“Tenemos que hablar de…”, por Natalia Gelós


Que sea sanito. Que tenga cinco dedos en cada mano, cinco dedos en cada pie. Ante la llegada  de un hijo, es difícil que a alguien se le cruce por la cabeza algo como: “Que no sea un asesino”. Sin embargo, a veces sucede, a veces el retoño crece y mata gente. ¿Y qué pasa entonces con la madre, con el padre? ¿Qué sucede?  De eso y de la parte menos cándida de la relación madre/hijo habló Lionel Shriver en su libro Tenemos que hablar de Kevin (Anagrama), en el 2003 y ocho años después, otra mujer, la escocesa Lynne Ramsay (que dirigió Ratcatcher y Morvern Callar), se animó a llevar al cine esa historia que logró el respeto de la crítica y que armó revuelo por mostrar una maternidad que es bien cercana a los cardos y lejos, muy lejos de los algodones. De ese modo, no sólo logró presentar la genealogía de una masacre desde el punto de vista de la madre del que la perpetra, sino la radiografía de las tensiones e hipocresías que se esconden tras la institución familiar y del lugar de la mujer sometida a presiones que no parecen ceder demasiado con el correr de los años. Tenemos que hablar de Kevin forma parte de esas obras que agarran el tabú por las astas y lo ponen, vencedoras, a su servicio.
La historia de la novela de Shriver tuvo sus inconvenientes. Fueron treinta las editoriales que se negaron a publicar ese libro en el que la protagonista,  Eva Khatchadourian, decía, por ejemplo: “Esto es todo lo que sé: que el 11 de abril de 1983 di a luz a un hijo, y no sentí nada”. Se refería, claro, a su hijo adolescente Kevin, el asesino en esta historia, el que mata a flechazos a nueve personas en su colegio secundario. Hoy la novela es un clásico, ganó el prestigioso Premio Orange (que se otorga a mujeres escritoras), y la autora es considerada por muchos una de las mejores novelistas vivas de Norteamérica. Periodista y escritora, Shriver nació en Carolina del Norte en 1957 y vivió en varios países: Londres, Tailandia, Irlanda, Israel, Kenya. La fama la consiguió a los cuarenta años.
En una nota para el diario inglés The Guardian, Shriver reconocía que tenía sus reparos al dejar en manos de Ramsay la adaptación de su novela. En realidad, temía dejarla en manos de cualquier director. Confesaba en ese artículo que era consciente de que una mala adaptación acompañaba al escritor por el resto de su vida. “No hay una adaptación neutral – escribió– o le hace bien a la historia, o la empeora”. Si alguien se aproxima al film antes que a la novela, la percepción queda mediada por eso que de la película se desprende y a decir verdad, en el campo de las adaptaciones, no suelen ganar los aciertos. Entre otras cosas, Shriver reconocía temer que su novela fuera tamizada por la mirada de algún director ávido de taquilla, que eligiera a “un rostro alegre y bonito, como el de Cameron Díaz” para interpretar a la compleja Eva, esa mujer que cumple con los deberes maternos a su pesar, que no expresa cariño por su hijo, que lo mira con resignación, como se mira a un montón de platos sucios que hay que lavar. Para tranquilidad de Shriver ahí estuvo digna, enorme, la actriz Tilda Swinton. Y también, por supuesto, Ezra Miller con un magnetismo impregnado de perversidad que le da el tono justo a ese muchacho incomprensible, o incomprendido, a ese joven siniestro al que, sin embargo, dan ganas de arropar. Ella y su hijo son uno, por eso a lo largo del film, el cuerpo de Swinton deambula derrotado, como dejado al juicio de ese barrio que sabe lo que ocurrió y la hace responsable. Durante toda la película, el presente de la protagonista se convierte en un vía crucis mechado con los flashbacks que le corren el velo a la historia.
Ramsay intenta lograr el tono frío, impávido, que consigue la novela. Pero claro, si Shriver usó como recurso el epistolario unilateral de Eva hacia su ex y padre de su hijo, una serie de cartas que son casi un acto de contrición, la película queda sometida a la imagen: es cine, claro, y el espíritu de Eva cambia de tono, quizá porque pierde el monólogo, el pensamiento omnipresente en la novela, quizá porque la visión de Ramsay, la directora, lo impregnó todo con su mirada. Lo cierto es que en el film las razones son sugeridas, y es trabajo del espectador llenar esos espacios vacíos, sin respuesta.  El relato ancla en el presente de Eva, que intenta rehacer su vida en una comunidad que la conoce, que la repudia, y ella acepta esos castigos con ascetismo. Los flashbacks que la azotan se encargan de contar el pasado, el camino que llevó a ese estado de situación: ella en empleo insignificante, visitas de rutina a su hijo en el penal y toda la soledad.
