se debatirá entre tres tópicos fundamentales: la condición de ser madre, la condición de ser hijos e hijas, y la escritura. Como si una fuera imposible sin la otra, empolla su palabra dentro de una casa en la que contrariamente a lo esperable, ella es la oveja negra, no sus hijos, la oveja negra madre, escribe y se reescribe, desde su infancia, su juventud y su adultez. Y estos tres temas centrales, que giran siempre en torno al núcleo del relato (la muerte de su hija adolescente), son la puerta para entrar a otros, no menos esenciales, por los que fluye con lucidez y una verdad de fondo que no se desdobla nunca. 

Deslumbran las reflexiones y afirmaciones sobre estas distintas temáticas que toca: los errores, el perdón y la moral, la religión, la fe, la hipocresía, la sexualidad, el abuso, el miedo, y a cada tema lo liga siempre, con una naturalidad asombrosa, al lenguaje. Y también está el amor, que recorre el libro de punta a punta, no el amor a secas, sino “la fuerza del amor cuando triunfa”, o como bien decía ese hombre bajito que en el hospital veía agonizar a su hija envenenada por los agrotóxicos, de “la fuerza matemática del amor”. Porque este libro no se trata solamente de una historia, la personal, no es un libro individualista ni confesional, no es melodramático sino todo lo contrario. Es un libro crudo, ácido y lúcido, y al mismo tiempo, extraordinariamente compasivo. Compasión por las grandes y pequeñas tragedias humanas donde el dolor personal se desdibuja ante el ajeno, como en ese capítulo entrañable “como pueden estar tan bonitas las cebollas”, donde la historia personal se vuelve minúscula como una cebolla y el dolor ajeno, tan grande como un campo lleno de ellas. Así, hablará también sobre la incomprensión, las pujas de poder y lucro en la medicina, sobre las familias y sus secretos, en un claro y contundente desafío: desnudar los vínculos, y lo que es más importante, desnudar su vínculo consigo misma. 

“Los hijos son como vecinos, no los elegís, te tocan”, “son billetes de lotería”, sentencia. Y se detiene a describir el enramado que crece a partir de estos vínculos tan primordiales como difíciles, en párrafos que son como micro ensayos sobre la existencia.

Sobre la palabra madre dice: “es para la literatura, para escribir. No es un modo saludable de estar en el mundo. Te come el cuerpo, se apodera de tu estómago, de tus manos, del tiempo dentro del tiempo”.

Pero esta madre oveja negra, la incomprendida, el bicho raro de la casa, de pronto tiene una hija, Delfina: “la única que me conoció entera desde que llegó al mundo”. Y es después de decir esto, que el relato comienza. Así, la novela se irá construyendo con retazos de la vida en familia, y de la vida interior de la autora, en un viaje hacia un pasado que se vuelve presente. Es justamente este tiempo verbal, el presente, el que  logra aliviar el dramatismo; porque una madre, al revivir los episodios más tristes de su vida, no sólo vuelve a recibir la peor de las noticias, la de la muerte de una hija, sino que también vuelve a vivir. Si hay algo que se afirma en este libro es que la vida y la muerte no son contradictorias. Como tampoco lo son el mundo real y el mundo poético. Así nos lo aclara cuando se entera de que Delfina ha tenido un accidente de esquí (no el fatal, sino el primero); Cristina está preparando un nuevo libro de poemas, y simultáneamente a más de mil kilómetros, su hija cae en la nieve y por un estado de coma empieza su camino de pérdida de la palabra. Esta paradoja no es casual. 

Una de las consecuencias más lamentadas del primer accidente de su hija es que al perder el habla, pierde sus ideas: “No tengo tema, repite la niña y juega a buscar las letras”, en un desesperado intento de recuperar el lenguaje. Para ella, igual que para su madre, el lenguaje es lo único que de verdad le pertenece. Y es por este extravío que la madre confiesa que debe volver a conocer a su hija, que extraña la que era, que ya no la reconoce: “creemos que el destino de los hijos está en la palma de nuestras manos. Si la abrimos demasiado tal vez se nos escape el diseño que, sin proponernos, habíamos trazado”.

Pero Cristina es demasiado sincera, frontal con todos y todas, y sobre todo con ella misma y por eso nos dice: “No es posible hacer con ellos lo que nosotros deseamos, no es justo, no es ético.  No están para abanicarnos el ardor de la vida ni para concretar aquello que no pudimos… El límite lo da el cuerpo; no debemos apropiarnos de su cuerpo. Tampoco de sus deseos o frustraciones. Lidio con este borde tan lábil: su cuerpo o el mío”.

A pesar del drama que se vive, el humor es también protagonista. Se suceden los episodios del absurdo como ella misma declama, dentro del hospital en medio de la tragedia más grande: los hijos corriendo por los pasillos vestidos como astronautas, una madre buscando un conejo de peluche entre las salas prohibidas de la clínica, un manosanta esparciendo liquido sobre una hija cuya familia es atea y escéptica, y unas cuantas escenas más donde inevitablemente nos largamos a reír. Y están también esos pasajes bellos y terribles, donde salen a la luz relatos personales ocultos durante toda una vida, y aquellos en los que la imaginación creaba las tardes de fraternidad como el capítulo “Aquel olor de las tipas” donde la escritora nos traslada a su infancia, ese periodo que definió como “de entrada y salida del infierno”. 

Sobre el tiempo, un tema recurrente en la novela, quiero destacar este párrafo precioso donde afirma: “La amnesia es como el ahora. Es un proyecto sin concretar, un irse eterno. No hay una línea recta o con algunas sinuosidades, son líneas que se cortan y hay que buscar con qué y cómo dibujar otra para seguir adelante”. 

Dentro de este vínculo filial con Delfina, se traza otro vinculo, el literario, a través de breves escenas donde madre e hija comparten lecturas, salidas nocturnas a eventos poéticos, discusiones sobre la escritura la poesía y la palabra, y una se olvida todo el tiempo que de quien se está hablando es de una niña, o como la define la autora: “una adulta dentro de un cuerpo de niña”.

“¿Me podés dar algo para leer y que cuando lo termine lo abrace como si fuera un tesoro y no lo quiera soltar, mamá?”, le pide un día su hija Delfina, que decepcionada con Harry Potter, busca ávidamente lecturas nuevas. En ese entonces no llegaba a los diez años. La madre asume este desafío y le entrega Lo bello y lo triste de Yasunari Kawabata y a los días puede ver, a Delfina en un rincón del jardín “protegida del sol debajo de un farolito japonés, llorando en silencio y abrazando el libro”.

Tal vez Cristina Domenech no haya sido consciente al escribir No queda más que viento, que estaba creando uno de esos tesoros que tanto deseaba abrazar su hija, a lo mejor haya sido este el verdadero motor de esta madre, poeta, oveja negra, hija, y huérfana, al iniciar este viaje a través de la palabra. 


Comentarios

  1. Acabo de releer la reseña de la querida poeta y extraordinaria persona María Casiraghi hizo de mi libro No queda más que viento. GRACIAS MARÍA POR TU GENEROSIDAD, TU LECTURA AMOROSA Y TU ESCRITURA SIEMPRE TAN LUMINOSA.

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