“Victoria”, por Ignacio Bosero
El “descubrimiento” de Victoria ha sido para mí una gran satisfacción; el hermoso puente que une Rosario (Santa Fe) y Victoria (Entre Ríos) parece unir, además, dos mundos distintos –dos tiempos distintos– en menos de dos horas de viaje. De un lado, la gran ciudad, Rosario, que inquieta contempla su río futuro; del otro lado, Victoria, la ciudad chica (o mediana) con el esplendor casi intacto de su antigüedad, la naturaleza exuberante que la abraza y el río… el aroma húmedo del río. Esta unión, este comercio actual, sin embargo produce –exhibe– sus contaminaciones, sus residuos. Por eso las uniones, al mismo tiempo pueden ser también tensiones, donde las aguas solidarias pueden enturbiarse. El Casino-Hotel Victoria, emplazado en una colina mirando al río, parece exhibir –gigante, modernísimo, intempestivo– un signo elocuente del desborde y del juego de los límites entre estas dos ciudades (también signo del flujo del capital, de sus movimientos, de sus transplantes de diversión). Y esta convivencia –la de despertarse Victoria con su casino y con otra fluidez con Rosario– es una muestra también de que la imaginación de las gentes es casi siempre encantada de maneras diferentes por las “mezclas” (no apareciendo todas estas “novedades” como la cruel imposición del vicio, la maldad, el capitalismo salvaje, sino tantas veces como paraísos deseados). Sin embargo, esta contaminación, por así llamarla, me parece ajena a la ciudad de Victoria; algo así como la llegada del forastero que vende su magia pudiendo engañar al lugareño porque sabe que al otro día él se hará humo, se irá. De ese modo vende su exotismo sólo para satisfacerse un buen rato, la circunstancia conveniente. Y, como el lujo del casino, todo ese cotillón a muchos embelesa: sobre todo a aquellos que me repiten que Victoria “huele a viejo” (y que sospecho no deben ser los jugadores empedernidos, ya perdidos). Pero poco me importan, entrada la noche en esta ciudad, todos estos pensamientos que de algún modo son míos. Porque ahora en Victoria –en su aire, en sus calles empinadas, en sus barrios, en su horizonte callado de río– se va desprendiendo un paisaje único en la visión que mis ojos retienen: lo que sobrevuela en el ambiente es un olor suave y cálido infundido por las luces amarillentas de las farolas que, lentamente, se prenden en hilera. Y todo –a lo mejor todo lo que no imaginé de este lugar– siento entonces que proviene de un sueño tibio y que es un regalo de algún corazón cándido.
Gracias por poner en palabras el color sepia (callado y dulce) de Victoria. Lindo lo que escribís en boca de sapo
ResponderEliminarMuchas gracias por lo que decís, Mara.
ResponderEliminarY, en este caso de Victoria, no quería dejar de homenajear al lugar que buscaba, sin saberlo, y que podía aparecer para mi alegría.
Saludos.
Pura curiosidad y ganas de viajar leyendo ¿a qué libro te llevó Victoria?
ResponderEliminarsaludos y gracias