"Los chicos de las motos", por Verónica Moreyra
La canción de las máquinas, de Pablo Dema. Córdoba, Editorial Recovecos, 2014, 120 páginas.
Pese a la distancia
temporal de escritura que mantienen estos textos entre sí, es posible
identificar una constante que los enlaza y conecta. En los once relatos publicados en La canción de las
máquinas —cuarto libro de cuentos de
Pablo Dema (General Cabrera, Córdoba, 1979)— están las marcas de una búsqueda
incansable por reconstruir los espacios, los recuerdos, las huellas humanas
cotidianas que quedan grabadas en los territorios habitados por los humanos en
su rutinario transcurrir. Vestigios que hablan del paso por el mundo pero
también de las posibilidades, las potencias, aquello que cada uno pudo ser.
Dema logra hacer del autoexamen de los personajes una unidad que cohesiona los once relatos y
que proyecta un tono íntimo de
reflexión meticulosa sobre temas o situaciones por las que hemos, de alguna
manera, transitado todos. Esto provoca
dos efectos simultáneos: identificación, reconocimiento de rasgos individuales
en situaciones similares, y extrañamiento frente al ejercicio de una
mirada especular que revela lo complejo y vuelve ajeno lo propio.
El relato que da nombre al libro, “La canción de las
máquinas”, anticipa y fija ese tono y esa mirada intimista que anudará los
demás cuentos. El narrador es un padre inaugural
que busca explicarle al niño cómo se ha transformado el mundo desde su
existencia. Y le confiesa: “No me preguntaba cómo serías vos sino cómo sería todo a partir de vos”. Ensaya una indagación, observa los personajes de la plaza
por la que transitan e intenta adelantar las respuestas a los “dilemas que
te aquejarían”. Sin embargo, lo que dispara el relato es la tragedia y el
sinsentido de la muerte. Uno de los personajes de la plaza, al que el narrador reconoce como
ex alumno, muere. Es uno de los “chicos de las motos”, de esos que no hablan con
nadie porque “saben dar mejor su mensaje a través de la canción de sus
máquinas”.
Si bien el centro del universo narrativo de estos once
relatos tiene un lugar específico y es la plaza Mójica, en la ciudad de Río
Cuarto, el recorrido de los personajes invita a un viaje que atraviesa las
fronteras geográficas. En “El pupilo”, “La indómita luz” y “Coma alcohólico”, el personaje es un
profesor que viaja entre dos ciudades: Río Cuarto y Villa Mercedes. Esos viajes son el escenario de la reflexión
y la razón de los desencuentros pero siempre finalizan en la plaza. Es allí donde
Dema elige construir un centro que atrae y concentra la acción. La estrategia
de focalización se asemeja al procedimiento de localización geográfica de
Google que permite hacer foco y distanciarse de un área precisa con relativa nitidez. El primer relato inicia diciendo “Hace un par
de años vimos la plaza desde el Google Earth”, y desde allí, como haciendo
zoom, el foco se hace cada vez más próximo para, al finalizar el último relato,
distanciarse y contemplar desde la lejanía.
Aunque “La canción de las máquinas” puede leerse como una
totalidad en la que los relatos se van conectando por la continuidad de algunos
personajes y por el escenario construido, algunas de estas narraciones
manifiestan más independencia que otras. Me gustaría señalar tres: “El desengaño”,
“La madre soltera” y “El pupilo”.
La búsqueda por la identidad manifiesta, en la literatura argentina de los últimos
años, una recurrencia que entraña el riesgo del agotamiento pero que aún
mantiene la potencia de disparar ficciones. En “El desengaño”, noveno relato de
este libro, la voluntad y la fantasía se subvierten y la desesperanza cobra
vida; allí los hechos de la última dictadura hacen
evidente su carácter de línea divisoria,
de huella en la memoria colectiva que se transforma en la raíz de cada historia
personal. En este relato, emerge el
dolor de no ser víctima mezclado con la culpa y la desesperanza al comprobar
que una parte de esa herencia (biológica e histórica) familiar está ligada a la
parte menos heroica: “Yo era porque los otros estaban desaparecidos mientras
mis padres me criaban, era porque los hijos de los desaparecidos no”. La culpa que el personaje siente se transforma
en desprecio, en dolor y partida. Este relato puede leerse como la contracara
de los relatos de Hijos. Este ir hacia la búsqueda de una verdad que los
enorgullezca pero, en el camino, encontrar que la gran traición los iguala con
lo peor del anonimato cómplice de la sociedad civil. Sentir que no hay derecho
a asomarse al dolor de los demás porque, si somos aquello que heredamos, estamos
tan comprometidos y enlodados como nuestros padres. Una culpa que ni siquiera
llega a ser la de los asesinos porque el crimen que se cometió fue el de la
cobardía y, a lo sumo, el de la viveza criolla que se enriqueció mientras los
demás eran asesinados.
En “La Madre Soltera” el espacio se expande y, al
hacerlo, se universaliza. Esto mismo sucede con los personajes, arquetipos de
clase, que no dialogan ni se encuentran jamás pero comparten espacios e intercambian servicios.
Una madre pobre, que es “todas las madres pobres” cuya
presencia es invisible para el resto del mundo
y que contrasta con la excesiva presencia de unos dueños, logra sortear
los límites espacio-temporales para
mantener a su hija constantemente a su lado.
En “El pupilo” las técnicas narrativas se concentran
hasta trastocar las convenciones genéricas. Hay aquí elementos que, al iniciar
la lectura, podrían llevarnos a considerarlo como un relato de ciencia ficción
pero que luego se abandonan en favor de la sátira y la parodia para, hacia el
final, retomar el tono intimista de los demás relatos.
Más allá de los procedimientos (lirismo, ambigüedad
espacio-temporal, focalización extrema, etc.) la narrativa de Dema problematiza
el vínculo entre los sujetos que se ven atravesados por las instituciones y
desnaturaliza las relaciones mediante una mirada inquisitiva de lo minúsculo.
La escuela, la cárcel, la familia y los roles sociales son sometidos a una
indagación que, lejos de construir una
explicación, transforma nuestra mirada.
Así, al terminar o suspender lectura y volver los ojos al mundo, éste se ha transformado, ya no es igual ni
podrá serlo nunca. ¿No es esta acaso la exigencia con la que debiera cumplir
toda obra literaria?
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