"De crónicas y domadas", por Natalia Gelós
Domadores de historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina, por Marcela Aguilar (editora). Ril Editores, Chile, 2010, 342 págs.
Hay historias mansas, que se dejan domar fácilmente, que andan a trote amable, que se narran solas. Hay otras, más mañeras, a las que es necesario apretarles la rienda para que sigan el pulso y respeten la marcha que se les ordena. Estos periodistas reunidos en Domadores de historias son jinetes expertos y saben identificar cada una de las historias que les toca contar. Tienen claro cuándo agarrar el rebenque y cuándo aflojar la soga.
Con Marcela Aguilar como editora, las crónicas y las entrevistas aquí reunidas representan una interesante oportunidad de ver cómo eso que leemos en revistas se cocina puertas adentro de diferente manera, según el autor que golpee el teclado. Aguilar es directora de la Escuela de Periodismo de la Universidad Finis Terrae, de Chile. Entre el aula y la calle, este libro sirve como reflexión y como antesala: nada de lo que se aprende en las escuelas sirve per se a la hora de encarar y concretar una buena crónica. Nada, salvo una buena reserva de lecturas. Para lograr un buen artículo es necesaria una feliz confluencia de oficio, talento y -algo indispensable- mucha pasión. Al menos eso queda claro al llegar a las últimas páginas.
Catorce cronistas que hablan de sus modos de trabajar, pero que se reservan el secreto último, el toque de gracia, ése que no se transmite con palabras porque reside en el sello personal que se construye con la práctica. ¿Cómo se escribe crónica? ¿En qué momento? ¿Hay una escritura periodística femenina y otra masculina? ¿Hasta qué punto es necesaria la primera persona? Son varias las preguntas y disímiles las respuestas que se ponen en juego a lo largo de las charlas.
Sergio González Rodríguez habla de convertir “la prensa en literatura”, y así lo hace con su crónica “Mujeres de table-dance”. Alberto Fuguet polemiza: “Hoy el periodismo es más bien femenino, universitario, conciliado con la vida familar”. Daniel Titinger describe a los cronistas latinoamericanos como amantes de la tecnología y ajenos a la política. Cristian Alarcón pinta al oficio como una especie de redención, de entrega: “Vivo y escribo para otros. Cada vez siento más placer de dar”, dice. Juan Villoro, hábil, define: “El desafío es que ese trozo de realidad parezca completo”.
Son discusiones válidas, parte de eso que no se ve en las páginas de las revistas o de los diarios: reflexiones. Pero también está lo otro: lo que sale publicado, lo que los coloca como titulares en ese dream team de la crónica latina. Son textos como “El rastro en los huesos”, de Leila Guerriero; “Cita a ciegas con la muerte”, de Alberto Salcedo Ramos; “Polizón de siete mares”, de Josefina Licitra. Catorce crónicas que muestran por qué son ellos los entrevistados y catorce maneras de narrar a esa América Latina que los congrega. Historias con sangre, sexo, ternura y dolor. Amor y muerte. Historias que tienen lo indispensable, esos grandes temas infinitos.
Hace unos meses, Daniel Riera, otro gran cronista de estos lados, dijo en una entrevista que se oponía al bananeo que ejercían algunos periodistas desde una posición supuestamente ilustrada. Hablaba así de quienes se paran en el banquillo para mirar al otro (al entrevistado) con su pretendido ojo incisivo viciado de un ego épico. La de Riera era una manera de pararse, una bandera contra el periodismo vanidoso y a favor de una ética periodística. Un detalle que no aparece en el libro pero que suma para abrir otra discusión. La crónica como bandera. Porque en épocas en las que, lo plantea Francisco Mouat, el periodismo pierde humanidad, lo que lo salva, es justamente, eso: ese relato noble -cuando está bien hecho- que vence al tiempo y al olvido.
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