El pasado: Kevin bebé llora y no para, el cuerpo de su madre está cansado hasta la derrota, y ella mujer añora una vida que se le escapó así, como si nada. Eva, con el niño en el carrito, dando gritos infernales sin parar, se detiene en la calle, junto a un taladro que rompe el asfalto y lo llena todo de un ruido extremo que en ese momento, para ella, se vuelve misericordioso porque tapa el bramido de su hijo. Eva, la misma mujer que hace poco iba de país en país, para escribir en su famosa guía de viajes, con su pelo largo, suelto, y su libertad a granel, cambia los pañales de Kevin. Apenas termina, el niño a propósito, vuelve a ensuciarlos y la mira desafiante, del mismo modo en el que la mirará años más tarde, cuando ella entre al baño y lo encuentre masturbándose. En eso se juega la película, en mostrar las pequeñas grietas cotidianas –y no tanto–  que predicen la masacre. Ramsay dejó de lado el modo epistolar que estructura la novela de Shriver, pero eligió sí las escenas clave y fue fiel a ellas. De todos modos, lo más descarnado se mantiene y el drama se transforma por momentos en terror psicológico.
El punto de vista de los padres ante un hijo asesino abre un mundo de posibilidades: ¿Qué sucede? ¿Cuánta responsabilidad hay en ese acto? ¿Cuándo se convirtió en un asesino? ¿Cómo ocurrió y no lo vieron? Las respuestas nunca son políticamente correctas. Sobre esto también habla la novela La Cena (editorial Salamandra) del holandés Herman Koch, que pone al narrador ante estas preguntas cuando su hijo golpea, humilla y mata junto a uno de sus primos a una homeless que se refugiaba en el calor de un cajero automático. Inspirada en hechos reales, ocurridos en España, la novela tiene otros elementos que complejizan esa trama: los chicos fueron filmados, su hermano es el candidato más firme a ganar las elecciones para primer ministro, pero sólo ellos, los padres, saben lo que la justicia ignora, que fue su pequeño muchacho el autor de ese crimen que repiten una y otra vez en la televisión. Lo público y lo privado se ponen en juego y abren otras preguntas.
En cine, ya otro director diestro en mostrar los problemas de las sociedades modernos se animó con el tema: el austríaco Michael Haneke dirigió El video de Benny, en el que un adolescente de clase media-alta lleva su pasión por los videos caseros de violencia extrema hasta sus últimas consecuencias y mata a una chica en su propia habitación, y filma su propio crimen. Los padres de Benny se enteran de esto antes que la justicia, como ocurre también en La Cena, de Koch. Se trata de historias que plantean cuestiones delicadas, de las que es imposible salir con una respuesta airosa: sea como sea, la ética sale manchada en cada opción. La película de Haneke ubica en escena un televisor que deja ver una película norteamericana: es un testigo de los asesinatos, una máquina que escupe brutalidad en silencio. Al igual que Tenemos que hablar de Kevin, El video de Benny no intenta suavizar la cuestión, como si ocurre en La Cena, con un giro que quita fuerza a la historia. De todos modos, las preguntas son las mismas: ¿Cuánto hay de naturaleza? ¿Cuánto de lo psicológico? ¿Cuánto de lo social?  La comunicación, por lo pronto, es clave en todas ellas. Y Kevin se lo dice a su madre, cuando habla de su padre. Lo dice así y ante las cámaras: “Me habría sentido muy feliz si hubiéramos tenido alguna pelea. Pero no, él era todo alegría y diversión, perritos calientes y ganchitos de queso. (…) ¿Cómo se come eso de que tu padre te quiera y no tenga ni p… [pitido] idea de quién eres? ¿A quién quería mi padre entonces? Sería a algún chico de alguna serie de la tele. No a mí”.
A menudo aparecen estas historias en los diarios, pero por alguna razón la literatura, el cine, la ficción en su totalidad, generan más revuelo y logran cierta incomodidad reflexiva que no se pierde en la vorágine de noticias en la que a veces se licúa la realidad.  Estas ficciones narran una historia en particular, pero esbozan algo más amplio: la sociedad en la que se generan. Quizá la película de Ramsay no logra la grandeza de novela en la que se inspira, pero ambas triunfan en mostrar sin remilgos las zonas más oscuras de la sociedad y sus individuos. En última instancia, la película es una excelente excusa para buscar la novela, para ver el hueso de esa historia, para comprobar que sí, que tenemos que hablar de Kevin. 

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