“El oficio de lector”, por Fabián Soberón

Informes de lectura. Cartas a Montale, de Roberto Bazlen. Traducción de Ernesto Montequin. Buenos Aires, La bestia equilátera, 2012, 128 págs.

¿Qué es un lector? Esta pregunta es un arma veloz y mortal. El libro de Bazlen la dispara con balas certeras y voraces que dan en el centro.
¿De qué modo se lee? ¿Cómo se arma el oficio de lector? Las preguntas asaltan al que entra en los breves y múltiples relevos de lecturas hechas por Roberto Bazlen. Bazlen nació en Trieste; una zona límite, fronteriza, en la que se cruzaron Svevo y Joyce, y desde la que leyó con displicencia a los autores que armaron el canon en una época de expansión de la literatura moderna en Europa. Desde Trieste, escribió los informes minuciosos para editoriales como Einaudi y Bompiani. Aunque era reconocido por sus amigos, era un desconocido para los lectores. Bazlen no firmaba la crítica de los domingos ni avalaba los premios. Era un lector ocioso y anónimo, una especie de Macedonio de la lectura. Desde el margen solitario, desde ese lugar desplazado, desde un fuera de foco intencional y grácil, leyó Bazlen a los autores ignorados y hoy canónicos de la literatura. Con la soltura y tranquilidad de un dandy al revés, Bazlen tuvo la linterna inusual, los ojos, el oficio, para ver, para leer entre líneas las grandes obras de ese período y lanzar, ávido, sus dardos de entrenado cazador, como un recolector de tesoros y de piezas únicas, difíciles, incómodas.
Los informes no son críticas ni sesudos ensayos. Son informes mínimos, anotaciones punzantes, borradores certeros. Y tal vez eso es lo que impresiona: la desfachatez, la sinceridad, la frescura de sus líneas mínimas y frontales.
De Nagel, personaje de la novela Misterios, de Hamsum, dice: “Es el Gran Desquiciado, dominado por el inconsciente, diez años antes de las primeras publicaciones psicoanalíticas…”. De MacLuhan dice que es un “maníaco obsesionado por la causalidad” pero al final lo aprueba. Sobre Maurice Blanchot, al principio expone sus dudas y lo critica. Lo reta. Pero luego vacila y confiesa que hay un capítulo de El espacio literario que lo ha extasiado. Sostiene que Alfred Jarry pertenece a la literatura francesa más viva, esa que se relaciona con el gótico. Se entusiasma con Ferdydurke, de Gombrowicz, y manifiesta que contiene una de las historias de amor más impactantes de la literatura del siglo XX. La novela El mirón, de Robbe-Grillet, le parece aburrida: “no logró atraparme, y no creo que eso hable mal de mí”.
Bazlen fue amigo de Eugenio Montale, de Saba, de Debenedetti y de otros poetas italianos. El volumen compila, también, las cartas que le envió a Montale. En las misivas irónicas se puede leer, además de las anécdotas personales, los juicios de “Bobi” sobre ciertas lecturas comunes y sobre otros intelectuales de la época: Rilke, Svevo, Joyce.
La particularidad de Bazlen es que no terminó novelas ni dejó una obra cerrada o conclusa. Bazlen no hizo otra cosa que leer. Y sus apreciaciones no pasaron al futuro en sesudos libros de crítica académica sino que perseveran en cartas y anotaciones desprolijas: hojas ajadas por el viento de la historia, envueltas en la fugacidad de la vida. Bazlen supo ver, con lupa lúcida y sagaz, la luz titilante de algunos autores. ¿Cómo hizo Bazlen para “ver” en medio de las olas turbias de la moda? ¿Cómo eligió los puntos de mira? ¿Acaso el margen le servía como espacio privilegiado? ¿Cómo desarrolló su agudo y extraño oficio de lector? Estas preguntas, aparentemente triviales, son las que se despliegan, involuntarias, en las páginas cruciales de los informes de lectura.  
En la penúltima carta a Montale dice: “He limitado al extremo el número de personas que veo… he abolido el alma, la sensibilidad, el disenso cultural europeo, y todos sus derivados”. ¿Se puede imaginar a alguien más solitario dedicado exclusivamente a la lectura?

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